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Jorge Gómez Jiménez
Editor

Letralia, Tierra de Letras Año V • Nº 94
21 de agosto de 2000
Cagua, Venezuela

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info@letralia.com
La revista de los escritores hispanoamericanos en Internet
Letras de la Tierra de Letras

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Andrés Pérez Domínguez

Subía las escaleras igual que un niño que aprendiera a andar, poniendo un pie en un peldaño para después, eternizando el movimiento, elevar el otro hasta colocarlo en el mismo escalón, a la misma altura del primero, y así muy despacio, repitiendo el mismo movimiento, lento pero sin concederse una tregua, apoyando a regañadientes el bastón que sujetaba con una mano temblorosa, sin dejarse agarrar del brazo por su nieta —después supe que lo era—, que intentaba ayudarlo mientras ascendía por la escalera.

Me costó muy poco alcanzarles, aflojé el paso y casi me detuve dos o tres peldaños por debajo de ellos. No quedaba espacio para poder adelantarlos y ella me miró, como queriendo disculparse. Algo más joven que yo, calculé al instante, aunque no mucho. Tenía los ojos azules, lo recuerdo muy bien, aunque entonces sólo pude verlos un instante, porque volvieron a prestar atención al anciano que intentaba disimular que respiraba con normalidad, cuando en realidad sus pulmones emitían un sonido semejante al de un viejo y gastado fuelle. Aprovechando que estaban de espaldas a mí, la observé sin preocuparme de que sus ojos se cruzasen con los míos: se le adivinaban unas piernas musculosas y un culo rotundo debajo de los vaqueros. Luego, volví a fijarme en el anciano que ahora se dejaba sujetar por el brazo, quizá no le restaban fuerzas para negarse, al tiempo que alzaba la cabeza para ver el tramo de escalera que aún le quedaba por subir.

"Ya casi estamos", oí cómo le susurraba ella. Luego, se hizo a un lado y me indicó con un gesto que los adelantase, pero no quise hacerlo. Mi viaje terminaba en el primer piso, al final de ese tramo de escalera. Lo malo es que después, cuando los vi detenerse justo delante de la puerta de la casa de mi abuela, lamenté no haberlos adelantado, porque no tenía ganas de esperar a que una visita inoportuna me hiciera perder el tiempo, y tampoco me gustaba la idea de pegarle un sablazo a la madre de mi padre delante de unos desconocidos. No se lo había dicho a nadie, pero venía a sangrarle pasta a la vieja, lo hacía de vez en cuando, cuando estaba en apuros, lo que era bastante habitual, cuando ya no tenía otro sitio a donde acudir. Mi abuela nunca rechistaba, nunca preguntaba, nunca me hacía sentirme desalmado. Siempre abría el cajón del mueble viejo del salón, buscaba debajo de los manteles y de las servilletas bordados a mano hasta que daba con la bolsita descolorida donde guardaba los billetes. "No confío en los bancos", decía. "Donde mejor está el dinero es en casa, bien escondido en un lugar seguro". Padecía mi abuela ese miedo atávico a quedarse sin dinero que acostumbran a sufrir las personas mayores cuando apenas les quedan unos pocos años de vida. Supongo que la inseguridad les asalta y tenerlo todo bajo control les hace sentir mejor.

Eran los primeros días de julio, el calor apretaba y había prometido a mi mujer y a los críos que los llevaría unos días a la playa. Pero no tenía recursos suficientes, me habían dejado colgados un par de trabajos y apenas me iba a llegar para poder afrontar el mes en casa, así que me resultaba impensable irnos de vacaciones. Pero aún me quedaba pulsar el último resorte, el que jamás me había dejado en la estacada: mi abuela. En los últimos tres meses, desde que se mudó de casa, sólo la había visitado una vez, ni siquiera la había llamado por teléfono, pero, por alguna razón que nunca he llegado a comprender, siempre fui su nieto preferido, y no recuerdo ninguna vez que no me recibiera con alegría.

Me quedé parado un momento en la escalera sin saber qué hacer mientras la muchacha pulsaba el timbre de la casa de mi abuela. Pensé que no era el mejor momento para entrar, se me ocurrió subir uno o dos pisos más hasta que hubiesen pasado y la puerta se cerrase, pero los vecinos me conocían y no me apetecía dar explicaciones a nadie.

Me rasqué la cabeza un momento, y me di la vuelta, como si se me hubiera olvidado algo importante. Ya había puesto el pie en el primer peldaño cuando oí que mi abuela me llamaba.

—Qué alegría —dijo—. Pero si está aquí mi nieto.

