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Letralia, Tierra de Letras Año V • Nº 94
21 de agosto de 2000
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Entorno de la sangre

Gustavo Aréchiga Gómez

Miré el reloj con los ojos entrecerrados: 12:53 pm. Varios sobrevolaban la esquina, mientras mi cuerpo semidespierto se alborotaba de trance entre insomnio y sueño. Los sentía cerca, casi escupiéndome el aire de sus fauces cuando se inclinaban hacia mí. Unos me tocaban la oreja, otros copulaban encimados al lado de mi almohada y la mayoría me miraban alejándose y volviendo de regreso continuamente. Como una orgía de diablos me estuvieron fastidiando las primeras horas de la noche. Estos monstruos negros terminaron por absorberme la existencia nocturna y el maldito sueño que ya no podía conciliar. Mientras, Silvia seguía profundamente dormida, tierna, sin inmutarse del diluvio de vampiros que se nos venía encima y con media pantorrilla fuera de las sábanas: ese territorio de carne suave empezaba a ser presa fácil de los demonios alados que se obstinaban en mancillar nuestra epidermis. Entre la oscuridad de la habitación me percaté de que sólo las hembras se abalanzaban sobre la firme pantorrilla de Silvia y con sus delgadas pero punzantes bocas le empezaban a succionar la sangre por doquier. En cambio, los machos sólo rondaban la habitación, saltaban entre los muebles y cruzaban agitando sus alas de un lado a otro. Unos cuantos de ellos destinaban sus esfuerzos a secar la naranja que no me había comido desde la mañana.

Silvia se movió como espantándose los vampiros y con este cambio repentino la sábana se le recorrió hasta el muslo de la pierna derecha, ellas se movieron como perras hambrientas para succionar la sangre de la nueva estepa de piel blanca. Yo no podía hacer nada, mi táctica inmunológica consistía en cubrirme perfectamente todo el cuerpo con las cobijas. Sabía perfectamente que cualquier movimiento, cualquier respiración prolongada y ruidosa iba a causar efectos violentos en las mentes de ellas: prostitutas del aire, títeres de la sangre. Algo tenía que hacer. Silvia dormida, tal vez empezaría a secarse por dentro, hasta que ellas privaran completamente a la conciencia. Ellos se acabarían la naranja y con hambre de glucosa empezarían a husmear por aquí y allá hasta toparse con el frutero o el refrigerador. Estos dragones difíciles de espantar acabarían por destrozarnos nuestros cuerpos desnudos.

...Afuera, la charca de donde emanaron casi por obra de magia y espiritismo permanecía desprendiendo demonios. Las lluvias de septiembre se habían estancado entre el cemento resquebrajado que formaba una pequeña laguna de agua estancada. Las raíces del pino contiguo se habían encargado de corromper, con el tiempo, la banqueta ahora derruida. Ya lo sabía, antes de comprar la casa le dije a Silvia que el pino ahora pequeño sería con los años y las lluvias un homicida de losetas asfálticas. Pero ella no me hizo caso. Le gustaba la rusticidad y sencillez de la casa que nos ofrecían. La puerta de madera apolillada le daba un toque antiguo a la fachada de ladrillo aparente y adobe color café. A todo esto, la ventana de nuestro cuarto daba a las afueras de la banqueta, de modo que el pino rozaba con sus ramas verdes los cristales de nuestra habitación. Justo debajo de la ventana se situaba la charca estancada de donde los vampiros resucitaban a la vida, vida que no era más que adentrarse por cualquier fisura de las puertas para succionar, para andar ellos y ellas de ladrones de flujos sanguíneos nuestros, de los vecinos, y en definitiva, de la ciudad completa. Los mosquiteros nunca sirvieron.

Me empezaron las hembras a besar el rostro como tanteándome los yacimientos de sangre fresca. Primero una se paró sobre mi frente, a lo que yo me concreté a espantarla con un leve movimiento de cabeza, pues tampoco quería que las demás se enteraran de la existencia de otro mortal en la habitación. Pero fue inevitable: a los pocos segundos tenía a las brujas encima de mí, la plaga de hembras se dejó venir sobre mis mejillas y el cuello, los párpados, el mentón y el nido de las orejas. Toda mi cara fue alimento de ellas. Tal vez ya le habían dejado la pierna seca a Silvia; gangrenada y podrida su piel blanca desnuda. Me revolcaba en la cama para espantarme la peste volátil del rostro, pero nada podía. Si intentaba taparme la piel de la cara con las sábanas corría el riesgo de recorrerlas unos diez o quince centímetros, a lo que correspondía, como consecuencia, que mis pies quedaran también desprovistos de protección. Luego, las otras hembras que rondaban también se dirigirían hacia la superficie cutánea de mis dedos, y empezaría ya el ritual de gangrenación completa de mi cuerpo. Nada podía. Nada.

Cuando uno tiene un sentimiento corre el riesgo de hacerse títere, de hacer y moverse hacia donde el sentimiento le plazca; callarse, gritar, follar, matar... Eso es lo que pasaba conmigo: ver a Silvia dormitando con los párpados cerrados y el cabello negro era como tener la salvación a escasos centímetros de mi cuerpo; o no la salvación, porque las harpías devorarían gota a gota mis sangres, pero sí una muerte tranquila al lado de lo que más quería. Entonces ese sentimiento me impulsó a moverme completamente hacia ella, quedando mi espalda desnuda expuesta a las vejaciones de las hembras voladoras, pero ya estaba junto a Silvia. Me abracé fuerte de ella y le puse un beso en la mejilla ahora gangrenada. Sentí cómo un hormiguero me punzaba en las costillas, y en la nuca. Y un sueño, un leve sopor en los ojos (o tal vez el dolor extremo de los piquetes y las succiones) me empezó a rondar los pensamientos.

Cuando amaneció me rasqué la nuca y las piernas. Silvia hizo lo mismo con su cuello blanco y la pantorilla desnuda. Entonces cerré la ventana que daba a la charca en donde los zancudos revoloteaban desesperados.


       

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