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Epístolas a Séneca (XIV)
Naturaleza o artificio. Epístolas y chistes

jueves 28 de febrero de 2019
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Detalle de “El dilema eterno de la humanidad: la elección entre la virtud y el vicio” (1633), por Frans Francken el Joven
El infierno me parece un invento muy bien hallado, pero que, creo, no ha funcionado ni para los mismos predicadores, es decir para la Iglesia. El dilema eterno de la humanidad: la elección entre la virtud y el vicio (1633), por Frans Francken el Joven
Epístolas a SénecaSemana a semana, el escritor español Vicente Adelantado Soriano se cartea con el filósofo hispanorromano Lucio Anneo Séneca (4 a.C.-65 d.C.), por quien aprendió latín —para leer sus obras en su lengua original— y con quien discurre sobre los más diversos tópicos, actuales y no tanto.
Nos encontramos con una fiera en cualquier lugar, y con el hombre, más perjudicial que todas las fieras. Algún bien nos arrebatará el agua y también el fuego. Tal estado de cosas no podemos cambiarlo: lo que sí podemos es mostrar gran ánimo, digno de un hombre de bien, con el que resistir con fortaleza los azares de la fortuna y acomodarnos a la naturaleza.1

Tengo que confesarte, querido Séneca, que nunca he entendido muy bien qué quieres decir con tus recomendaciones de seguir a la naturaleza, o acomodarse a ella. Nunca defines la naturaleza, ni a qué naturaleza te refieres. No es un problema, por desgracia, que te afecte sólo a ti, o a tus explicaciones. Muy a menudo, más de lo que quisiera, me he tropezado con sistemas filosóficos, razonamientos, narraciones y todo tipo de interpretaciones o indagaciones que, tratando de explicar cualquier cosa, terminan por utilizar las palabras de una forma tan vaga y laxa que, al final, acaban por no decir nada. Tal vez, pues, fuera mejor tener siempre en mente la sentencia de Wittgenstein: “Todo aquello que puede ser dicho, puede decirse con claridad: y de lo que no se puede hablar, mejor es callarse”.2

Tenemos que morir: hasta el más cobarde pasa por estas horcas caudinas. Imagino que eso sí que es plegarse a la naturaleza, ¿para qué, pues, tanta insistencia en ella?

Se puede objetar entonces, por supuesto, que en ese caso, la historia de la filosofía tal vez cabría en un volumen de muy pocas páginas. Salvo que tomemos a la filosofía, como sucede a menudo, por un compendio que trata de dar reglas para el buen vivir y el mejor morir. Tal vez no sea más que esto. Y por lo mismo no deja de llamarme la atención, igualmente, tu continua insistencia en la consolación de la muerte, en que ésta no es un mal; que es, en ocasiones, la bella salida para un camino equivocado o que no apetece seguir recorriendo. No tengo nada en contra. No obstante, y aquí está lo gracioso del caso, tus epístolas, al menos en dos ocasiones, hablando de la muerte, me han hecho sonreír, no porque fueran graciosas sino porque me han recordado un par de chistes de mi lejana juventud.

Tanto hablas de la muerte que me has recordado un chiste que alguien me contó hace mucho tiempo. Un sacerdote fue a predicar a una ciudad que iba a comenzar sus fiestas patronales. La plaza de la ciudad ya estaba preparada para el baile de esa noche con farolillos, banderitas, entarimado para la orquesta, etc. El cura, temiendo el pecado, los bailes y el desenfreno propio de toda festividad, se lanzó, en mitad de la misa mayor, a las doce del mediodía, a prevenir a los feligreses de los peligros del contacto con la mujer, y de sus terribles consecuencias. Desde el púlpito, y con voz atronadora, haciendo temblar a los santos de madera y aún a los de escayola, comenzó a describir el infierno con todos sus tormentos, el manido crujir de dientes, y las voces de los dolientes lamentándose de aquello que ya no tenía remedio en medio de un chirriar de cadenas y llantos desconsolados, que nadie atendía. La atronadora voz del cura conmovió a las piedras y a los feligreses; señora hubo que tuvo sus espasmos, inicios de ataque de histeria, y lágrimas apenas contenidas. Una terrible corriente eléctrica recorrió toda la nave de la iglesia. Y fue entonces cuando un señor del público se levantó de su asiento, e interrumpiendo al predicador le dijo:

—Mire, padre, déjelo ya: si hay que ir al infierno, se va; pero no nos joda la fiesta.

