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Jorge Gómez Jiménez |
Dos textos
Una isla es la tierra que, imprometida, crece sobre el carapacho de una tortuga. Sostenida por cuatro elefantes anfibios que envuelven en burbujas las erosiones, las lanzas y la mansedad anuladora con que pasan los días. Volemos, por sobre este vértice impuro, donde se fracasan, se despeñan, se maltratan, obsesionados estadios de un vientre único, que también se desparrama, tendiendo al horizonte su lengua codiciosa. Dormidos, los hombres se disimulan entre las bestias, como una bestia más. Hay seres desplumados, vestidos en túnicas de plásticos fosforescentes, que recuerdan al humano; y aves en cueros, que sostienen una luna con cintas de piñata. Al mismo cielo de acuarelas feroces, se suspende un sonriente sol de máscara veneciana. Los resplandores que han logrado sobrevivir tras la ventana de una celda, los descendientes de un insomnio parricida, los embriagados espectros de los arcabuces y los cañones, te convidan. Te observan, -mientras les observamos- desde el extremo ajeno de La Bahía. Extraño lugar en el que habitan aún errantes almas españolas, penitentes. Desde allá, el mar parece amurallado y la ciudad goza la libertad concebida para el espacio de un lomo previsible. No hemos podido evitar este viaje de palabras usadas, enjutas, inexactas. Las orgías agonizan. Madrugada desierta. Con un regalo de avenidas calvas y un cementerio amarillo que espera sus muñecas alfileteadas y los cadáveres de tojosas con que se limpia la inmundicia del pretérito y se prepara la buenaventura del amanecer. Nuestra conciencia parte con los dos o tres rezagados traficantes, que vienen barriendo el eco de sus pisadas. Sentimos el olor de tinta fresca de las impresoras y la maledicción de la refinería y sonreímos con un perro extraviado, con la recompensa momentánea de un balbuceo infantil, que arrulla la mar y se le escapa a alguna madre. Y hay veleros que en la bruma rescatan los cándidos abrazos de la noche, entre gentes y gentes, para que no quedemos privados de un descenso a la Tierra. El aire con su aliento perverso, divinamente burlón, corrompido, borracho, va pudriendo la aurora; nos despeina, mientras esperamos, explorando este trillo de piedras estiradas, pulidas, por las nalgas de La Habana Entera, una resurrección. El Almendares ensaya un himno, para tratar de reciclar sus monstruos y echarles a volar por sobre el muro. El cosmos revienta, en estampas imposibles, inatrapables, de este fresco, que es acuario en el que se evita comer pescado en los banquetes y hasta en la tarde hambrienta. Y yo me esfuerzo, me esfuerzo, trato de estar despierto y sorprendido y ridículo, trato de ser inmenso y vulnerable y trato de entregarme, de traerte, de bajar, de oír, de ser. Sólo es intento y que, como ello, valga. Desde el instante escogido y desde el firmamento, saboreamos el muro y observamos atónitos, los despojos de ese plural antipoético, de donde es desterrado tu nombre, y eres un legionario más, que tamborilea con sus espinas sobre el pecho de un Cíclope. Así, va goteando la vida, sin pronunciarte. Así irrumpen las olas, martillando este meridiano particular donde se funden y confunden los seres y las cosas. Desarmado y sin ancla, tiernamente sentado con los pies en el agua, me creo y te cierro la mano y me concibo. Bajemos por la orilla hasta su borde, marchemos mientras podamos rozando los pliegues de seda azul e interminable, velo de novia de la tortuga anclada. Hagamos un poco de silencio, degustemos este caótico equilibrio de alucinaciones, antes del Desembarco, del Fin del Siglo, del Mundo y de esta noche a mitad de camino. Ahora que aún no están, que se demoran, que llegan a sorbos, inofensivamente, ávidos comerciantes, frustrados esgrimistas, católicos anónimos y toda clase de plaga impertinentes. Pósate junto a mí sobre este banco de amoríos, parque de velocípedos, mesa para las radios, ring de querellas mundanas, balcón de despedidas y puerto en que carenan los autos frente a de largas piernas. Aquí desde el Torreón surgen, como de una fuente, los camarones encantados, que silban en cuernos de hojalata despidiendo las balsas fugitivas. La embriaguez confunde barajas y dinero, y se prepara hace decenios, la Batalla. No te desprendas, no estamos aún que a mitad de la historia. Para dosificar penurias y placeres, el mar no tiene derecho a depasar esta frontera, ni compartir con otras costas su salitre de vicios