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Una voz, una sintaxis, un destino

lunes 25 de septiembre de 2023
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Una voz, una sintaxis, un destino, por Rafael Fauquié
Idealismo del escritor e idealismo, también, del maestro, enfrentados al reto de hacer de las palabras elocuente orientación.

Frente a lo que Camus llamó alguna vez el “silencio irracional del mundo”, existe la voz humana capaz de nombrar memorias, propósitos, sueños, temores, visiones… Ninguna existencia humana es muda. Toda experiencia, todo aprendizaje, todo deseo está destinado a convertirse en palabra. Con palabras identificamos nuestra relación con las cosas y con nosotros mismos. Con palabras definimos ese lugar que es el nuestro. Con palabras nombramos la memoria que asigna un sentido a nuestra historia. Con palabras nos acercamos a nuestra realidad tratando de desentrañarla. Con palabras nos aproximamos a nuestras ideas y sentimientos. Con palabras nos hacemos parte del mundo de otros y descubrimos, así, que nuestro sentido no sólo reside en nosotros.

Las palabras, más que la envoltura del pensamiento, son la forma y el fondo del pensamiento mismo. Decimos y nos decimos con palabras que nos señalan; voces compañeras de nuestra existencia, prolongación de nuestra manera de ser, de mirar, de actuar, de entender…

Una sentencia náhuatl dice: “El hombre, ese ser misterioso que llega al mundo ‘sin rostro’ y a quien la vida le enseña a tomar una cara”. Existen ciertos seres cuyos rostros se identifican con sus palabras. Son los intelectuales, minuciosos colocadores de nombres; individuos curiosos empeñados en entender e interesarse por muchas cosas, formuladores de interminables preguntas capaces de convertir sus respuestas o su búsqueda de respuestas en incesante aventura.

¿Qué significa, exactamente, ser un intelectual? Quizá, por sobre todo, pertenecer a ese grupo de seres de curiosidad permanentemente insatisfecha que se mueven desde y por sus asombros. Todo para ellos puede ser motivo de reflexión. Son organizadores de ideas e imaginarios que comparten a través de una razón comunicativa. Eso sí: están obligados a pensar siempre por sí mismos; a convertir peripecias, tientos e ilusiones, en voces: libres, auténticas, responsables.

Deberes y entusiasmos se proyectan sobre las palabras del intelectual.

Kant habló de los “deberes necesarios” y Ortega y Gasset aludió a los “entusiasmos necesarios”. Deberes y entusiasmos se proyectan sobre las palabras del intelectual. Jamás debería aturdir, adoctrinar o engañar con ellas; sólo dejar constancia de sus curiosidades, apuestas, anhelos, convicciones, principios… Se tratará siempre para él de ser auténtico en su decisión de leer en el mundo y extraer certeros aprendizajes de sus lecturas; de entender las cosas desde ese ahora que lo rodea, o desde la memoria que no lo abandona, o desde la lucidez que lo orienta, o desde la imaginación que le permite soñar o desde los prejuicios que le resulta imposible evitar. El intelectual lee y relaciona: lo que distingue aquí le remite a eso que entendió allí. Y descubre en sus revelaciones nuevas maneras de valorar, de ofrecerse respuestas.

El intelectual debería conservarse por siempre inocente y curioso. Inocente en la autenticidad de sus búsquedas y de sus preguntas; curioso para no dejar de indagar en las posibles respuestas. El intelectual es un contemplador, un nombrador, un colocador de nombres. Suele apoyarse sobre dos fuerzas esenciales: una la lucidez; la imaginación, la otra. Aquélla le lleva a identificar lo que ve; ésta, a conducirlo hacia lo que le gustaría ver. Es, a la vez, un crítico y un idealista. De su mirada crítica surge su visión de lo ideal. Lo que está mal debe ser cambiado o al menos debería intentar cambiársele. Criticar, cuestionar, proponer, indagar, preguntar, tratar de responder… Algunos de los más grandes sueños de la humanidad, de las más bellas ilusiones de los hombres, pudieron nacer de intelectuales que, insatisfechos frente a lo que los rodeaba, se propusieron imaginar el mundo con el que hubieran querido rodearse.

