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Epístolas a Séneca (VIII)
Tópicos y lugares comunes

jueves 24 de enero de 2019
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“Autorretrato: Bostezando” (detalle), por Joseph Ducreux (1735-1802)
“Autorretrato: Bostezando” (detalle), por Joseph Ducreux (1735-1802)
Para dirigirse a casa de Metronacte se ha de pasar, como sabes, por delante del teatro de Nápoles. Éste se halla repleto de público y en él se decide con gran entusiasmo quién es un buen flautista; el trompeta griego y el heraldo tienen asimismo su auditorio. En cambio, en aquel otro lugar donde se investigan las cualidades del hombre de bien, donde se aprende a serlo, son poquísimos los que toman asiento y éstos dan la impresión al vulgo de no tener ningún cometido bueno que realizar; se les clasifica de torpes e indolentes.1

Hace algún tiempo, querido Séneca, compañeros y conocidos, al saber de mi nueva situación de hombre libre, de jubilado, rude donatus, me enviaban, de vez en cuando, mensajes por el móvil para recomendarme esta u otra novela, o esta y la otra serie televisiva. Imaginaban que, con todo el día libre, me iba a aburrir mucho. Trataban de aliviar mis probables y futuros bostezos con recomendaciones. Y quiero pensar que lo hacían con toda la buena intención del mundo; como tal les correspondí. No leyendo, desde luego, ni viendo lo que me recomendaban, sino contestando a sus mensajes o cartas. No hacerlo me parece una falta de respeto y de educación. Y que cada cual piense lo que le venga en gana. Sí, la educación es un convencionalismo, y la cultura también. Yo, que soy muy convencional, y trato de ser educado, contesto a los mensajes y a las cartas.

No es algo nuevo que suceda ahora. Cuando era joven y pobre, nunca se me ocurrió ir a una biblioteca pública, leía a un ritmo mayor que la capacidad que tenía para comprar libros. Algunas veces, pues, recurrí a algún que otro amigo o conocido, que me prestaba algún libro, recién comprado, y que, según él, era más o menos de lectura obligatoria, cuando no esencial. A menudo, cerraba el libro sin haber conseguido dar con el meollo, con aquello que hacía imprescindible aquella lectura. Ahora bien, esos libros prestados tenían su encanto: estaban subrayados, y a veces anotados, por la persona que me los había prestado. Leyendo con detenimiento aquellos subrayados y aquellas notas, me hice la ilusión de comprender mejor a mis amigos, parientes y conocidos. Me sorprendió alguna que otra vez, en alguna reunión, oír por boca de ellos, lo que yo intuía que iban a responder. De vez en cuando, sin embargo, me sorprendían. Y más a menudo pensaba yo que mis previsiones había que tomarlas con mucha precaución: de vez en cuando el ser humano es imprevisible. Y de vez en cuando, tal vez demasiado a menudo, se mueve por tópicos y lugares comunes. Ahora bien, peliagudo es determinar, en ocasiones, cuándo va a tirar por un derrotero o por el otro.

Yo, querido Séneca, estoy seguro de no haberme aburrido nunca. Pero me canso, naturalmente.

Es un lugar común, o, al menos me cansé de oírlo, que los jubilados se aburren, que, terminada su vida laboral, entran en una especie de depresión al percatarse de que ya no son útiles a la sociedad, de que no sirven más que para demandar su pensión y medicinas gratuitas, a lo cual se oponen algunos gobiernos con toda su fiereza. Tal vez se deprimieran en algún tiempo más o menos lejano. Hoy en día alguna que otra familia, muchas, dadas las políticas económicas de unos y otros, dependen de los abuelos, de los jubilados. Algunos sostienen a hijos y nueras, o viceversa, con sus magras pensiones. Y otros, la mayoría, vuelven a los colegios, como cuando eran niños, aunque ahora van a recoger a los nietos, pues, para poder sobrevivir la familia, tiene que trabajar el padre, la madre y hasta el perro o el gato, si lo hay en la casa.

Hay una frase de Baltasar Gracián que nunca me canso de repetir: “El que se burla tal vez se confiesa”.2 Teniéndola en mente, pensaba cuánto se tiene que aburrir el personal para meter a todos los jubilados en el mismo cajón, el del susodicho aburrimiento.

El diccionario de María Moliner define aburrir como “cansar una cosa a alguien que la oye o ve, porque no le divierte o no le interesa”. Como el mismo diccionario señala, la palabra proviene del latín, de abhorrere, es decir, se define así a aquella persona que no “tiene ninguna disposición favorable para hacer algo, ser refractario a”.3

Sin duda se ha debido de tildar así a todos esos jubilados que, tarde tras tarde, sentados frente a frente, pasan las horas jugando a las cartas, o a la petanca, o, más triste todavía, ocupando un banco en cualquier parque donde, con el mentón sobre las manos, y éste sobre el cayado, parece que se siente la tristeza en lugar suyo, la desidia y las ganas de morirse. Ahora bien, creo que no solamente se aburren estas personas.

