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Jorge Gómez Jiménez |
Dos cuentos
Manuel se sube el cierre de la chaqueta y vuelve a caminar en círculos, aplastando la maleza, mientras junta sus manos entumecidas y las sopla con fuerza. La luz del sol comienza a alumbrar sin ganas el peladero, y Manuel mata el tiempo reconociendo los desperdicios del lugar. Juega a esquivarlos a saltitos, intenta entretenerse un rato fabricándoles historias a los envoltorios de dulces, a las colillas de cigarro, a las cajas de vino barato aplanadas. Luego mira una vez más en dirección al muro y aguarda. No tiene reloj, pero sabe que aún falta. Salvo el ruido de algunos camiones que pasan por la carretera, no se escucha ruido alguno, pero él ya está acostumbrado al silencio de esta espera. Aunque su madre no lo comprenda, e insista cada vez con más exasperación en que todo aquello es una pérdida de tiempo. Y ellos no pueden darse el lujo de perder nada más. Se lo repitió esa mañana en un susurro agrio, cuando todavía estaba oscuro y él salió en puntillas de la casa, creyéndola dormida. —¿Ya vas de nuevo, tú? Más que una pregunta, aquello era un reproche. Manuel no quiso contestar. —¿Qué es lo que quieres? ¿Qué te metan adentro, con él? —Quiero verlo. —Te dijeron que no se puede, porfiado. —Quiero verlo, no más. —No se te ocurra hacer ninguna tontera, Manolo. No te metas en líos. —No, mami, no se preocupe. Yo sé lo que hago. Entonces fue ella la que no respondió, porque no había nada más que decir. Manuel no iba a volver a la cama —ni al colegio ni a la cama— y ella no sacaba nada con prohibir ni amenazar. Aunque le pegara iba a ser inútil, porque Manuel era porfiado, y no le tenía miedo a los coscachos. A sus ocho años Manuel era ya duro, igual que su padre. Más allá de la muralla suena un pitazo largo. Manuel voltea y echa a correr hacia la esquina posterior de la gigantesca construcción, donde empiezan las rejas. En la caseta de ingreso un guardia lo mira de reojo, escondiendo la curiosidad tras un rostro inexpresivo, pero Manuel lo ignora y continúa paseándose por la orilla, bordeando la entrada, expectante, sin despegar los ojos del interior del recinto. La última puerta del pabellón izquierdo comienza a abrirse con lentitud, y Manuel se aferra a los barrotes por un segundo, hasta que un movimiento brusco de la metralleta del gendarme lo hace retroceder asustado. Otro pitazo; una voz grave que ordena avanzar resuena en las paredes y hace eco en sus oídos, que laten por la agudeza del frío. Tras la puerta aparece una hilera de hombres caminando lejanos e indiferentes, como si por casualidad fueran pasando por ahí. Pero Manuel sabe que no. La barba y la mirada cabizbaja del penúltimo de la fila, el de pantalones azules desteñidos, lo hace desafiar la metralleta del gendarme para volver a entrecruzar sus dedos sucios en los barrotes de metal frío. El corazón comienza a latirle fuerte. Se encumbra sobre los dedos de los pies; ladea la cabeza tratando de ver algo, una cicatriz en el brazo derecho o el dedo anular sin uña; algo que compense toda la espera, el sueño, el frío de ese día y de todos los demás. Manuel se hace una visera con las manos; el hombre de pantalones azules levanta la vista y se queda mirándolo, sin dejar de avanzar. Y por un instante Manuel cree reconocer en esos ojos negros aquellos otros, los que busca desde hace tantos días; los de pestañas tan tupidas, tan chuzas. Esos que se ven enormes en la fotografía del velador de su madre. Esos que evitaban mirarlo cuando se lo llevaron, aquella madrugada heladísima. Manuel recuerda que se despertó porque tenía los pies congelados. Como ahora. No son. Los ojos de ese hombre, el de barba y pantalones azules, se parecen, pero no son los ojos de su