y virtudes. El muro con dientes de arrecife, va masticando las olas y escupiendo gaviotas imprudentes. Y la ciudad, de espaldas, es un estuche que ignora lo que esconde. Vamos gastando la pradera de peñascos, que se protege en las huellas y en los tatuajes que han ido dejando los peces y los hombres y las aves y algún réptil perdido. La madrugada sincroniza los rumores de los postigos y el tintineo de las tazas y nos regala un barco dormido, donde ajustar la brevedad de tu estancia, de la mía. El alba rasga sobre el muro sus vestidos, adentrándose en los poros donde las desnudas e ilegales hijas de la Giraldilla dejan sus zapatos deambuladores, debajo de sus sombras duermen, cobijadas bajo la luz de un faro hecho museo, o restauran, o cristal de lágrima y artificio. La mañana nos deja respirar, nos hace huéspedes. Los barrenderos van secando el sudor de las calles que el torpe cree rocío y limpian las soberbias y van tiñendo de pulcredad las calles largas, entre las grietas del viejo carapacho. Amanece. Erigiéndose frente a nosotros, el pobre Castillo nos provoca. Sin someterse a los ciclones ni a la cólera de las cometas y los papalotes, que tras su mansa actitud de volar sujetos, esconden cuchillas de impaciencia, imploran por el desconsuelo de los que honran su inocencia, y se asquean de la dicha de los que dejan al azar sus carcajadas. Y mientras se hace el día nuevo, desde el trono y la esbeltez de los podios la felicidad siempre llega mañana. Amanece, la vida nos convoca. Mientras, en la brisa pueden fumarse restos de nubes dulces y estupendas y colar un café mundano y preguntarse: ¿en tanto desencuentro, hemos perdido la salvación, es su apariencia tan clara que al llegar la mañana, se disuelve en ella y no la vemos? Cómo ocultar la fortuna, sin lastimarla, evitando el gesto fatal en el que el porvenir deviene amnésico. ¿Dònde se esconde la Osa Mayor cuando inverna o cuida de sus críos? Y otras tantas cuestiones que la brisa se traga. El Malecón se desvanece, se integra a una cierta armonía de retratos, periódicos, y la primera lancha y se desprende la luna, cae -germinará, tal vez de madrugada. Un enrejado muro con orejas envía cartas y bocados de niebla parisina, para que no te pierdas. Puedes ir, yo sin embargo adoro el extravío.
los hechos y personajes de la historia Ella se autoexpulsó de la universidad antes de que se descubriera su falta de talento y se exilió en una ciudad distinguida, donde reinan los ciegos. El tercero se exilió en la palabra divina, en busca de la redención, y poco a poco perdió la fe en los hombres, y luego de su muerte nadie le recordó, ni Dios. Ellos se exiliaron por falta de justicia y fueron a parar en una jaula. Él se escapó de una promesa incumplida y rodó exiliado de todas las promesas. Aquéllos partieron para poder gritar en voz alta sus anhelos y lo hicieron, salvo que siguieron siendo palabras en el viento. Estos, que, ávidos de hermosura, se exiliaron en un rosal del Jardín de los Secretos, y como nadie lo sabía, allí quedaron sin poder descender por miedo a las espinas. Él se exilió de su hogar, hundiéndose en las entrañas de su amante y ella huyó de él por que le lastimaba, exiliándose en el pecho de otro hombre que no la quería. Este se exilió de su sombra para no ser seguido por nada, ni por nadie, y fue tratado de fantasma y exorcizado, perseguido, mutilado, y tuvo que correr a exiliarse en su sombra. Él se refugió del otro lado del espejo, para no tener que mirarse nunca más su horrible aspecto y se creyó al abrigo, pero alguien colocó un imprudente espejo frente al suyo. Estos se exiliaron de su ciudad, por que les aburría y construyeron la misma en otra parte. Aquél que se fue a Martes, exiliado de la rutina, siguió viviéndola, pero en una semana de seis días. Un rico comerciante se exilió en la pobreza, convencido de encontrar la riqueza del alma. Él no se exilió, a él lo exiliaron: su madre, su padre y el gobierno. Ella, abierta a todos, recibió tanto odio, que terminó exiliada en el escepticismo. Ellos nadaron al exilio, clamando Libertad y encontraron una estatua fría, que desde hace siglos le reclama. Todos los ghettos, son una cierta forma de exilio. En un sitio de armonías, los habitantes corrían en masa a exiliarse en la discordia, y en otro sitio en que prevalecían las batallas, la gente no podía salvarse porque desconocían el exilio. Ella se exilió de la vida en un poema y vivió.
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