Como la inmensa mayoría de los seres humanos, los intelectuales carecen de la potestad de transformar significativamente su entorno, pero, al menos, sí poseen la posibilidad de inmiscuirse en la realidad a través de sus voces. Con ellas nombrar lo nuevo, lo recién descubierto, lo importante, lo necesario. Con ellas resaltar curiosidades, apoyar convicciones, sostener esperanzas… Eventualmente, también acompañar personales contradicciones. Éstas serán legítimas en la medida en que obedezcan a la verdad de determinados momentos en natural conflicto con otros momentos. Y es que, al igual que cualquier otro ser humano, el intelectual no podría dejar de estar sujeto a una evolución que lo conduzca hacia el rechazo de aquello que antes aprobaba o hacia la aprobación de lo anteriormente rechazado. En todo esto deberá prevalecer siempre un sentido de autenticidad. Auténtica será su decisión de acercar sus gestos a su escritura, de convertir sus verdades en fronteras de una íntima geografía.

Entre las muchas razones posibles para la escritura del intelectual existe el propósito de hacer de las palabras realidad paralela a la realidad real. La página en blanco semejante al espacio universal: los dos sugieren la infinita posibilidad de cosas por descubrir, por comunicar… La página convertida en lugar análogo a la vida, territorio donde relacionarse con la realidad.

¿Ideal de intelectual? ¿Intelectual idealizado? En parte sí; pero, mucho más que eso, intelectual que percibo necesario: interminablemente entregado a la aventura de su pensamiento, a la búsqueda de ideas e imágenes que expresen sus respuestas, que comuniquen sus hallazgos. De más está decir que distingo en el trabajo intelectual una de las más dignas alternativas que podría plantearse un ser humano: desde el rincón de su pensamiento, ese rincón formado por su vida y las experiencias que ésta le ha legado, organizar ideas e imaginarios que cree necesario compartir.

En algún momento de su obra, escribe Borges: “Descubrir una entonación, una voz, una sintaxis particular, es haber descubierto un destino”. Quizá sea esa una definición bastante acertada de lo que es un intelectual: un ser destinado a descubrir en sí mismo una entonación llamada a convertirse en sintaxis de vida y, a la postre, en destino. Un ser cuya existencia puede dibujarse sobre palabras conquistadas una a una; entretejido de signos relacionados con argumentos, propósitos, recuerdos, sueños y algunas íntimas mitologías personales.

¿En qué apoya o qué justifica el intelectual su esfuerzo por comunicar, por decir? Sólo se me ocurre una respuesta: en su manera de vivir para sus voces, en la elección de un sentido para éstas inscrito en su propia existencia.

Si escribir es monologar, educar implica dialogar: compartir las propias voces.

Al escribir, el intelectual se encierra en sí mismo, y, desde su voluntario encierro, busca abrirse hacia el afuera a través de una comunicación que tiene mucho de monólogo, y que, como todo monólogo, carece de respuesta, al menos de respuesta inmediata. Pero si el intelectual, además de escritor fuese también maestro, si hubiese elegido la enseñanza como vocación, estaría, entonces, obligado a permanecer en contacto inmediato con esos discípulos que lo escuchan y comparten sus voces.

Si escribir es monologar, educar implica dialogar: compartir las propias voces. Sin embargo, escribir y educar pueden también asemejarse. Tanto el escritor que dibuja sus experiencias en voces, como el maestro que educa con sus palabras, aprenden de su esfuerzo, aprenden de una urgencia de coherencia para sus argumentos, aprenden de un requerimiento de humanidad para sus juicios… Ambos utilizan sus palabras como esencial herramienta de su labor. Para los dos se trata de elegir la palabra veraz; verdad del mensaje que merece ser tomado en cuenta: decir lo justo y hacerlo con la entonación necesaria.

