Semana a semana, el escritor español Vicente Adelantado Soriano se cartea con el filósofo hispanorromano Lucio Anneo Séneca (4 a.C.-65 d.C.), por quien aprendió latín —para leer sus obras en su lengua original— y con quien discurre sobre los más diversos tópicos, actuales y no tanto.
“Sin compañía no es grata la posesión de bien alguno”.1
Séneca, Epístolas morales a Lucilio, libro I, epístola VI.
La primera dificultad con la que me tropiezo al comenzar esta correspondencia, querido Séneca, es que en latín no existe el tratamiento de cortesía, y en castellano o español, que es un dialecto del latín, tal lo definió Dámaso Alonso, se va perdiendo a chorros, como la sangre torera. Dirigirme a una persona mayor con el tratamiento de tú, me parece un poco irrespetuoso. Pero hablarte a ti, querido Séneca, utilizando el tratamiento de cortesía, usted, me suena tan falso como el doblaje de algunas películas, supuestamente de romanos, en las que los soldados, o el soldado, se dirige al general, en el castro, rodeado de bárbaros, tratándolo de tal guisa. Sufrí un verdadero pasmo ante tal cosa. Olvidémonos, pues, de dicho tratamiento, que no de la cortesía.
Asumía el papel de magister, es decir me transmutaba en ti, en Séneca, y comenzaba a escribir una larga serie de cartas tocando los temas más diversos.
Te lo confieso: no puedo pasar sin escribir. Y llevo ya una larga temporada en la que no ejerzo: falto de inspiración, o de motivación, no hago más que leer y ver películas. Pero no es lo mismo. Confiaba en que la lectura de algún libro, o la visión de alguna buena película, me serviría de acicate, y comenzaría a escribir de nuevo. Sería, como decía Gustavo Adolfo Bécquer, la mano de nieve que sabe arrancarlas,2 las notas, claro. Pero la mano de nieve no ha aparecido. No es la primera vez que me sucede. Aunque ahora, y no sé si por influencia de tus libros, o por tu larga compañía, ni me he desesperado, como en otras ocasiones, ni he forzado ninguna situación. Ya tengo mis años, por otra parte, y sé que, en ocasiones, es cuestión de esperar: la olla está en el fuego, y los alimentos se tienen que cocer a una determinada temperatura, y en un tiempo determinado, si no queremos echar a perder sus sabores. Tiempo al tiempo, como me decía mi padre cuando, siendo un niño de pocos años, quería conseguir algo, y lo quería en ese mismo momento.
Sea como fuere, esta mañana se ha aclarado todo, y parece que vuelvo a funcionar, a escribir. Anoche me acosté muy tarde. Y hoy me he despertado demasiado temprano: estaba obsesionado por hacer la compra, por volver a llenar la nevera que se vacía más a menudo de lo que yo quisiera. Sí, tenía claro que tenía que ir a comprar; pero no ha sido ese pensamiento el que me ha desvelado. Como me viene sucediendo a lo largo de todo este pesadísimo verano, me he despertado teniendo un largo monólogo, o un diálogo sin respuesta, en un idioma que, en un principio, entre el sueño y la vigilia, identifico con el latín. Ni que decir tiene que me río de mí mismo: es imposible que yo sueñe en latín. Sí que utilizo, al parecer, un galimatías que mezcla mucho vocablo tomado de esa lengua, eso desde luego.
Esta mañana, pues, me ha sucedido lo mismo; pero era conmigo mismo con quien estaba teniendo un pequeño debate. Yo, imitando la imagen del magister y del discipulus, era, al mismo tiempo, el uno y el otro. Ambos estábamos de acuerdo, el uno sentado, de pie el otro, hay cosas que nunca se discuten, y que suelen ser las esenciales, en que todo el proyecto iba a girar en torno a ti, a Séneca, pero eran distintas las formas de abordarlo. Yo, no sé si como magister o discipulus, proponía hacerme pasar por un moderno Lucilio, siempre he envidiado a éste por haber nacido en Pompeya, y por haberse carteado contigo; y yo también asumía el papel de magister, es decir me transmutaba en ti, en Séneca, y comenzaba a escribir una larga serie de cartas tocando los temas más diversos. Pese a las pocas horas de sueño, vestido ya y camino del mercado, me he percatado de que el proyecto se me quedaba grande, grandísimo: para asumir yo tu papel, para escribir largas epístolas como tú, tenía que conocerte a fondo, tenía que leer y releer, en original, sin traducciones, tu obra. Y si bien no descarto este último proyecto, todo lo contrario, sí que he descartado ocupar tu lugar aunque fuera como una broma literaria. Estoy muy lejos de dar la talla.
Manteniéndome, o manteniéndonos, en el proyecto que te tiene a ti como figura central, he pensado entonces, como hice en otros viejos acercamientos a otros autores, ser yo, bien como discípulo, bien como maestro, quien te escribiera a ti, otorgándome la capacidad, de vez en cuando, de que me contestes con tus propias palabras. No creo que tal planteamiento ofrezca muchas dificultades. Mientras, sigo leyendo tus obras, por supuesto. Y, por supuesto, en lengua original.
