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Jorge Gómez Jiménez |
Circuitos parafernálicos Nadie nunca creyó aquella teoría, anterior a cualquier desarrollo de la electrónica, según la cual las distintas funciones mecánicas de los equipos eléctricos eran desarrolladas por pequeños seres (gremlins, gnomos) que habitaban en todos los elementos domésticos. Era así como un fonógrafo no era más que un aparato que transformaba las curvas de nivel (invisibles para nosotros) en un sistema braille que el pequeño liliputiense (recordando los pequeños de los viajes de Gulliver según Swift) era capaz de descifrar como una partitura musical, la cual orquestaba con otros tantos como él ubicados en un espacio poco agradable, con forma de concha, de modo que el sonido reverberara y así todos los sonidos llevados a cabo por instrumentos respectivamente diminutos se harían fácilmente audibles para los seres humanos. Un sistema similar ocurría con el teléfono. Desde la invención del telégrafo, última invención que no requería de estos ínfimos ayudantes, se propuso enseñarles a los enanitos a interpretar estos puntos y rayas, dándoles de este modo un trabajo de tiempo completo y evitando la molesta visita al telégrafo, donde otro ser humano (y éste hecho es muy importante) se enteraba de todo lo que nos decían. Puede que viéndolo desde el punto de vista de la globalización actual esto no sea grave pues hay mucha gente que escribe y recibe de estos mensajes como para que un simple operario de telégrafo, de entre los miles que han de haber, sea capaz de enterarse de suficientes datos de la vida de una persona en especial como para que alguien se incomode, o se le haga desagradable. Sin embargo, por allá por los años 50 (mil ochocientos cincuenta, claro) este era un verdadero inconveniente. No existía nada más desagradable que ser la víctima de la siguiente conversación al llegar donde el operario del telégrafo (que por entonces era siempre el mismo): —Señor Pérez, ¿cómo ha estado? —Bien, señor Domínguez, muy bien —corta pausa—. Venía a pedirle que me mandara este men... —Sí, claro. Para su hijo, el que está trabajando fuera, ¿cierto? —interrumpe. —Sí, para él. Bueno, aquí va... —Seguramente le va a preguntar sobre el estado de su nuera, la que estaba enferma de gripe, ¿no es así? —interrumpe de nuevo. —Sí, pero vamos con el mensaje. —Claro. Pero no olvide que la vez pasada le dijo que no le mandara mensajes pendejos, que no tenía tiempo para estar contestando a todas sus ridiculeces. —Ya sé, pero esto no es ninguna ridiculez —enojado. —¡Claro que no! Porque es casi seguro que lo que pasa no es una gripe, sino que su nuera va a dar a luz a su nietecito. —Eso mismo creo yo —mejorando el humor. —Sin embargo eso sería preocupante. —¿Qué dice? —¿No recuerda, acaso, que su hijo salió desde hace casi un año hasta hace pocos meses, por aquello del nuevo empleo? —¿Y eso qué tiene que ver? —No, nada. Aunque entonces implica que es muy rápido, porque nunca estuvo por allá más de un par de horas, ¿no me diga que olvidó cuando le escribió que apenas y veía a su esposa? —Sí... sí... —pensativo. —Y, además, como el casanova ese del Urrutia estaba por allá... No ve que le escribió a doña Rosa, y recuerde que ese fue enamorado de su nuera. —¿Qué insinúa usted? —enfurecido nuevamente. —Nada que no haya sido telegrafiado. Y por si este ejemplo fuese poco, aquí les tengo otro que también llegó a incomodar a más de un caballero. Eran las dos de la mañana y el empleado de turno recibía el siguiente mensaje:
S.O.S. Niño resbala techo <punto> En su cansancio habitual, el operario recibió los ruidos largos y cortos, y tras pensar un momento sobre ellos, resolvió responder.