Entre la palabra de la escritura, que propende a ser monólogo, y la palabra de la enseñanza, obligada a ser diálogo, existe una voz intermedia: el ensayo literario. El ensayista escribe y se dirige siempre a alguien, comparte sus razones con alguien. Descubre que acaso no exista una mejor razón para escribir que transmitir lo más directamente posible verdades y creencias personales. Entiende que el destino de esas voces por las cuales apuesta es transmitir respuestas que le pertenecen y que —siente, cree— deberían pertenecer también a la mayoría de los hombres.

El ensayo es un género deudor de la soledad y la madurez de un individuo que vive la aventura de vivir como un itinerario donde precisa distinguir sentidos y repuestas. Tal vez el ensayista escriba como una forma de legitimación. ¿En nombre de qué habla el ensayista? En nombre de su intención por comunicar verdades donde intuye íntimas formas de coherencia y humano sentido. De muchas maneras algo parecido sucede con el maestro. También en él su diálogo con el discípulo se apoya en la autenticidad de verdades y respuestas que busca transmitir. La fundamental diferencia entre el maestro y el escritor de ensayos es que en aquél la palabra está obligada a encontrarse con la palabra del estudiante. El destino de la voz del maestro es su inmediata recepción. Y esa recepción comienza en la habilidad del maestro para saber qué preguntar y qué respuestas esperar. Algunas, inesperadas, acaso lo enriquezcan tanto a él como a sus estudiantes. Ni existen preguntas incapaces de respuesta ni existen respuestas absolutamente definitivas o unívocas.

Nunca rutinario, nunca adoctrinador; por el contrario: esfuerzo creativo, vivaz y confidente, el diálogo entre maestro y discípulo es un punto de partida de la acción educadora. Puede poseer diversas formas y apoyarse sobre muy variadas ilustraciones, pero está obligado a sustentarse sobre una mutua confianza. De la parte del discípulo, confianza en su maestro, en la honestidad de sus ideas y en la veracidad de sus voces. De la parte del maestro, confianza en la voluntad del discípulo por escucharlo y entenderlo.

A veces mesurada, en ocasiones enfática, la voz del maestro deberá estimular a ese discípulo que la escucha. Con ella, el maestro se esfuerza por interesarlo, por motivarlo, por convencerlo. Con ella deberá saber manejar los énfasis, el ritmo, los puntos suspensivos; comunicarla a través de una expresión preocupada tanto por lo dicho como por la manera de decirlo. El maestro deberá reconocer una adecuada ilustración para cada referencia y una certera entonación para cada afirmación. Sin embargo, no podría dejar de aceptar la eventual insuficiencia de las voces. Cree en ellas, apuesta por ellas, las respeta, las sabe imprescindibles; pero, igualmente, entiende que nunca lograrán decirlo todo ni serán infalibles. ¿Su principal reto? Comunicarlas certeramente en razón de su oportunidad.

Ningún maestro educa a homogéneas muchedumbres ni a grupos anónimos carentes de rostro. No: educa a personas.

En un determinado momento de su obra escribe Nietzsche: “Sólo existe la noción de responsabilidad, de compromiso en las individualidades. No hay tal cosa en las masas, en las multitudes”. En el caso de la educación, lo dicho por Nietzsche es una verdad absoluta: ningún maestro educa a homogéneas muchedumbres ni a grupos anónimos carentes de rostro. No: educa a personas, comunica humanidad a individualidades con las que comparte razones en las que él mismo cree. Es esa idea de “compartir” la que acerca al maestro y al ensayista. Uno y otro no sólo dicen: se muestran a sí mismos diciendo. Uno y otro entienden sus palabras como centramiento alrededor de una propia lucidez y una propia ética. Uno y otro se legitiman al nombrar aquello por lo que nunca podrían dejar de apostar. Uno y otro sienten que intervienen en el mundo del lado de esas verdades que comunican. Uno y otro saben que se legitiman en sus preguntas y en su búsqueda de necesarias y válidas respuestas.

Imagen adánica de escritores y de maestros empeñados en describir lo ideal y necesario al lado de lo real. Idealismo del escritor e idealismo, también, del maestro, enfrentados al reto de hacer de las palabras elocuente orientación; idealismo como guía, como asidero afirmativo, como recurso.

Rafael Fauquié
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