XXXVI Premio Internacional de Poesía FUNDACIÓN LOEWE 2023

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El testamento de las mariposas

lunes 30 de noviembre de 2020
“El testamento de las mariposas”, de Jorge Palma
El testamento de las mariposas, de Jorge Palma, fue publicado en 2020 por la Municipalidad de Lima y el Festival Internacional Primavera Poética en la colección Lima Lee.

Mirando pasar los barcos

Vengo a ver
la resurrección de la luna.

A mis espaldas, la ciudad
agoniza en su falsa intimidad.
No cuenten conmigo hoy
para velar a sus muertos.
He venido a ver
la resurrección de la luna.

Un barco, inmenso y negro
como la muerte, pasa
empujando el día.
Hay zozobra en la ciudad
y quedan, todavía en llamas,
gritos atravesando el viento.

Vengo a ver la resurrección
de la luna.

Mientras miro pasar los barcos,
la humedad hace nidos
y la carcoma anuncia
una nueva devastación.
Crujen las casas
de los olvidados de la tierra
y yo vengo a ver
la resurrección de la luna.

Los barcos abren el agua
y yo me pregunto de qué
hablarán en las cubiertas
en los camarotes
si alguno siente crujir
en sus dedos
el olor de la humedad
de los olvidados de la tierra,
cada vez que juegan
con un trozo de pan.
A mis espaldas
la ciudad corre, se infarta,
devora trozos de cielo, mientras
reparte lluvia en viejos canastos.

Señor, vengo a ver
la resurrección de la luna,
y sólo veo barcos, enormes
y negros como la muerte.
¿Dónde está la luna, Padre?
Esto empieza a congelarse
y oscurece.
La ciudad corre, se infarta,
mientras reparte lluvia
en viejos canastos.

Pero no llueve sobre mi rostro.
Pero no llueve sobre mis manos.
Llueve en las casas húmedas.
Llueve en los patios sin luna
donde la ropa tendida
no se termina nunca de secar.
¿Por qué les siguen pagando
con sal a los más solos
de la tierra?
¿Hay algo que no he
comprendido realmente?
¿Alguien puede explicármelo
de una buena vez?

Traigan sus ábacos
y pizarrones.
La luna tarda en salir
y un gemido de parto
atraviesa esta tierra.

Yo he venido a ver
la resurrección de la luna.
Y lo único que veo
son barcos enormes, negros
como la muerte,
entrando y saliendo
de la ciudad.

 

Las mujeres que bordaban corazones en los manteles

Las mujeres que bordaban corazones
en los manteles
regresan esta noche, como
si volvieran de otra batalla: el tiempo.
Vienen del brazo
cruzando calles y avenidas.
El viento ya no les roba la voz,
ni les levanta sin permiso la pollera.

Nadie las llama,
vienen.
Nadie las trae,
acuden.

¿Serán las raíces del llanto
que las señalan?
¿Será el turbulento ruido del agua
subterránea, que las convoca?
¿O será que están escuchando
a sus hijos gemir?

Ahora llegan sin que yo las llame,
como agua que llega
como agua.
Agua de vida agua.
Agua de mi vida.
Barco y cielo, agua.

¿Serán las raíces del llanto
que las buscan las señalan?
¿O serán sus hijos
que las están llamando?

 

Robos

Hay quien roba pedacitos de cielo
porque ya no tiene con qué darle
de comer al corazón.
O le roba la falda y los pechos
al frutero, al farmacéutico,
al dueño del circo, y se queda
entonces con la mujer del trapecio.
Hay quien roba pedacitos de cielo.

Hay quien roba sonrisas, tiempo
en los relojes
sueños de mampostería
ropa de los alambres
o agua pura de los manantiales.

Hay quien roba miradas, órganos,
vacas y terneros, y se contenta
del magnífico vilipendio.

Hay quien roba trompos
de los escaparates,
y pelucas
o máquinas de hacer risa
o bombas de alquitrán
o bolsas de harina
de las puertas de las panaderías.

Hay quien roba aire besos suspiros,
labios para otros
cuerpos para los que llegan
de madrugada.

Hay quien roba relojes lámparas,
aviones y faroles de las plazas
y páginas de la historia
y paraguas
y años de los almanaques
y el legítimo derecho de elegir
y ser otro,
de tener una casa un árbol
un libro que no sea de arena
ni hambre en los bolsillos
ni los párpados llenos de droga
ni alcohol en las venas
y en la mirada
ni furia contenida por generaciones
ni hogares de lata
fabricados por la avaricia
y el desinterés.

Hay quién roba pedacitos de cielo
porque ya no tiene con qué darle
de comer al corazón.
Porque no tiene con qué darle
de comer a tanta rabia.

 

Herramientas

Son herramientas, decía.
Con este martillo puedo deshacer
una pared o levantar un sueño:
una casa en un árbol
modificar un territorio
cercar una pradera
aislarme del mundo y de mí mismo.

