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Epístolas a Séneca (II)
Errores

jueves 6 de diciembre de 2018
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Séneca
Tal vez la sabiduría hoy en día consista, como quizás en tu época, y en todo tiempo y lugar, en saber equilibrar los deberes como ciudadano con las íntimas apetencias de cada uno.

Epístolas a SénecaSemana a semana, el escritor español Vicente Adelantado Soriano se cartea con el filósofo hispanorromano Lucio Anneo Séneca (4 a.C.-65 d.C.), por quien aprendió latín —para leer sus obras en su lengua original— y con quien discurre sobre los más diversos tópicos, actuales y no tanto.

Obra así, querido Lucilio: reivindica para ti la posesión de ti mismo,
y el tiempo que hasta ahora se te arrebataba, se te sustraía o se te escapaba,
recupéralo y consérvalo.
1
Séneca, Epístolas morales a Lucilio, libro I, epístola I.

Tuve que leer varias y repetidas veces estas primeras palabras de la epístola I para convencerme de cuanto estaba leyendo. De alguna forma creí que me estabas dando la razón: no porque no supiera de la mortalidad de mi persona, sino por puro nervio, por tratar de lograr que las cosas no se demorasen en exceso. Siempre, pues, he sido muy celoso de mi tiempo: no permitía, ahora soy un tanto más flexible, que nada ni nadie se interpusiera entre lo que yo quería, lo que deseaba llevar a cabo, y mi persona.

El párrafo que abre esta epístola yo lo interpretaba como que me tenía que dedicar, íntegramente, a las cosas que me interesaban, y a nada más.

Muy a menudo, no obstante, me he planteado si lo que yo leía en tus epístolas era lo que, verdaderamente, habías querido decir tú. Eso nos lleva al largo y arduo problema de las traducciones, de las lecturas actuales, a dos mil años luz, de tu escritura. Es un problema que tú mismo, por supuesto, te planteas, achacando al latín una cierta pobreza de vocabulario con respecto al griego: “Cuan grande sea la pobreza, más aun, la escasez de nuestro vocabulario, nunca lo he comprendido mejor que el día de hoy”.2 Sí, en unas lenguas, en el griego en este caso, en las obras de Platón, aparecen conceptos que no existen en otras, y el traductor tiene que hacer verdaderas maravillas para hacerse entender. Es, pues, muy de agradecer que haya personas que se dedican a la traducción, todo un arte, y que sean capaces de hacer que tenga sentido en su propio idioma lo que, tal vez, no está muy claro en el original, en tus epístolas, ni en el de otros autores muchísimo más oscuros que tú, que eres, por el contrario, bastante claro.

Todos nos hemos tropezado con problemas similares. Y de poco sirven entonces los diccionarios, que son, y ya es bastante, una aproximación, una posible sugerencia. Traducir bien de un idioma a otro supone un profundo conocimiento de las dos lenguas, de la historia, del momento en que se escribió el texto, del posible doble sentido de las palabras; de algo, en una palabra, que va mucho más allá del idioma. Ese conocimiento se agudiza en el caso del latín y del griego. Pese a ello, sin embargo, contamos con muy buenas traducciones. Y con magníficas historias.

Ahora bien, yo no me refería sólo al problema de la traducción, o tal vez sí, sino, también, al de la actualización de las palabras, a la incapacidad de leer sin apropiarse uno del texto y darle la interpretación que le gusta o quiere. Y así, el párrafo que abre esta epístola yo lo interpretaba como que me tenía que dedicar, íntegramente, a las cosas que me interesaban, y a nada más. Lo hice durante una época de mi vida; los resultados hubieran sido funestos de no ser por una profesora, que me tendió la mano. Siendo estudiante, y antes de leer tus obras, ya estaba yo aplicando aquello que dices: “reivindica para ti la posesión de ti mismo”. Entendí que la posesión de mí mismo era hacer lo que me viniera en gana obviando deberes, libros de texto y todo cuanto decían mis padres o los profesores. Estaba en el último curso del bachillerato, y si no aprobaba todas las asignaturas, no iba a poder acceder a la universidad. Un día, estando en la puerta de clase, esperando que llegara el profesor de turno, pasó por allí una joven profesora. Se detuvo para hablar conmigo.

—A mí me parece muy bien lo que estás haciendo —me dijo—. Tienes claro a lo que te quieres dedicar, y ya estás en ello. Pero ten en cuenta que si no apruebas todas las asignaturas, no entrarás en la universidad. Y la mía no la vas a aprobar.

Le confesé entonces, conmovido, que no entendía nada de cuanto explicaba en clase. Me citó para el sábado siguiente, no había clase, en el instituto. Y por las tardes iba a su casa. Entre ella y su marido, en un par de meses, me pusieron en órbita. Y conseguí aprobar todo el curso. Tengo que reconocer que he sido una persona afortunada.