La joven se hizo a un lado para que mi abuela pudiera verme. El anciano se apoyaba en el bastón que oscilaba igual que un péndulo colgado al revés, sobre la punta clavada en el suelo, al compás de la falta de pulso de su mano.

No tenía escapatoria, me acerqué a la puerta y le di un abrazo a mi abuela. "Mi niño, qué alegría". Me brindó una sarta de besos en la mejilla que me hicieron sonrojar, no tanto por los sinceros gestos de afecto como por la certeza de saber que la joven de los ojos azules no nos quitaba ojo de encima.

Me aparté un poco y, mirando a la pareja de visitantes, traté de disculparme:

—Pasaba por aquí y he venido a verte, pero como he visto que tenías visita he pensado que lo mejor sería dar una vuelta y venir dentro de un rato.

—No te preocupes —contestó mirándolos a ellos, sin perder el brillo en la mirada—. Estaremos en familia —dijo esto y me soltó para darle un largo beso en la mejilla a la mujer y repetir el mismo gesto con el hombre, más largo aún si cabe, más intenso, más profundo. He de confesar que me sentí un poco desconcertado: estaba acostumbrado a presenciar las demostraciones de cariño de mi abuela conmigo, con mis hijos, incluso con mi mujer, obraba como muchas personas mayores que siempre me han parecido excesivamente cariñosas, incluso empalagosas, sonriendo a todas horas, regalando una dulce voz acompañada casi siempre de cachetes o caricias en las manos o en los brazos, pero me chocaba verla besando la mejilla de un hombre tan mayor como ella y darme cuenta de que sentía una profunda conmoción al hacerlo, porque acaso yo fui el único que me di cuenta, pero a mi abuela le temblaban las manos y la voz, y sus ojos estaban a punto de llenarse de lágrimas.

Agarró por el brazo al hombre, en quien ahora no aprecié el menor intento de zafarse del apoyo que le brindaba mi abuela, mientras la acompañaba al salón, después de haberse despojado del sombrero que en este momento sostenía, en elegante ademán, a la altura del vientre. Parecía un personaje sacado de una imagen en sepia de principios de siglo, a pesar de sus años me pareció distinguir en él ciertas dosis de vanidad en la vestimenta, en los gestos, cuando se sentó en la silla que mi abuela había preparado para la ocasión, frente al mantel de hilo, apoyando una mano en la cabeza del bastón que bajaba hasta cruzar entre las piernas huesudas que se adivinaban bajo el fino pantalón inmaculadamente planchado que llevaba puesto, sin quitarse la chaqueta a pesar del calor, sin duda una exquisita educación apuntalada a lo largo de casi un siglo le impedía despojarse de ella, máxime cuando se encontraba en presencia de unos extraños, invitado en una casa ajena.

Su nieta se sentó junto a él y acarició el dorso de su mano con la palma de la suya.

Yo me levanté con el pretexto de ayudar a mi abuela y fui a la cocina.

—Si quieres voy a dar una vuelta, puedo volver más tarde —le susurré mientras cogía la bandeja con las tazas.

Ella puso una mano sobre mi hombro y replicó en voz alta:

—No digas tonterías, además, no pensarás marcharte ahora que voy a sacar un plato con pastas.

—Está bien —respondí con resignación fingida.

No había duda de que para mi abuela estaba claro el verdadero propósito de mi visita, sobre todo a primero de mes, con el verano encima y la paga recién cobrada, pero estaba seguro de que no haría o diría nada que me hiciera sentir culpable o mezquino. No tenía dudas acerca de su prudencia o de su silencio respecto a mi situación delante de personas extrañas. Quizá luego, cuando nos quedáramos solos, me animaría a buscar un trabajo estable, algo serio con lo que poder obtener una mínima estabilidad para los críos, sobre todo para el mayor, que estaba a punto de entrar en el colegio. Un trabajo en un banco, en una oficina, cualquier cosa mejor que eso de pintar cuadros por encargo que apenas da para malvivir, porque con el arte no se come si no eres un fuera de serie, eso te lo he dicho siempre. Porque tu mujer, la pobre, bastante tiene con cuidar de los dos niños, ¿te parece poco trabajo ése? Además, con lo que tú vales, seguro que encuentras un trabajito bueno en cuanto te lo propongas.

Me diría algo así, y después abriría el cajón y sacaría veinte o quizá veinticinco mil duros para que sus bisnietos no tuvieran que pasar el mes de julio en la ciudad, que por ella no iba a quedar, todo lo que pueda darte es poco para los niños, con la ola de calor que se avecina, si lo dicen en la tele a todas horas.

