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Ilusionadas voces

jueves 26 de diciembre de 2019
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Aristóteles
Aristóteles asoció la felicidad con el cumplimiento de eso que amamos hacer.
“Los primeros cuarenta años de vida nos dan el texto; los treinta siguientes, el comentario”.
Schopenhauer.
“La vida es una partida y hay que vivirla de acuerdo con las reglas del juego”.
J. D. Salinger: El guardián en el centeno
“Vivimos en un mundo de ideas que nosotros mismos creamos”.
Andrei Tarkovski: Esculpir en el tiempo.

La falta de inteligencia, dijo alguna vez Platón, es la peor de las enfermedades. Carecer de inteligencia: desconocer nuestro lugar en el mundo, ignorar los sentidos de nuestro presente, incapacidad de ser nuestra propia compañía… La inteligencia nos lleva a conocernos, a comprometernos, a tratar de responder algunas de las interminables preguntas que la vida suscita. Respondemos a esas preguntas a nuestra manera, y somos responsables de nuestras respuestas.

Quizá no existan problemas existenciales nuevos que resolver. Los que nos mueven y conmueven hoy afectaron a muchos seres antes que a nosotros y lo seguirán haciendo en el futuro. Lo que sin duda ha cambiado es la manera de aceptar el protagonismo de nuestra conciencia, su papel en la libertad de nuestro comportamiento y nuestra experiencia moldeándola.

Cada ser humano está obligado a descubrir la felicidad por sí mismo, a vislumbrarla en medio de los laberintos de su conciencia.

Hace dos mil cuatrocientos años, una de las grandes mentes de la humanidad, Aristóteles, se propuso responder una de las perpetuas interrogantes de los hombres: ¿cuál es el sentido de la existencia humana? ¿A qué hemos venido a este mundo? Vinimos a ser felices —se respondió—, a vivir de la manera más plena y más satisfactoria. Compañera de esta respuesta no podría ser sino esta nueva pregunta: ¿en qué consiste la felicidad?

Cada ser humano está obligado a descubrir la felicidad por sí mismo, a vislumbrarla en medio de los laberintos de su conciencia. Lo que hace feliz a unos pudiera resultar incomprensible para otros. Nada más absurdo, nada más inútil o, incluso, dañino, que toda noción de felicidad impuesta por Estados, gobiernos, religiones o ideologías. Cualquier diseño de una felicidad decidida por poderes externos a la individualidad humana ha estado y estará siempre condenada al más grotesco de los fracasos.

En su discurso, al ser laureado con el Premio Nobel de Literatura, Albert Camus dijo estas palabras: “Jamás he podido renunciar a la luz, a la dicha de ser, a la vida libre en que he crecido. Pero aunque esa nostalgia explique muchos de mis errores y de mis faltas, indudablemente ella me ha ayudado a comprender mejor mi oficio y también a mantenerme, decididamente, al lado de todos esos hombres silenciosos, que no soportan en el mundo la vida que les toca vivir más que por el recuerdo de breves y libres momentos de felicidad, y por la esperanza de volverlos a vivir”.

Libertad, pues, para vivir “breves y libres momentos de felicidad, y por la esperanza de volverlos a vivir”. La experiencia de vivir desentrañada en el más sencillo aprendizaje y el más puro de los propósitos: atesorar esos momentos que nos acercaron a la felicidad.

La época en que Camus escribe es particularmente difícil. Ha finalizado la más atroz de las guerras conocidas por la humanidad, y el mundo descubre con horror la destrucción y la barbarie llevadas a niveles inimaginables. A mediados del siglo XX, los seres humanos desesperadamente buscaban respuestas a sus temores. Camus propuso una, acaso la más humana de todas: defender a toda costa el descubrimiento de esa felicidad que cada quien reconoce como suya.