Pero la cabra tira al monte, y no tardé nada en volver por mis fueros. La universidad en mi juventud, ciertamente, era bastante floja, un desastre, y yo reaccioné de la peor forma posible. Di con tu texto entonces. Y entonces ya me dediqué, en cuerpo y alma, a aquello que me apetecía y gustaba: la literatura y la filosofía. Me perdí en la universidad: hice de todo menos estudiar, así que a mitad del primer curso, sin nadie que me salvara de mi falta de madurez, me dejé los estudios. Y no es que no valorara las palabras de algunos compañeros, es que no lograron convencerme. Tampoco lo hicieron mis padres: me fallaba la base, y me fallaba la madurez. Me perdí en las aulas, no supe sacar ningún provecho de ellas. Me rendí. Durante aquellos días, eso sí, leí como un poseso. Pero tampoco ahí está la verdadera sabiduría, según tú. “Mas evita este escollo: que la lectura de muchos autores y de toda clase de obras denote en ti una cierta fluctuación e inestabilidad”.3

Los tiempos han cambiado mucho, Séneca. Hoy en día es imprescindible trabajar para vivir.

Tardaría mucho tiempo en darme cuenta, debido a mis lecturas interesadas, de que tú hablabas de una cosa, y yo entendía otra. Tú ibas en pos de la virtud, de la sabiduría, y yo estaba intentando seguir una vocación un tanto peligrosa. La abandoné al cabo de unos años y me dediqué, entonces sí, a mis estudios. Empezaron a surgir, como no podía dejar de suceder, otro tipo de problemas, de preguntas: ¿qué es o en qué consiste la sabiduría? ¿Y la virtud? La sabiduría, según se desprende de muchas de tus cartas, supone la conformidad con las cosas que nos acaecen. Y, por supuesto, renunciar a todo lo superfluo. Cierto es que la naturaleza exige muy poco: nos basta, para pasar la vida, con agua y pan. Pero ¿se puede vivir hoy en día de esta forma? No lo sé. Pero lo dudo.

No hace mucho vi una película del año 1938, Vive como quieras, de Frank Capra. En ella se narra la vida de una familia que ha decidido entregarse, todos y cada uno de sus miembros, a hacer lo que quieren: escribir, pasear, bailar, hacer música o, incluso, montar en casa un taller de pirotecnia. Lo malo es que la casa de esa familia está en un bloque de viviendas que desea comprar una industria armamentística. Y por más que les ofrecen dinero y más dinero, no quieren abandonar su casa, se aferran a ella con uñas y dientes. Al final, para doblegar al patriarca de la familia, le envían a un inspector de Hacienda. Resulta que el buen hombre jamás ha hecho una declaración, y jamás ha pagado nada al fisco. La conversación con el inspector de Hacienda no tiene desperdicio. Dice el patriarca que cuando él va a una tienda, y compra algo, le enseñan lo que compra. Pero cuando paga al Estado no sabe en qué están invirtiendo su dinero. El inspector le aclara que sirve para comprar buques, armas… lo cual hace que el patriarca estalle en carcajadas: compraron un barco, ganaron la guerra de Cuba, y la tuvieron que devolver. Aquí nos hemos gastado millones de euros en un submarino que no cabe en el puerto. Y ha nacido tan obsoleto que, según dicen, un niño, con un rifle de perdigones, lo puede hundir. Ahora bien, no se te ocurra no hacer la declaración de renta. Dejando de lado que no sólo, con dichas declaraciones, se compran armas. Hay muchas más cosas.

Tal vez la sabiduría hoy en día consista, como quizás en tu época, y en todo tiempo y lugar, en saber equilibrar los deberes como ciudadano con las íntimas apetencias de cada uno. Los tiempos han cambiado mucho, Séneca. Hoy en día es imprescindible trabajar para vivir. Y las empresas, por supuesto, tratan de exprimir al máximo a los trabajadores con largas jornadas en el trabajo y con unos sueldos de miseria. ¿Qué hacer ante esto? Francamente, a mí no me apetece vivir como Diógenes. Quizás, pues, la sabiduría hoy en día consista en dar una al diablo y otra a uno mismo. Y hay que tener mucha entereza para no terminar, con esta dicotomía, mal de la cabeza.

La otra pregunta que me asaltaba era la de virtud, la famosa areté griega. Yo creo que la virtud sí que se puede enseñar. Ahora bien, si por virtud se entiende hacer lo que se tiene que hacer de la mejor forma posible, uno, en el caso de ocupar un trabajo que no es de su agrado, lo tiene ciertamente complicado. Si no me apetece matar a nadie, ¿cómo voy a ser un buen gladiador? ¿No sería mejor ofrecerle el pecho al rival y acabar pronto?

Evidentemente el consejo requiere de su tiempo, de su oportunidad. Y es imprescindible tener en cuenta el sumo bien, objetivo de toda una vida, para saber lo que debemos rechazar o aceptar. Sin olvidar nunca el peso del azar. Te haya interpretado bien o mal creo que se presenta un camino duro y arduo. Vale.

 

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Notas

  1. Ita fac, mi Lucili: vindica te tibi, et tempus quod adhuc aut auferebatur aut subripiebatur aut excidebat collige et serva.
  2. Quanta verborum nobis paupertas, immo egestas sit, numquam magis quam hodierno die intellexi. Véase también la Epístula LVIII.
  3. Illud autem vide, ne ista lectio auctorum multorum et omnis generis voluminum habeat aliquid vagum et instabile. Epístula II, 2.
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