Señora de Cabal <punto> Casos como los antes relatados llevaron a un famoso trabajador y diplomático norteamericano, Alexander Graham Bell, a realizar una serie de acuerdos con los pequeños individuos para que éstos aceptasen ese trabajo, a cambio de ser mantenidos por las compañías (formadas años más tarde) telefónicas, que por entonces no existían, pero que eran suplidas por las de telégrafos. Fue así como, tras el pacto, les enseñó a ellos el código Morse y les diseñó unos minúsculos telégrafos para sus minúsculas manitas. Incluyó además una campana que ellos pudieran tocar cada vez que llegaba un mensaje telegráfico, indicando así que debían acercarse a escucharlo. Se volvieron tan hábiles los enanitos, que no demoraban nada en traducir de Morse al idioma convencional y viceversa. De este modo, eran los enanos quienes se enteraban de todo, pero como no les importaba lo más mínimo la aburrida vida de los humanos, nunca fue un percance. Aunque, claro, eso sí, había momentos en los que se ponían a usar el telégrafo entre los dos enanitos, dejando inservible, por así decirlo, el aparato por un buen tiempo. Este problema fue solucionado rápidamente por los líderes sindicales de las empresas telefónicas, quienes convinieron gran variedad de puntos con los enanos telefonistas. Sin embargo, es reconocido que cada vez que el teléfono actual (que no funciona vía operadora) no da tono, es porque el enano de turno está en su hora de almuerzo, salió a dar una vuelta o está de huelga, ya que, al igual que muchos funcionarios públicos, esta es parte esencial de su labor. Bueno, pero retomemos a esos pequeños individuos, enanos para el común de la gente, y exaltemos su difícil labor. No imagina usted, hombre de la era electrónica, todo lo que estos enanos hacen día a día en los lugares menos pensados de su hogar. Por ejemplo, ¿sabe usted qué es lo que hace que la ropa salga limpia de la lavadora? No, no es ese giro que usted observa, mezclado con agua y jabón. Eso es sólo el enjuague de las prendas. Seguramente usted ha visto que en el interior de la lavadora hay un montón de agujeros, que seguro pensó eran para que saliera el agua pues para eso también son, que albergan varios enanitos que recogen las partes sucias de la ropa y la restriegan. Su labor es en general muy buena, pero hay veces que ni siquiera ellos son capaces de acabar con la mugre. Y, ¿qué me dice usted de cuando se avería la máquina? Claro que se debe a que usted echa demasiada ropa, lo único distinto es que son los enanos quienes zafan uno que otro tornillo, tuerca o demás, con tal de evitar el martirio de lavar tanta ropa. Si no lo cree, haga usted la labor y verá como tira la toalla. Y si eso no la ha convencido, le haré la pregunta de oro, la que personalmente me convenció, al leer la teoría, que como ya dije, nunca fue aceptada por los círculos científicos, si lo hubieran hecho, la ciencia habría perdido toda la credibilidad. ¿Sabe usted cómo funciona el control remoto de los televisores? No. Pues claro que no lo sabe, ya que usted jamás oyó esta teoría. Si usted se fija con cuidado, verá que cualquier clase de control remoto tiene un espacio (que parece un pequeño bombillo, o un vidrio polarizado) por la parte delantera, y que su usted lo cubre con su mano, convierte en inútil su control a distancia. Resulta que en ese espacio hay un enano que descifra las cosas que usted desea al oprimir los botones y hace unas señales de banderas (rojas, obviamente) y que brillan de cierto modo dependiendo del mensaje. El otro enano, que habita el televisor, recibe los mensajes y le comenta a los miles de enanos encargados del manejo de los cuadros (que funcionan como los que levantan carteles en los partidos de fútbol. Sí, esos que los cambian y parece que se movieran) para que cambien la imagen, que les llega a ellos como una interpretación que hace el telégrafo del televisor. Como se puede deducir, ellos tienen un lenguaje muy avanzado para esta comunicación, evitando de este modo cualquier problema de igualdad entre lo que proyectan dos televisores distintos. Y eso no es todo lo que estos enanitos han hecho y seguirán haciendo por nosotros. De cualquier forma, son ellos mismos quienes, al saber que yo había desempolvado la vieja teoría, vinieron a mí a pedirme que realizara este informe, por una razón muy simple: la electrónica los estaba desplazando. Tal como le pasó al trabajador raso durante la revolución industrial, miles de enanos han sido jubilados o despedidos, gracias al desarrollo moderno de la ciencia de la electrónica. No le parecerá a usted todo tan agradable, cuando vea salir de su viejo equipo de televisión un enanito viejo y cansado, que ya no podía levantar rápido los tablones de varios colores y se limitaba a usar unos muy opacos todo el tiempo, o a simular una especie de lluvia a punta de grises. Y qué me dice cuando una enanita salga con sus pequeñas hijitas de los parlantes de su equipo de sonido, pues ya no necesita de sus dulces voces. Le digo sinceramente que todo esto que he expuesto está más que demostrado. La electrónica ha causado el mayor desempleo en los enanitos que jamás haya visto en todo lo que llevo de vida. Y ahora, con mucha tristeza, les diré que lo último que vi, y llenó mi corazón con un dolor inexplicable, fue cuando uno de esos enanitos, cansado y aburrido de la vida, se suicidó ahorcándose de un ojal de mi gabardina. Espero que las grandes compañías de electrónicos sepan de este hecho y creen una especie de fondo de pensiones para estos duros trabajadores que han hecho parte de nuestras vidas. Estoy seguro de que los escritores de este siglo hubiesen hecho lo mismo que yo, si se hubieran enterado de quiénes eran los que permitían mantener encendidas las luces nocturnas que acompañaban sus ratos de aburrimiento e inspiración. Si hubiesen descubierto en sus fonógrafos las melodiosas voces explotadas, y si hubieran encontrado, en su auricular, uno de estos enanitos, susurrándoles al oído las tiernas palabras de la persona amada que se hallaba distante. Cumpliendo con mi labor, y esperando que esta suplica no quede sin respuesta y estos enanos recuperen el gran nivel que Swift les entregó, que disimuladamente Peyo les azuló, y que Padrón les caricaturizó en sus actividades diarias, me despido seguro de que con ustedes nunca quedará frustrado mi sueño de ver a los enanos y humanos juntos en una mesa como iguales, compartiendo las migajas de pan y un par de granos de arroz, con un dedal de agua o una gran nuez de plato fuerte. Y reír, como nunca antes lo hemos hecho, con nuestros diminutos compañeros de la edad eléctrica, desplazados por aquello que ellos denominan como "circuitos parafernálicos".
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