Cuando me senté con ellos y tomé el primer sorbo de café sentí una leve punzada de culpabilidad, pero traté de evitar esa angustiosa sensación mirando de soslayo el cajón del mueble donde mi abuela acostumbraba a guardar sus ahorros. He de confesar que sentí miedo de estar empezando a ablandarme: de repente me acordé de un amigo que pocos días antes me había contado que se le saltaron las lágrimas viendo a unos refugiados por televisión. Me sorprendió porque hasta entonces había pensado que era un tipo impermeable, como yo mismo, alguien capaz de barnizarse con una capa de insensibilidad que lo aislara de los problemas ajenos, bastante tenemos ya con los nuestros. "No sé, chico", me explicó, "estaba viendo el telediario a la hora de comer y se me hizo un nudo en la garganta, hasta perdí el apetito". Al principio creí que me estaba vacilando, pero cuando después me contó que anotó el número de la cuenta que apareció en la pantalla para colaborar con una ONG tuve que rendirme a la evidencia.

Supuse que tendría sus motivos, pero no acabo de entenderlo, sobre todo cuando su estabilidad financiera es muy similar a la mía, en fin, de eso mejor no hablar...

—Tú eres un artista —se quejaba—. Me sorprende que puedas mostrarte tan insensible.

—Qué va —mentí—. Pura fachada, la procesión la llevo por dentro, te lo aseguro.

Me dispuse a olvidarme de todo contemplando los labios de la muchacha que estaba sentada justo enfrente de mí, pero desvié los ojos a su izquierda, al lugar en el que estaba sentado su abuelo, porque había empezado a hablar y el tono de su voz era tan firme, tan grave y tan sereno que no parecía brotar de un cuerpo tan gastado como el suyo, sino de alguien mucho más joven.

—Me alegro mucho de haberla encontrado antes de morirme... —hizo una pausa y en ese momento mis ojos se cruzaron con los de su nieta que enseguida los bajó para soslayar la mirada cariñosamente hacia donde estaba sentado su abuelo—. Tenemos que darle las gracias a mi nieta, de no ser por ella usted se habría quedado con la duda de lo que pasó, y yo me habría muerto con el sinsabor de no haber cumplido la promesa que le hice a un amigo.

Mi abuela le tomó una mano entre las suyas.

—No puede hacerse una idea de lo que me alegro.

—Me lo figuro —dijo el anciano al tiempo que soltaba la mano derecha de la caricia de su nieta para introducirla en el bolsillo de la chaqueta y sacar una caja blanca pequeña, de cartón, sellada con un trozo de papel adhesivo. La colocó sobre la mesa con delicadeza extrema y añadió—. Me ha acompañado a todos sitios durante más de sesenta años, y ahora por fin, después de tanto tiempo, el viaje ha terminado, para ella y para mí.

—No digas eso, abuelo —lo interrumpió su nieta.

El viejo la agarró de la mano y sonrió, con tranquila inexpresividad, pero no dijo nada.

—Puede abrirla —se dirigió a mi abuela—, es para usted, es suya, siempre lo ha sido, las circunstancias me han hecho un mero depositario de esta prenda, pero nada más, mi misión termina aquí, le pertenece por completo.

Mi abuela la cogió con las dos manos temblorosas, despegó el papel adhesivo y la abrió muy despacio, como quien teme ser deslumbrado al abrir un tesoro.

Dentro había un pañuelo descolorido por el paso de los años, con unas iniciales bordadas. Mi abuela lo agarró con fuerza al verlo, lo apretó contra su mejilla y entonces me di cuenta de que tenía la cara bañada en lágrimas.

El anciano, respetuoso, desvió la mirada al suelo. Su nieta apoyó una mano consoladora sobre su hombro y yo hice lo propio con mi abuela. No tenía ni idea de lo que estaba pasando, pero no se me ocurrió nada mejor que hacer.

—Su marido fue un gran hombre —añadió el anciano con los ojos perdidos en algún lugar del suelo, girando muy despacio el bastón contra la palma de su mano. Éramos muy amigos, como dos hermanos, es una pena que acabaran con su vida, era tan joven...

Acabar con su vida. Tan joven.

Mi abuela continuaba sollozando, con el pañuelo todavía entre las manos, asintiendo muy despacio con la cabeza.