Son herramientas, decía el carpintero,
que había hecho camas/biombos/
mesas para desayunar
ventanas y puertas
por donde muchas veces
se iba el amor
y los parientes.
O llegaba la muerte, de pronto,
entonces hacía ataúdes
del tamaño de la sorpresa,
de la oscura novedad.
Son herramientas, decía el carpintero.
Con este martillo puedo
golpear la corteza floja
de un árbol, definir el destino
de un revoque,
enderezar un clavo
tu memoria
hacer esclusas
llamar a todas las aves
del cielo, golpeando como un loco
en las campanas,
y que vengan por su alimento
que ya se está haciendo tarde,
en la tierra
que los hombres contaminan.

 

Malabares

En las esquinas del frío
el hambre hace malabares,
tira mancuernas al aire
traga antorchas
disimula el ruido de sus huesos
haciendo malabares.

En las cocinas más pobres
las mujeres hacen malabares
con el arroz las papas los boniatos
con siete monedas
y una carcasa de pollo
con un huevo una manzana
con tres panes diminutos
esperando solos en una mesa vacía.

Los obreros de las fábricas
hacen malabares.
Los vendedores de paraguas
hacen malabares.
Los contadores de historias
hacen malabares
con las palabras
con las pausas los silencios
con las monedas contadas
en las esquinas
al final de la jornada.

En los hospitales de Dios
los pobres hacen malabares.
Las camillas
hacen malabares.
El algodón y las gasas
hacen malabares.
La sangre
las proteínas
el ácido nucleico
hace malabares
en un cuerpo que hace malabares
para sobrevivir.

Malabares
a la hora de comer.
Malabares
a la hora de buscar,
como un obseso, una camilla,
un balón de oxígeno
un tubo de ensayo.
Malabares
en las esquinas de la ciudad.
Malabares
con panes y cucharas.
Malabares
con los huesos que tiemblan,
crujen, sacan canas verdes
cumpliendo las leyes del mercado,
en las esquinas del frío
donde el hambre pone huevos,
seguros, intactos, como el primer día.

 

Los hombres que se multiplicaron como las estrellas

A los hombres que se multiplicaron
como las estrellas, no los verás
anclando un mástil en el lado oscuro
de la luna,
ni cargando, en bolsas de arpillera,
mujeres rumbo a las oscuras raíces
del llanto.
No los verás llenando de plomo
la frente de los futuros ancianos
de la tierra.

Pero en cambio, los verás
doblando el espinazo
en las canteras,
cruzando los desiertos
de la desesperación,
temblando en los altísimos
alambrados de las fronteras.
A los hombres que se multiplicaron
como las estrellas, los verás
golpeando las puertas del cielo,
porque la vieja llama
no se apaga,
y el camino es un surco
en la tierra interminable.

 

Intemperie

Camas.
Camas en las veredas
del mundo.
Camas
en las esquinas del cielo.

Camas en las ramas
de los árboles.
Camas en las raíces
de la lluvia.
Camas en los racimos
del llanto.
Lluvia en las manos
del hombre solo
que pasa con una cama
colgada de su omóplato
haciendo malabares
con un montón de palos
trozos de algo
que fue un armario
un comedor
un guardabultos
en la abultada colección
de la señora piel de diamante.
Camas solitarias
en las veredas del mundo.
Camas mojadas por la lluvia
en las esquinas del cielo.

Y más camas que se replican
debajo del sueño de los otros.
Debajo de las catedrales
y las escuelas
debajo de los restoranes
y los días de lluvia
debajo de las fábricas
de ataúdes.

Intemperie, señor mío.
Intemperie.

Al árbol, lo que es
del árbol.
Al cielo,
lo que es del cielo.
Nombremos las cosas por su nombre:
clavo, herradura, sentencia, malparido,
deshonesto, mago o hechicero.

Los niños de los suburbios
son vendidos en las fronteras
y un bosque entero se incendia
cada vez que un hijo del cielo
cae en las aguas revueltas
del río turbio.
Intemperie,
señoras y señores.
¡Intemperie!

Dolor en los huesos.
Tristeza infinita.
Inaceptable
acumulación del sinsabor.

¿Dónde, en qué lugar del desierto,
sepultaron los 37.000 volúmenes
de la historia universal?

La desidia teje trampas.
Construye capullos de miedo
en los abismos del alma
y duele más que el llanto
el ronco amanecer del invierno.

¿Quién se está comiendo a sus hijos
en el centro del bosque?

Alguien ha dicho, rascándose
con una uña, la comisura de los labios:
“Con los huesos harán palos, para tocar
sus viejos tambores, hasta que desaparezca
el firmamento”

Y no quede piedra sobre piedra.
Y no quede
ni el más mínimo rastro
de lo que fueron
los pobres de la tierra.

 

Carta al vendedor de pájaros

Acuérdate de los niños del barrio
cuando se haya marchado
el último pájaro,
cuando sólo quede en el aire
el olor acre de la fricción,
del arranque intempestivo,
quemando combustible, sangre,
la vida misma.