padre, que aquella mañana miraban el piso de tablas superpuestas, estáticos, avergonzándose un poco más cuando debajo de la cama salía una tele, una videocasetera, una parka de esas brillantes, otra radio. A su padre lo sacaron al último, a empujones, entre el llanto de su mamá y el murmullo apagado de los vecinos, que se amontonaban en torno al carro de baliza colorada. El hombre vuelve a bajar la vista y se pierde a lo lejos junto con la fila. Manuel se suelta de la reja y baja los talones lentamente, aguardando ya sin esperanzas, casi por cumplir, a que pase el último hombre de la fila. No. No era. Cuando el segundo gendarme cierra la puerta tras de sí, Manuel da media vuelta, le alza las cejas tristemente al guardia de la caseta, y se mete las manos a los bolsillos, derrotado. El sol ya está alto y quema, menos a Manuel, que vuelve a caminar por el peladero, esta vez en dirección inversa, cabizbajo, botando en un escupitajo el desaliento. Corriendo de a ratos, para tratar de sacarse el frío de encima. Apretando la mandíbula, para no morderse la boca. Tragando de antemano el gustillo salado de la mirada lastimera y burlona con la que su madre va a atormentarlo cuando lo vea caminar taciturno por el pasaje, cuando él mueva la cabeza negativamente y ella le recuerde que se lo dijo, que se lo ha repetido tantas veces, que no saca nada. Que todo es inútil. Un microbús se acerca. Manuel lo hace parar y pide que lo lleven. Se sienta en la última fila, apretando los puños y tragándose las lágrimas. Mirando sin ver a través de la ventana. Rumiando el tiempo en la boca, que se queda estancado. Que sabe a nada.
Besos en la boca a ojos cerrados. Párpados que duelen, recuerdo del llanto. Ella se desaferra y hace como si fuera a hablar, pero. El intento desemboca en mueca. Lágrimas se agolpan en las pupilas. "No llores", susurra él, y le acaricia el pelo, casi paternal, casi como si ella fuera. Pero no. "Pero es que no puedo porque esto es tan", retruca ella, cediendo al sollozo espasmódico. Tan, y él asiente y acerca su cabeza a la de ella, se despeinan, gimen, se salivan al oído. "...es que esto no tendría que haber... ya está, qué le vas a... demasiado... terrible, inhumanidad, cómo soportarlo si tú". Los rasgos de la cara se desfiguran, se contraen, hidratados por lágrimas que no se sabe a quién. "Ten calma, vas a ver que esto... es que tú no comprendes, porque nunca. No me pidas que comprenda, definitivo, y si yo, ya no hay nada que se pueda". "Regala mis cosas", dice él de pronto. Tíralas, quémalas, guarda sólo lo indispensable. "Es que todo", reclama ella, y él niega con la cabeza, será más fácil así, asegura. Lacónico. "Quédate las fotos", dice él. "Esas que tomamos el verano en que". Ella asiente. Suspira. Él la toma de los codos, como cuando. Ella esboza una sonrisa, como si. Con las manos vuelven a acercarse las cabezas, frentes juntas, húmedas. Pasos. Eco. Puerta que se abre. Tiempo. Tiempo más que suficiente como para, decreta el gendarme. Un minuto más, piden ambos. Ella tiembla. El reloj poco a poco. El corazón galopa como si fuera a. Ella le cuelga un rosario al cuello, le acaricia el rostro sabiendo que nunca más. Él la mira con tristeza. Hora de. Besos en la boca, urgentes, pujantes, furiosos. Besos en la boca, dientes que muerden, labios hinchados que comienzan a sangrar; líquido espeso, tibio, que corre barbilla abajo, que se pierde en la barba tupida, que precede y se funde con el grito del gendarme, se les acabó el tiempo, vamos porque. Sangre que anuncia el brazo del cura que se apoya, el perdón de los pecados, la vida eterna. Sangre que prologa el fin de aquella caminata monocorde, definitiva, por las baldosas blancas de aquel pasillo.
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