—Pasamos tres meses juntos compartiendo la tristeza del encierro, estábamos convencidos de que la guerra no duraría mucho, pero ninguno sospechaba lo equivocados que estábamos. Una mañana se lo llevaron para fusilarlo, pero de algún modo se las arregló para que lo dejaran volver un momento a la celda. Entonces me dio este pañuelo para que se lo entregara a su esposa, me miró muy fijo y me hizo prometer que lo haría. Yo estuve preso hasta después de la guerra, cuando salí no pude encontrar el más mínimo rastro de usted, imaginé que habría muerto, o que se había cambiado el nombre. Mi nieta la ha encontrado por casualidad, me ha dicho que ha pasado muchos años en el extranjero.

—Así es...

En el extranjero. Mi abuela en el extranjero.

—Bueno —continuó el anciano—. El caso es que ahora puedo morir en paz.

Su nieta sonreía resignada al tiempo que negaba con la cabeza. Debía de ser un viejo muy tozudo.

—Yo también —le aseguró mi abuela. Luego, le dedicó una amplia sonrisa y añadió—. Pero ninguno de los dos va a morir, al menos hasta dentro de muchos años...

El anciano se encogió de hombros y sonrió indiferente, como si en realidad no le importase en absoluto vivir o morir.

Todavía se quedaron en casa de mi abuela un rato, hablando de la guerra y de los tiempos tan duros que vinieron después.

Yo busqué la mirada de mi abuela dos o tres veces, pero no conseguí ninguna aclaración. Resolví que lo mejor era callarme y esperar a que se fueran. Estaba convencido, no podía ser de otro modo, de que mi abuela me ofrecería una explicación coherente sobre lo que habían estado hablando.

Los dos ancianos se fundieron en un largo e intenso abrazo al despedirse: los gestos de las personas mayores suelen estar afectados de efusividad, tal vez porque cualquiera de las veces puede ser la última, porque cualquier abrazo o cualquier beso puede ser el último de todos ellos.

Aún permaneció mi abuela unos minutos en el umbral, mientras el anciano bajaba las escaleras tan despacio como yo lo había visto subirlas un rato antes, apoyando un pie junto al otro en cada peldaño, zafándose de la mano de su nieta que intentaba prestarle ayuda.

Desde la ventana los vi cruzar la calle, se pararon un instante para mirar el edificio antes de desaparecer tras la esquina. Mi abuela había cerrado la puerta sin que me diera cuenta y me hablaba mientras recogía las tazas y el plato con las migajas de las pastas.

—He tenido que hacerlo, espero que no pienses que soy una vieja embustera.

No me volví, miré el reflejo de su imagen que me llegaba desde el cristal de la ventana. Cambiaba las tazas de sitio, las ponía en la bandeja y, nerviosa, las volvía a colocar sobre el mantel. El pelo blanco, pulcramente recogido en un moño presentaba un leve tinte azulado. La imaginé esa mañana encaminándose a la peluquería para recibir la visita de aquel anciano y su nieta.

—La muchacha llamó ayer por la tarde. Estaba muy ansiosa por hablar con la dueña de la casa. Le dije que era yo y se puso tan contenta que, antes de darme tiempo a decirle que no era yo a quien buscaba, sino a la antigua propietaria de la casa, me contó que su abuelo tenía guardado un pañuelo para mí desde el año treinta y seis, que se alegraba mucho de por fin haber dado conmigo, porque el hombre estaba convencido de que le quedaba muy poco tiempo de vida, ya ves, si sólo tiene ochenta y nueve, apenas tres más que yo. No fui capaz de decirle que no era yo a quien buscaba, ¿me entiendes? Los de Telefónica aún no han puesto el número a mi nombre, en la guía aún aparece el de la antigua propietaria de la casa.

Apoyé la frente sobre el cristal.

—Ha sido sólo una mentirijilla piadosa, ya lo has oído, así el pobre hombre podrá morir en paz, ¿no merece la pena mentir por eso? Hubiera sido muy injusto por mi parte decir la verdad.

Guardó silencio mientras llevaba la bandeja a la cocina. Yo seguí mirando por la ventana, con las manos metidas en los bolsillos del pantalón, sin saber qué decir. Después, el reflejo en el vidrio de la ventana me la devolvió abriendo el cajón del viejo mueble donde guardaba el dinero.

Aún estaba llorando, sin duda creía que no la estaba viendo, mientras contaba muy despacio los billetes. Entonces, no sé por qué razón, me acordé de mi amigo al que se le habían saltado las lágrimas cuando vio el drama de los refugiados por televisión. Sin sacar las manos de los bolsillos cerré los puños tan fuerte que me crujieron los huesos, sentía tanto asco de mí mismo que me entraron ganas de tirarme por la ventana.

—¿Y los niños? —me preguntó—. ¿Cómo están los niños?


       

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