Balas
Balas.
Balas a la hora de cenar.
Balas a la hora de desayunar.
Como si uno pudiera masticar
en medio del barullo de las balas
que silban cuando pasan
entre las cortinas
y la crema de afeitar.
Balas
entre el caldo y las ensaladas
Balas
mientras mecemos la cuna
Balas en el reboso púrpura
recién nacido
Balas en el tembladeral…
“…y no es que naturalicemos
las cosas…”, dijo la mujer encinta.
“pero tenemos que seguir viviendo”
agregó, mientras hacía pesar
dos kilos de berenjenas, en el puesto
de la esquina, perforado de norte a sur
como un colador.
“…hoy se casa la mayor”, dijo emocionada.
Palos
Palos de muerte
en la frente
para doler.
Para doler
desde el golpe
hasta la pequeñez
de un cielo
recién nacido.
Palos en las ruedas
palos en las piernas
en los huesos.
Palos como truenos
palos como azotes
de hierro
Palos.
Palos que caen
como mortajas,
que suenan a cascarón
a cáscara
a ruido de parto
a entraña viva
a temporal de vísceras
y sangre.
Palos en un viejo costillar
palos en la frente
el cuello
la quijada,
palos en la frente,
donde nace la luz
y terminan las tinieblas.
Palos como funestos
instrumentos de la noche.
Palos de muerte
en la frente
para doler,
y recordar
y saber, de primera mano,
quiénes son los palos
que buscan tu cuerpo
para doler
para molerte a palos
en medio de la noche
más oscura,
esa,
donde nadie escucha
tus gritos
que te ahogan
en un dolor interminable,
imposible de contar.
El domador de huesos
(evocación del contorsionista)
“Con todos estos huesos tengo que vivir”,
dijo para sí el domador de huesos.
Para vivir entero, de la cabeza
a los pies, tengo que domar estos huesos,
colocarlos a como dé lugar,
porque mañana, o acaso esta noche,
tenga que volver a la intemperie
mojarme como otra vez
y colocar con cuidado
cada hueso en la cajita.
“Con todos estos huesos tengo que comer”,
dijo para sí el domador de huesos
¿Habrá alguna vez una noche dada?
¿Cuándo tendré calor, medio plato
en la mesa, un tercio de cuchara?
Y agua que no caiga del cielo.
Y sed que no la repare
el agua de la lluvia.
No quiero para mí
agua de lluvia,
viento de temporal
calor de fogata.
El fémur derecho
afectado por la humedad.
De tibia y peroné, ni hablar;
falanges entumecidas
omóplatos que ya no están
en su lugar
mientras se detiene de a ratos
la lluvia
y los huesos vuelven a girar:
el brazo que se pliega,
la pierna izquierda…
Un acordeón de hombre,
un fuelle humano
entrando a la cajita;
un cubo loco y transparente,
un dado eterno
girando al azar por dos monedas.
Blues del pájaro sin alas
“hay por hacer un poema sobre un pájaro
que no tiene más que un ala”
Guillaume Apollinaire
Hay por hacer un poema sobre un pájaro
que no tiene más que un ala, decía
Guillaume, el acrobático Apollinaire,
nuestro hermano mayor, herido en la cabeza
por la triste gracia de un obús.
Hay que hacer un poema monotemático
sobre un pájaro; decir por ejemplo:
“Hoy ha entrado a mi cuarto
por el costado izquierdo de la sinrazón
un pájaro herido”
Hay que hacer un poema que no tenga
más que un ala.
Sigue siendo pájaro,
como la mesa de tres patas
sigue siendo mesa,
y el perro mutilado
sigue siendo perro.
Para hacer un poema sobre un pájaro
que no tenga más que un ala
hay que empezar por creer
que es posible que un pájaro vuele
sólo con un ala, es decir:
hay que inclinar la frente
hacia el lado derecho de la vida
donde canta el ruiseñor
y la luna duerme durante el día
en un garaje abandonado
de un suburbio.
Hay que seguir creyendo
que los truenos son pesados muebles
que alguien mueve en el cielo.
Que la lluvia es agua
que salpican las cabelleras
de los ángeles.
Que basta con soplar el pecho
de una mujer, para que nazca
la primavera.
Un insensato habría dicho:
“Cuidado con las ensoñaciones diurnas”.
“De hacerle caso, iríamos todos
a la guerra”, agregó un hombre
con monóculo, que pasaba por
esa calle en su coche descapotable.
Hagamos entonces un poema
sobre un pájaro
que no tenga más que un ala.
Y de un hombre
con una sola pierna
que escala catedrales.
Y de una mujer con un seno
que da de comer
a una multitud.
Hagamos olas pequeñas que solas
entren todas en un bolsillo,
y guarden los truenos
en botellas de vino de aguja
y coloquen relámpagos
en frascos de mermelada,
para que los niños del barrio
los pongan al atardecer
encima de los muros.
Un insensato volvió a decir:
“Cuidado con las ensoñaciones diurnas”
“Naturalmente”, dijimos al unísono
al mirarnos con Apollinaire.
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