Me pareció interesante, como magister y como discipulus, contar cómo te conocí, cuáles fueron mis primeras impresiones sobre ti, y por qué profundicé en la lectura de tus libros.
Solucionados, pues, estos dos problemas, quedaba otro no menos importante: ¿qué temas tocar? ¿De qué hablar? Quedaba claro que no podía obviar el de la relación del filósofo con el poder, o viceversa, tema un tanto viejo o manido, así como la corrupción del poder, el poder absoluto, las camarillas políticas y demás temas políticos y relacionados con la política. Temas, sinceramente, que me enfadan y me cansan, pues para ello, salvo el de la relación de la filosofía con el poder, sobra y basta con abrir cualquier periódico. Por otra parte, hablar hoy de la relación del filósofo con el poder es absurdo: la mayoría de los políticos que pululan por este perecedero mundo ni han leído un libro de filosofía ni saben en qué consiste esto. Y la filosofía, por desgracia, ni se enseña ni se estudia en nuestras aulas. Un absurdo y necio pragmatismo está castrando a la mayoría de la juventud.
Me pareció interesante, como magister y como discipulus, contar cómo te conocí, cuáles fueron mis primeras impresiones sobre ti, y por qué profundicé en la lectura de tus libros, y cómo me propuse leerte en tu lengua original. Encerraba, encierra esto, un peligro: convertirme yo en el protagonista, salvo que fabulara sobre ello en busca de una ley general. Demasiados retos para dejarlos escapar. Escribir ahora era, pues, cuestión de imaginación, de una búsqueda constante. Como siempre.
No recuerdo cómo llegué a ti. No recuerdo cuál fue el primer libro tuyo que me leí, ni de qué forma me influyó. Sé, de eso no me cabe ninguna duda, que te leí, o releí, en un momento crucial de mi vida. Y que la lectura de tus libros me impactó mucho. El libro tuyo que en aquel duro momento me impresionó fue Consolación a Helvia. Cartas de este volumen las leí una y otra vez. Y en una de aquellas ocasiones, entre el gozo y el dolor, me hice la promesa, o te hice la promesa, de que algún día leería dicho libro en latín.
Yo no llegué, pues, a la filosofía buscando la sabiduría o una vida más pura, sino la consolación, la mitigación del dolor. De poco me hubiera servido, en aquel momento, haber leído otro libro tuyo que no fuera aquel. Y aquí se produce otro misterio, un misterio que me ha acompañado, a menudo, a lo largo de mi vida: en ocasiones he comenzado a leer libros porque al pasar frente a ellos, en cualquier librería, he sentido una atracción irresistible, una especie de voz que me lo estaba señalando. No siempre funciona esto, por supuesto, pues cuando he tratado de forzar la situación, de dármelas de catador de volúmenes, he fracasado estrepitosamente.
También se puede dar el caso, no lo recuerdo, de que alguien, un amigo o un conocido, me hablara de ti y de Consolación… en aquellos momentos. No lo recuerdo. Sea como fuere, ya de mayor, fue aquel el primer libro tuyo que cayó en mis manos. Y éste, como el hilo de Ariadna, me fue llevando a los otros, a más y a más; y luego, caminando hacia atrás, a Epicuro, y vuelta a Platón. Y vuelta a empezar.
Fuiste para mí lo que no encontraba en nadie. Y, por agradecimiento, y más que por eso, he vuelto a tus libros una y otra vez.
Yo sí que tuve la suerte de tener una asignatura llamada Filosofía durante un curso del bachillerato. No fue mucho, pero fue suficiente. La parte negativa, no podía ser de otra forma, es que durante un curso teníamos que abarcar demasiados autores y épocas. Y yo, con una mente muy poco dada a abstracciones, no entendía nada en cuanto salía de la filosofía de Grecia y de Roma. Y de algunos autores. Todo lo demás me parecía un galimatías increíble, un hablar por hablar, en un lenguaje, además, que era totalmente críptico, dirigido, nada más, a la gente del gremio.
Algún que otro profesor, en aquella lejana época, se empeñó en que hiciéramos lecturas cronológicas, es decir que no leyéramos a Séneca sin haber leído antes a Platón. Algunos no hicimos caso, y dimos unos saltos y trenzamos tales piruetas que podrían dar vértigo. Yo pasé de Roma a Alemania sin ningún problema. Es posible que no entendiera nada, por eso mismo, de cuanto decía Nietzsche; pero, como mínimo, disfruté de su lectura y de la ilusión de saber, en una buena porción de casos, de lo que estaba hablando. Pese a todo, donde yo me encontraba como pez en el agua era con los libros de Platón. No recuerdo haber leído nada tuyo entonces. Creo que llegaste un poco más tarde. En el momento justo, desde luego. Fuiste para mí lo que no encontraba en nadie. Y, por agradecimiento, y más que por eso, he vuelto a tus libros una y otra vez. Tal vez por eso mismo no sea digno de merecer tu atención, como sí la mereció Lucilio. No obstante, algo me dice que no es así, que me hubieras brindado tu ayuda y tu palabra. Ningún buen maestro, y tú lo eres, puede rechazar a un alumno que tiene ganas de aprender. Vale.
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