El infierno me parece un invento muy bien hallado, pero que, creo, no ha funcionado ni para los mismos predicadores, es decir para la Iglesia. Como todos sus inventos. Aunque, claro, uno siempre tiene tendencia a creerse mejor de lo que es, y a no ser merecedor de ningún castigo, sino todo lo contrario. Es probable. También es probable que la muerte, pese a la Christian Science, sí que exista. Y, la temas o dejes de temerla, se presentará un día ante ti y se terminará todo. O mejor dicho, todos los días tenemos pruebas evidentes de su presencia entre nosotros: nos salen los dientes, dejamos de comer papillas; nos sale el pelo, nos peinamos; y con el paso del tiempo, volvemos a las papillas, y nos olvidamos del peine. Y gracias si podemos contarlo. Tenemos que morir: hasta el más cobarde pasa por estas horcas caudinas. Imagino que eso sí que es plegarse a la naturaleza, ¿para qué, pues, tanta insistencia en ella?

Nadie emigra por capricho. Y ojalá todos nos sintiéramos ciudadanos del mundo, no hubiera fronteras ni idiomas ni pieles diferentes.

Hay un poema, bellísimo, titulado “La danza de la muerte”, en el que ésta, muy educada ella, invita a bailar a una serie de personas. Nadie acepta su invitación salvo un pobre labrador, harto de trabajar, de estar encorvado sobre la tierra y de no salir de la miseria, y un humilde fraile menor. El resto de las personas, ni el papa, ni el emperador, ni jóvenes, ni mujeres, quiere morir. Es inútil, como sabes. No creo, además, que un esclavo de tu época tuviera mucho miedo a la muerte si no es que la deseaba. Nada tenía que perder. Y muchas personas de ahora, siglo XXI, aunque te parezca lo contrario, tampoco. Quizás el miedo a la muerte corresponda a un cierto estamento social, que no es ni el del labrador ni el del humilde fraile convencido de su fe.

He leído, por otra parte, la terrible noticia, esta mañana, de que en la frontera entre Grecia y Turquía, paso obligado de los emigrantes ilegales, han aparecido tres mujeres maniatadas y degolladas. Al parecer, según el periódico que traía la noticia, hay grupos de salvapatrias que se dedican a perseguir a los emigrantes para preservar su tierra, su lengua, sus dioses y sus costumbres. El emigrante es un peligro. O eso creen ellos. Cosa que le ha venido muy bien a la extrema derecha, propia de países ricos, con miedo a la muerte, para agitar el otro miedo, y ganar votos. El miedo al infierno y al vecino, al otro, siempre, al parecer, ha dado buenos resultados. Hasta que se levanta alguien y eleva la voz.

Nadie emigra por capricho. Y ojalá todos nos sintiéramos ciudadanos del mundo, no hubiera fronteras ni idiomas ni pieles diferentes. Sin duda, como entonces la vida sería muy aburrida, alguien inventaría algo para atacar al vecino y sentirse superior: el miedo a la muerte, a la insustancial nadería de cada uno, es muy duro de soportar. Para algunos.

Pero nadie está libre de culpa.

Por eso de que, cuando uno es joven, siempre tiende a ver las cosas de forma clara y meridiana, en mi época joven se veía al pobre como a una buena persona, lleno de todas las virtudes y de ningún vicio o defecto, que eran, por el contrario, propios de los acaudalados. Tuvo que llegar la famosa película de Luis Buñuel, Viridiana, para percatarnos de que, moralmente, poca diferencia hay entre potentados y los pobres de solemnidad. Magistral la escena de la cena de los pobres, esperpento de la Última Cena. Y magistral cuando el personaje central compra un perrito que va, atado, bajo un carro corriendo. Lo salva de su miserable vida; pero a continuación es sustituido por otro perrillo. Es el cuento de nunca acabar. Lo cual no deja de plantear nuevos problemas:

Es una disposición excelente la de soportar lo que no puedas enmendar y acompañar sin quejas a Dios (sic), por cuya acción todo se produce: es un mal soldado el que sigue con lamentos al general.3

Tal vez esa resignación que parece desprenderse de tus palabras nos hubiera abocado a un inmovilismo permanente, y estaríamos ahora igual que en tu época. Es conveniente, pues, que haya gente inquieta y que no se resigna a lo que una pretendida naturaleza determina. Las situaciones y las personas son cambiantes, y lo de abajo termina por hacerse igual a lo de arriba, o viceversa. Te lo ilustro.

