Héctor
Rosales
El manantial invertido.
5ª ed. aumentada. 16 p.
Colección Las otras voces / Serie Pliegos.
Montebarna Ediciones.
Barcelona, 2003. |
Tal
vez el único tema posible sea el tiempo —me dijo una vez el poeta en
alguno de nuestros diálogos a la distancia. En esto pensaba mientras leía su
más reciente plaquette, una edición de bella factura y aun más bello
contenido.
No recuerdo con exactitud cuándo y en qué circunstancias supe de este poeta
uruguayo radicado en España. Sí sé que ya son más de dos décadas de amistad
postal y ahora cibernética, pobladas por fecundos intercambios de libros,
cartas, mensajes por correo electrónico y archivos adjuntos. El tiempo, el
mismo que nos trae arrugas y fatigas nuevas, también fue dándole a nuestra
relación una progresiva consistencia y acercó nuevos materiales a nuestras
respectivas literaturas. Signo visible de la madurez de Rosales es esta su nueva
edición que aumenta otras anteriores de una de sus colecciones poéticas
esenciales.
Quizás escribimos para exorcizar el tiempo que, parafraseando a Enrique
Molina, nos madura para la muerte. Quizás escribimos por miedo a la muerte. O
para no enloquecer. De todos modos, un raro, difícil, cansador oficio que,
digámoslo con franqueza y sin dramatismo, paga poco y nada y nos exige todo o
casi todo. Imagino en estos poemas, en su elaboración, lo usual: prolongados
esfuerzos de prueba y error, dilatadas vigilias, acumulación de horas que la
razón cree minutos y sobre la cabeza —ahora traigo a colación una de mis
obsesiones— una viga a punto de romperse y caer sobre quien escribe.
Estamos hechos de horas. Los libros que escribimos están hechos de horas.
Las horas, en su avance, adquieren múltiples rostros, diversas formas: nos
empujan hacia el extravío, hacia las sombras (Última frontera), nos
revela nuestra fugacidad, la fugacidad de lo que creemos bello (La cita y el
filo), nos aproxima cierta revelación (Brisa) o confirma nuestra
atávica ignorancia (El novio de la seguridad). Ante el paso de las
horas, nos dice Rosales, es necesario aferrarse al deseo (que devora en un
instante sin poder nunca saciar del todo el hambre, El ansia), a cierta
locura (como la del anticuario, Rehén), a una especie de superstición
literaria (Receta del trébol encendido), en fin, maniobras, artilugios
que permiten, al menos, conciliar el sueño, asegurar —eso sí, con alfileres—
el próximo despertar luego del paréntesis nocturno.
Pero, como bien lo expresa el citado poema Última frontera, la
lucidez del poeta es superior a esos juegos de la mente. Allí, sin vueltas, en
un texto que considero central, núcleo de la obra, está grabado a fuego
nuestro destino, el destino del hombre. Un viaje de progresivo despojo, de
sucesivas pérdidas, un prodigioso extravío que lleva, desconectados los
sistemas, hacia un puerto que es el postrero y del que, nos dice el poeta,
supimos desde siempre, desde cuando jugábamos a ser lo que seríamos luego: Hasta
ese horizonte creímos avanzar... Mas / ahí veo la calle donde jugué cual
niño astronauta.
Este breve escrito apenas si roza la superficie de los ricos materiales que
componen El manantial invertido. Es, simplemente, una invitación a su
lectura. Concluyo con unas líneas ante las cuales experimenté una profunda
emoción porque hablan de cuanto nos ocupa, nos duele y maravilla: Parte la
punta el lápiz en el pulcro papel... / Tú / has dado vuelta la cara y he visto
la herida / del grafo... / Te busca su quebrado mensaje, un bisturí / de madera
sin letras hacia dentro, / hacia el mástil. ¿Escuchas la grieta? / ¿Asumes la
nieve, tus huesos, tu inminente / ausencia en el papel?
Muñiz, Buenos Aires, 3 de agosto de 2003.