Yo, querido Séneca, estoy seguro de no haberme aburrido nunca. Pero me canso, naturalmente. Incluso haciendo lo que más me gusta. Al cabo de largas horas de estudio o lectura, cada vez más horas, noto el cansancio, y es en ese momento cuando necesito divertirme, es decir, cambiar de ocupación, cosa que hasta tú mismo recomiendas.4 Y entonces, ¿por qué no?, movido por una especie de morbo, de indagar y saber sobre las personas, recurro a las series o a los libros que algunos conocidos, con toda la buena intención del mundo, me han recomendado. A los pocos minutos de estar sentado frente al televisor, a veces dejo pasar más tiempo para tener un juicio más cabal, quien comienza a aburrirse, a perder el interés por lo que está viendo o leyendo, soy yo.

Me percato entonces de lo que es un lugar común ya desde antes de Lope de Vega y de su hablar en necio. Viendo, por ejemplo, las series de televisión, las españolas, claro, se pone de manifiesto, una vez más, que los discípulos son quienes hacen evidente, demasiado evidente, los pequeños defectos de los maestros. Se podía decir, hablando sobre esto, que el cine americano ha hecho estragos en el cine de este país: ha creado una forma de narrar y de contar que ha tenido éxito, o un cierto éxito cuando no mucho éxito. Entonces llegan los avispados, los cineastas españoles, pongamos por caso, y copian la fórmula sin percatarse de que la realidad de Los Ángeles no es la de Galicia, ni mucho menos. Por lo tanto, si en las películas de la serie negra, o en las novelas, hay una cierta crítica a una sociedad, a un tipo de sociedad, que corre tras el dinero, la ambición y el poder, en la serie española no se analiza nada; pero se copia, se plagia, la acción, la situaciones carentes de sentido, los diálogos sin fundamento, y todo menos el meollo de la cuestión. Se pierde así una ocasión magnífica para analizar qué sucedió y por qué sucedió. Eso sin nombrar un pretendido feudalismo catalán, La catedral del mar, lleno de situaciones no ya tópicas sino absurdas.

En algunos aspectos, tal vez en demasiados, la humanidad no parece haber cambiado mucho. Ahí están los tópicos y los lugares comunes tan vigentes ahora como en tu época.

Un análisis riguroso de situaciones y época es, desde luego, lo que menos interesa a estos productos y a quienes los engendraron y trajeron al mundo. Lo que interesa es vender, mantener la industria en marcha y seguir con el negocio. Dinero fácil. Fabricar sobre seguro, sobre ganancias. Y lo mismo que digo sobre las series, estén ambientadas en la época que lo estén, lo puedes aplicar a cientos de libros que corren por ahí y que se venden como si el mundo se fuera a terminar.

Está claro que estos productos, o subproductos, tienen éxito porque todos ellos se basan en el tópico, en el lugar común descafeinado. En situaciones que no hacen pensar al lector o al espectador, al que han convertido en un vegetariano de tres al cuarto, o en un estómago débil que no admite sino calditos y purés bien triturados y sin mucha sustancia. Nihil est novum sub sole: el premio Nobel de literatura se lo dieron a Echegaray, autor de quien nadie se acuerda, y se lo negaron a Pérez Galdós, autor al que leemos unos cuantos.

Por lo demás, querido Séneca, te quejas de que al ir a casa de Metronacte, profesor de filosofía, pasabas por delante del teatro, lleno a rebosar de gente, donde se ofrecían espectáculos vanos, vacuos y vacíos. En cambio en casa de Metronacte, bajo cuyo techo aprendíais a pensar y a penar, apenas os reuníais unas cuantas, pocas, personas. Si yo te contara las veces que me he matriculado en cursillos, en la universidad, que se han suspendido por falta de personal, y hacían falta diez personas para activarlos… Si te contara la cantidad de viajes, culturales, que se han anulado por la misma cosa, o clases de latín por falta de espacios o de recursos… En fin, nada nuevo bajo el sol. En algunos aspectos, tal vez en demasiados, la humanidad no parece haber cambiado mucho. Ahí están los tópicos y los lugares comunes tan vigentes ahora como en tu época. Vale.

 

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Notas

  1. Praeter ipsum theatrum Neapolitanorum, ut scis, transeundum est Metronactis petenti domum. Illud quidem fartum est, et ingenti studio quis sit pythaules bonus iudicatur; habet tubicen quoque Graecus et praeco concursum: at in illo loco in quo vir bonus quaeritur, in quo vir bonus discitur, paucissimi sedent, et hi plerisque videntur nihil boni negotii habere quod agant; inepti et inertes vocantur. Mihi contingat iste derisus: aequo animo audienda sunt inperitorum convicia et ad honesta vadenti contemnendus est ipse contemptus. Séneca, Epistulae morales ad Lucilium, epi. 76, 4. Traducción de Ismael Roca Meliá en Epístolas morales a Lucilio I, Gredos, Madrid, 1994, p. 447.
  2. Baltasar Gracián, El criticón, Editorial Cátedra, Madrid, 1993, p. 151.
  3. Véase Agustín Blázquez, Diccionario latino-español.
  4. Véase Sobre la tranquilidad del espíritu, 17 y ss. “Hay que ser indulgente con el espíritu y ofrecerle de vez en cuando el ocio, que se transforme en alimento y nuevas energías…”.
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