El otro día, cuando te escribí la epístola sobre el racismo y la xenofobia, a propósito de una película, Jorge Gómez, editor de Letralia, me envió la siguiente nota:

Justo ayer iba con mi esposa en el metro y detrás de nosotros una mujer, bastante morena (más que yo que soy, digamos, un moreno claro, lo que en Venezuela llamamos un tipo “café con leche”), iba denostando de un hombre que la había tropezado. “Negro tenía que ser”, concluyó su perorata. Una amiga que la acompañaba le dijo: “¡Pero si tú eres negra!”. Y la mujer ripostó: “Pero yo soy una negra bonita, no como ese macaco hediondo”.

Como siempre he dicho: al final nada importa; todos venimos de África.

Me recordó la carta de tan amable compañero un refrán muy de Sancho Panza: “El que de servilleta sube a mantel, no te fíes de él”. Sobre ello ha redundado la noticia leída en un diario de hoy: según el periodista que la narra, una señora, emigrante para más datos, morena, le iba diciendo a una amiga que había que votar a un partido de extrema derecha para evitar la masiva llegada de más emigrantes. Supongo que estando ella a salvo, ya lo estamos todos.

Las personas malvadas, necias diría yo, que conozco, la verdad, no me parecen muy felices, aunque posiblemente esté equivocado.

Y esto, querido Séneca, me ha llevado, otra vez, a una de tus epístolas, y a un chiste que leí en mi infancia. Hablando tú de la maldad, de la necedad, dices: “Nuestro Átalo solía decir: ‘La propia maldad sorbe la parte mayor de su veneno’. El veneno aquel que arrojan las serpientes para daño de los demás y retienen sin prejuicio propio, no es semejante a éste [el mal], que resulta funesto para sus poseedores”.4

Me ha recordado este fragmento de tu epístola una lejana tarde de estudio. Estaba cansado de intentar aprenderme el verbo amo en latín, cuando saqué una revistilla de mi pupitre, y me puse a leerla. Di con un chiste en el que una asombrada serpiente le preguntaba a otra si sus mordeduras eran venenosas. La otra le contesta que sí. Y entonces la primera, asustadísima, quiere saber qué va a suceder con ella, pues se ha mordido la lengua. Me sorprendió tanto aquel chiste que todavía lo recuerdo hoy. Como también recuerdo el miedo que sentí al comprobar que el fraile que nos cuidaba en la cátedra estaba detrás de mí, y leyendo el chiste por encima de mi hombro. Sonrió y no dijo nada. Yo guardé la revistilla, y seguí con el verbo amo.

No sé si el veneno, la maldad, que llevan las serpientes en su seno, les daña a ellas o no. A las serpientes es muy posible que no, aunque se muerdan su bífida lengua. Pero dudo bastante que la maldad, la necedad, la falta de solidaridad entre las personas, no acabe por perjudicarnos a todos. Infinidad de guerras dan testimonio de ello. Y las personas malvadas, necias diría yo, que conozco, la verdad, no me parecen muy felices, aunque posiblemente esté equivocado. Temen mucho a la muerte, pero se encaminan hacia ella a pasos agigantados. Sí, efectivamente, por falta de solidaridad. Vale.

 

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Notas

  1. Et fera nobis aliquo loco occurret et homo perniciosior feris omnibus. Aliud aqua, aliud ignis eripiet. Hanc rerum condicionem mutare non possumus: illud possumus, magnum sumere animum et viro bono dignum, quo fortiterfortuita patiamur et naturae consentiamus. Séneca, Epístolas morales a Lucilio, Libros XVII-XVIII, ep. 107, 7. Traducción de Ismael Roca Melíá en Epístolas, Gredos, Madrid, 1989, p. 293.
  2. Ludwig Wittgenstein, Tractatus logico-ilosophicus, Madrid, 1975. Traducción de Enrique Tierno Galván, p. 31.
  3. Optimum est patiquod emendare non possis, et deum quo auctore cuncta proveniunt sine murmurationecomitari: malus miles est qui imperatorem gemens sequitur. Séneca, Epístolas morales a Lucilio, ep. 107. Traducción de Ismael Roca Meliá. Madrid, Gredos, 1989, p. 293.
  4. Attalus noster dicere solebat, ‘malitia ipsa maximam partem veneni sui bibit’. Illud venenum quod serpentes in alienam perniciem proferunt, sine sua continent, non est huic simile: hoc habentibus pessimum est. Séneca, ibídem, p. 25.
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