Felicidad: la asociamos con plenitud, con armonía, con equilibrio. Aristóteles la relacionó sobre todo con virtud y la vinculó, además, con Razón y madurez. No existe felicidad real para quien no ha vivido lo suficiente, tampoco ella es posible en medio de la irracionalidad o la absoluta simpleza de carácter. La más veraz imagen de felicidad la proporcionan ciertos momentos sueltos, instantes únicos destinados a desaparecer, no sin antes dejar una huella en el recuerdo; también logran reconocerla quienes distinguen en la suma de su tiempo transcurrido muchos más momentos buenos que malos.

Aristóteles asoció la felicidad con el cumplimiento de eso que amamos hacer. “La felicidad —dice— es lo más hermoso y lo más agradable, y estas cosas nunca podrían estar separadas unas de otras, como lo leemos en la inscripción del templo de Delos: ‘Lo más agradable es lograr lo que uno ama’”.

Dos mil quinientos años después de haber sido escrita Ética a Nicómaco, Steve Jobs, fundamental ícono de nuestro tiempo, pronunció ante los graduandos de la Universidad de Stanford un discurso donde se escuchan ecos aristotélicos: “Nuestro tiempo es limitado y no podríamos perderlo viviendo el tiempo de otros”. O: “No dejéis que el ruido de las opiniones de los demás ahogue vuestra propia voz interior”. O: “Tened el coraje de seguir a vuestro corazón y vuestra intuición. Todo lo demás es secundario”.

Verdades de vida referidas a lo mismo: entregarnos a lo que nos apasiona y compromete y, a partir de ahí, descubrir qué estamos llamados a ser y a lograr. Jobs, un visionario que con su propuesta de una computadora personal en las manos de cada individuo logró transformar la historia reciente de la humanidad, habla a esos jóvenes a quienes se dirige de plenitud personal, de vivencias y verdades propias, de íntimas respuestas… No se comunica con ellos desde la perspectiva de un hombre de éxito, todopoderoso fundador de Apple, una de las compañías más emblemáticas de nuestro presente. No: les habla como alguien que ha vivido y ha aprendido de la vida.

La voz de una de las grandes mentes humanas de todos los tiempos y la de un extraordinario soñador dicen cosas muy parecidas: necesitamos conocernos, aprender de nuestras experiencias y distinguir un significado en nuestro camino. Significado preconizado en aquella remota inscripción tallada en el frontispicio del templo de Delos: “Lo más agradable es lograr lo que uno ama”.

Más allá del largo tiempo que las separa, las palabras de Aristóteles y las de Jobs se asemejan porque su intención es la misma: desentrañar centrales significados en la existencia. También el destinatario es el mismo: jóvenes que comienzan a vivir. En el caso de Aristóteles, se cree que Nicómaco fue su hijo; en el de Jobs, sus oyentes son esos jóvenes que acaban de finalizar sus estudios universitarios. Al hijo y a los discípulos habla por igual un maestro —como maestro es todo aquel capaz de enunciar esas voces que un discípulo precisa conocer— para comunicarles una sabiduría de vida junto a la cual afirmar sus pasos.

Fanatismos, obediencias irracionales, ausencia de crítica, dogmas sumisamente acatados pertenecen a universos ajenos a la universidad.

Sabiduría de vida para entender ese ideal de felicidad que Aristóteles relaciona con una ética que nos enseñe a vivir con nosotros y con los otros. ¿La ética se enseña? Desde luego no se la podría enseñar como una asignatura académica más, pero sí es posible transmitirla. Y es esa la responsabilidad de quienes educan: maestros que apoyan los conocimientos que comunican sobre una experiencia profesional y humana. El maestro no “enseña” ética: la transmite en la comunicación de sus ideas, junto con sus principios y convicciones. La transfiere al compartir con sus discípulos ideales de libertad, de dignidad, de compromiso.