Acuérdate de los niños del barrio
cuando no queden pájaros
en el cielo,
cuando los últimos salgan
como un temporal de los balcones,
de las salas velatorias
de los campanarios
de los bolsillos de los médicos
del cabello anaranjado de las mujeres
de la vida
de las faldas de las modistas
de los pizarrones de las escuelas
de las pensiones
de las casas de citas
de los cementerios…
Acuérdate de los niños del barrio
cuando no queden pájaros
en el cielo
y no queden pájaros
en tus jaulas
y no queden sonidos
en los bosques
y no rían los niños
en las escuelas
y nadie cante cuando amanezca
y ningún sonido corte la tarde
y nada suene en el aire
cuando arranque a nacer la primavera.

Acuérdate de los niños del barrio
cuando no queden pájaros,
cuando nadie sepa cómo latía
su alegre corazón errante,
cómo era cuando su cuerpo tibio
curaba todas las heridas,
antes, mucho antes,
que la tierra fuera opaca,
el cielo frío,
y los días
interminables y sin sonido.

 

Agua negra

Agua negra que estás en el cielo
y desciendes con furia
en las bocas de los pobres…
Agua de los desperdicios
agua de las cloacas
agua negra del dolor
agua negra de las confesiones
del apremio físico
del costillar mordido
del golpe cobarde y sordo,
del hematoma.

Agua negra que sacude
la vida
el aire
las siete capas del cielo
agua negra espesa, difícil
de tragar.

Agua negra que duele
Agua negra que marcha
como una sombra helada
delante y detrás
de un cuerpo lacerado
sin fuerzas ya para gritar
porque el agua negra
baja con furia
sobre la vocación humana
de los hombres.

 

Palos

Palos de muerte
en la frente
para doler.
Para doler
desde el golpe
hasta la pequeñez
de un cielo
recién nacido.

Palos en las ruedas
palos en las piernas
en los huesos.
Palos como truenos
palos como azotes
de hierro
Palos.
Palos que caen
como mortajas,
que suenan a cascarón
a cáscara
a ruido de parto
a entraña viva
a temporal de vísceras
y sangre.
Palos en un viejo costillar
palos en la frente
el cuello
la quijada,
palos en la frente,
donde nace la luz
y terminan las tinieblas.

Palos como funestos
instrumentos de la noche.
Palos de muerte
en la frente
para doler,
y recordar
y saber, de primera mano,
quiénes son los palos
que buscan tu cuerpo
para doler
para molerte a palos
en medio de la noche
más oscura,
esa,
donde nadie escucha
tus gritos
que te ahogan
en un dolor interminable,
imposible de contar.

 

Surcos

Después de nosotros vendrán
las margaritas
y las tardes de lluvia torrencial.
Deberemos acaso aprender
a convivir con esas dos realidades
y amarnos en medio
de las lloviznas,
porque el paisaje también cambiará.
Cambiarán los latidos
las promesas en la piel
los horarios en las playas
y las cosechas, acaso, serán
anunciadas en nuestros teléfonos
siete días antes que empiece
la nueva inundación.
Pero conservaremos
las mismas palabras
y el mismo misterio
para nombrar al amor
y dejar surcos en la tierra.

 

El pan nuestro
(de cada día)

Y el pan nuestro de cada día
en la tierra
lo dan los dueños de la tierra
los dueños de tu cielo
y el mío.

¿Quién es el árbitro
de atuendo fúnebre
parado en la mitad de mi sangre?

¿De qué árbol petrificado y solo
cuelgan los 16 artículos
sobre la barbarie?

¿Quién se llevó mis huesos
mientras dormía? Para hacer
polvo, aserrín, viruta
para abonar otra tierra.

En el corazón del día, hay otro corazón,
una raíz oscura, una boca negra
aullando en la profundidad del bosque,
mientras un círculo de fuego crece,
chamuscando el borde del cielo.

¿Dónde están tus huesos, Claudia?
¿Y tus hombros, adorado Marcelo?

¿Dónde pusieron tu mirada, Esther?
¿Y tus manos, Adolfo, que tampoco
eran tuyas, como todo en la tierra?

¿Dónde están los dueños de tu cielo
y el mío?
¿Y el corazón errante que nos dieron,
en una caja tan vulnerable
que la fue mordiendo el frío
y las lloviznas?

¿Dónde están los dueños actuales
de tus huesos?
Los mercaderes de tu sangre.
¡Dónde busco, en qué comarca,
si son cientos
si son legión!
Y entran a las casas
mientras dormimos,
y sólo dejan un gusto
a relámpagos
y borran los caminos
con sus muñones.

Este es el pan de cada día
en la tierra, Padre,
el pan nuestro de cada día,
hecho polvo, aserrín, viruta,
para abonar otros bosques
en otra tierra.

Jorge Palma
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