Fanatismos, obediencias irracionales, ausencia de crítica, dogmas sumisamente acatados pertenecen a universos ajenos a la universidad, en todo caso, a cualquiera digna de ese nombre. Como profesor universitario que soy y he sido por muchos años, creo en una universidad que no es sólo centro de altos estudios destinado a acumular conocimientos o a producirlos sino, también, lugar donde los estudiantes, generalmente jóvenes estudiantes, ya no el niño que dejó atrás el colegio, ni el adulto formado —o deformado— ya incapaz de cambiar sus perspectivas, tienen mucho que aprender éticamente. No se entiende, no entiendo, una universidad empeñada en convertir a sus estudiantes en seres entregados a la repetición de argumentos junto a los cuales alcanzar el más triste, el más lamentable de los resultados: dividir el universo entero entre quienes piensan como nosotros, y los otros: todos los demás.

Como profesor he ido entendiendo, también, que lo que comparto con mis estudiantes se apoya sobre una comunicación muy difícil de realizar con otros, con los hijos, por ejemplo. Entre padres e hijos suele existir mucha memoria deformando o contaminando eso que un padre pueda transmitir y la manera en que puede ser escuchado. Mientras que un joven discípulo, si el maestro logró granjearse su respeto e interés gracias a una bien entendida autoridad, sí se sentirá dispuesto a escuchar a su maestro, a compartir sus razones y a participar de sus verdades.

“Autoridad” proviene etimológicamente del verbo latino “augeo”, y significa, entre otras cosas, “hacer crecer”. Detenta la autoridad quien ayuda a otros a crecer y ejerce su ascendiente sobre ese a quien educa. Mucho más que “mandar”, quien es autoridad ofrece su veteranía. Está en capacidad de educar porque —se supone— ha sido capaz de educarse a sí mismo. La deformación de la idea de autoridad se produce cuando se la relaciona con miedo al castigo. Jamás deberá confundírsela con opresión o temor. Ella se apoya por entero, sí, en una disciplina que permita establecer las prioridades de cuanto el educador sabe que resulta importante dar a conocer. Se sustenta, también, sobre el respeto hacia quien enseña a otros a entender y a entenderse.

Ser autoridad en modo alguno significa que el profesor se imponga a sí mismo como modelo único. Su reto será mostrarse “responsable” de ese mundo que da a conocer a sus discípulos. Lo que significará para ellos no aceptarlo tal cual es, sino intervenir en él para convertirlo en lo que debería ser. Ningún verdadero maestro podría ser neutral o indiferente ante esas visiones del mundo que comparte con sus discípulos. Su deber será comenzar por estimular una visión crítica en ellos.

Tras muchos años como profesor en áreas definidas académicamente como “especializadas”, creo haber terminado por convertirme en un profesor “generalista”, apoyado, esencialmente, en el propósito de divulgar valores y principios relacionados con verdades insoslayables: la libertad, el valor de la autenticidad y la solidaridad, la necesidad de la perseverancia, el irrenunciable apoyo del idealismo y la esperanza… Creo y apoyo una educación donde la ética nunca deje de estar presente. Una educación que signifique enseñar al estudiante a ser más autónomo y libre.

Si realmente cree en su labor, el maestro ha de ser necesariamente optimista. Su tarea docente es una interminable apuesta por la perfectibilidad del ser humano, por su posibilidad de crecer, de cambiar, de mejorar. Evocaré a dos famosos profesores universitarios: Umberto Eco y Jacques Derrida. Cada uno de ellos dibujó versiones idealizadas de universidades capaces de encarnar los más altos valores. Eco, en un discurso pronunciado en Tel Aviv, cuando la universidad de esa ciudad le otorgó un doctorado honoris causa, y Derrida, en una conferencia dictada en la Universidad de Stanford, dijeron cosas muy parecidas: las universidades están destinadas a inculcar en sus estudiantes una conciencia democrática nutrida en el respeto y la tolerancia; llamadas, además, a promover, junto a la transmisión de conocimientos, la creatividad, la imaginación y la sensibilidad.

Tanto para Eco como para Derrida, los valores esenciales de una universidad son la libertad, la tolerancia y la búsqueda de la verdad. La verdad, como alguna vez la describiera Albert Camus, es “misteriosa, huidiza, y siempre hay que tratar de conquistarla”. A la libertad el mismo Camus la definió de “peligrosa”, “dura de vivir” y “exaltante”.

El diálogo, la polémica, la crítica… Se trata de respetar lo que dicen los otros aunque no lo compartamos.

Verdad y libertad: dos ideales; dos realidades de las cuales, estudiantes y profesores, ya acostumbrados a ellas, no podrían prescindir. Por cierto, al ideal de la búsqueda de la verdad se asocia el inmarcesible símbolo universitario de la luz: luz que vence las sombras desterrándolas para siempre del espacio del entendimiento. Verdad y luz, verdad como luz: imágenes de un proyecto semejante: servir a esa sociedad a la cual la universidad se debe, pero frente a la cual precisará siempre conservar, celosa, cierta independencia.

En cuanto a la tolerancia, ella se relaciona con uno de los grandes principios de la vida universitaria: el reconocimiento y el respeto por el otro. El tiempo universitario acerca a estudiantes y profesores en la pasión por el saber y la valoración del espíritu crítico. El diálogo, la polémica, la crítica… Se trata de respetar lo que dicen los otros aunque no lo compartamos, de entendernos unos y otros aunque no estemos de acuerdo; de aprender que los otros son nuestros iguales, de reconocer el valor de la diversidad de criterios y el sentido humano de la discrepancia. Cito a Eco: “…ser diferentes no es malo. Es malo querer impedir que los demás sean diferentes”.

Más allá de las universidades, y pensando en principios éticos esenciales para toda forma de convivencia humana, recordaré aquí la que, acaso, sea una de las reflexiones más válidas en relación con modelos de coexistencia social tolerante y solidaria. Pienso en La otra voz, uno de los últimos libros de Octavio Paz. En él Paz desarrolla significativas reflexiones acerca de los ideales políticos de la modernidad. Ante los grandes lemas de la Revolución Francesa: libertad, igualdad y fraternidad, Paz se pregunta: ¿qué pasó con la fraternidad? El mundo ha conocido muy bien el ideal de libertad privilegiada por sobre la igualdad, o de ésta dominando el principio de libertad, pero hasta el momento nadie ha conocido una fraternidad que hubiese significado la comunicación ética de los otros dos grandes ideales.

Fraternidad: algo parecido a la caridad, muy semejante a la solidaridad y la concordia… ¿Qué pasó con ella? La libertad tiene un contrapeso terrible en el desenlace de mucho poder en manos de muy pocos. La igualdad, que, en principio, significa igualdad de oportunidades para todos, frecuentemente concluyó en la existencia de todopoderosos Estados policíacos exigiendo de todos los seres humanos absoluta sumisión al siempre amenazante poder de algún partido o hacia la carismática figura de un idolatrado personaje. Mientras el ideal de libertad pudo llegar a corromperse en la iniquidad de una justicia diferente para unos, los poderosos, y para otros, los desvalidos, el ideal de igualdad terminó traduciéndose en el aplastamiento de toda forma de disconformidad. Entre el uno y el otro, el ideal de fraternidad hubiese significado una respuesta ética capaz de hacer menos cruel la injusticia de la “libertad” y la inhumanidad de la “igualdad”.

Es el gran desenlace de La otra voz: un necesario sentido ético para el destino de la historia humana. Algo que Paz define como un modo más “poético” de vivir, de comportarnos y de relacionarnos los seres humanos unos con otros.

Convivir “poéticamente” en medio de sociedades más justas, con desigualdades menos flagrantes y mecanismos coercitivos menos inhumanos. Sociedades más “poéticas” dentro de un mundo más “poético”: metáfora de la poesía como algo que va muchísimo más allá de tradicionales acepciones literarias; ideal inspirador de lo humanamente superior, de lo moralmente elevado y digno. Poético sería, por ejemplo, eso que Aristóteles definía de “armonioso” o “virtuoso”. Poética sería la voz del arte o la voz del conocimiento y la sensibilidad humanos proyectándose sobre el universo a la espera de distinguir alguna respuesta de éste. ¿Respuesta o, acaso, un espiritualizado eco de la voz de los hombres?

Rafael Fauquié
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