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Un… ¿legado?

jueves 19 de marzo de 2020
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Un... ¿legado?, por Rafael Fauquié
A lo largo de nuestra existencia destacan épocas centrales: niñez, adolescencia, juventud cercana a la madurez, madurez alcanzada y, por último, el tiempo de la vejez, el del final del camino. Fotografía: Frame Harirak • Unsplash
“Al llegar a mi madurez se fue haciendo en mí una concepción de la vida fundamental en la imagen y en la metáfora”.
José Lezama Lima
“…alguien aprenderá algún día de ti si sabes dejar una huella. Se trata de un hermoso intercambio que no tiene nada que ver con la educación. Es historia. Es poesía”.
J. D. Salinger: El guardián en el centeno
“El arte es poder. Sólo eso, o sobre todo eso: poder para tocar el alma de los hombres y, de paso, colocar allí las semillas de su mejoramiento y felicidad”.
Leonardo Padura: Herejes.

En un ensayo titulado “La ideología de la muerte”, su autor, Herbert Marcuse, señala cómo la muerte ha sido, a lo largo de la historia de la cultura occidental, el paradójico referente encargado de asignar un sentido a la existencia humana. Según Marcuse, todo habría comenzado con el imaginario de la muerte de Sócrates. Condenado a morir, Sócrates, que hubiese podido salvarse exiliándose de Atenas, escogió sacrificarse en defensa de sus principios y, haciéndolo, estableció para la memoria futura de la humanidad una dramática referencia: sólo la manera en que morimos o escogemos morir otorga un sentido a nuestra vida.

Creamos imágenes, las utilizamos, las evocamos, nos desciframos en ellas, entendemos y nos entendemos gracias a las interpretaciones que nos permiten.

La más importante conclusión del texto de Marcuse se expresa en esta frase: “El poder sobre la muerte es también poder sobre la vida”. Se trata de buscar en nuestra existencia una razón para vivirla o, en términos del propio Marcuse, “que (la) vida sea un fin en sí misma y no un medio”. La muerte, pues, como conclusión natural de la vida: ni manipulación ni inspiración: hecho ineludible que debería guiarnos hacia una mayor comprensión del significado de vivir, de construir esa historia que es la nuestra. Descubrir un sentido de continuidad y de crecimiento para nuestro tiempo; que en éste, a la imagen de divagantes principios, suceda el proceso de un largo y coherente desarrollo que culmine en un final donde no se contradiga el tiempo anterior.

El escritor cubano Lezama Lima relacionó la totalidad de su obra, y aun de su propia vida, con significados dibujados en algunas imágenes. “Ninguna aventura, ningún deseo —dice Lezama— ha dejado de partir de una semejanza y de una imagen… Todo lo que el hombre testifica lo hace en cuanto imagen”. Lezama no hace sino establecer una constatación: los hombres precisamos de las imágenes para relacionarnos con nuestro tiempo y con el tiempo que es de todos. Creamos imágenes, las utilizamos, las evocamos, nos desciframos en ellas, entendemos y nos entendemos gracias a las interpretaciones que nos permiten. Representamos con ellas la reunión de las cosas más diversas. Con ellas damos un sentido de totalidad a épocas, experiencias, recuerdos…

Imágenes de vida: ilustración de nuestra historia, figuraciones gravitando sin cesar en torno a ésta…

A lo largo de nuestra existencia destacan épocas centrales: niñez, adolescencia, juventud cercana a la madurez, madurez alcanzada y, por último, el tiempo de la vejez, el del final del camino. Todas ellas acarrean sus propios imaginarios.

La primera época, la de la niñez, señala la contradictoria imagen de una indefensión que se desconoce a sí misma, visión de vulnerabilidades ignoradas. En su ensimismada soledad, el niño, rodeado de un ámbito generalmente cómplice de ilusiones y espejismos, se percibe aislado y protegido.

Finalizada la infancia, junto al tiempo de la adolescencia, el joven —generalmente de manera difícil, eventualmente dolorosa— descubre otro mundo: toscamente real, torpemente invasivo. Se produce, entonces, un choque entre ese reciente pasado infantil donde todo giraba alrededor de sus caprichos y un presente de azarientos espacios. Es el brusco contraste entre el imaginario de una satisfecha soledad irreal y nuevas imágenes de desafíos atolondrados, de rebeldías inútiles y de la absurda exigencia del joven de ser el centro de un mundo del cual lo ignora todo.

“Un muchacho joven —ha dicho Borges— no sabe muy bien quién es, es ilimitado, no sabe cuál será su destino, es decir, cuál será su forma”. Abundan en el tiempo juvenil la voluntad carente de norte o engañada sobre su norte, las jactancias gratuitas, la absurda multiplicación de retos insostenibles. Rodeado de quimeras, el joven busca y se busca sin cesar. ¿Qué precisa su voluntad temprana? Sin duda, menor dilapidación, y, sobre todo, una mayor permanencia a solas consigo misma.

Un libro icónico sobre la adolescencia, El guardián en el centeno, de Jerome David Salinger, dice en una de sus páginas: “Esta caída que te anuncio es la clase de caída que acecha a los hombres que en algún momento de su vida han buscado en su entorno algo que éste no podía proporcionarles”. Caída o percepción de caer: imagen del joven incapaz de perseverar que identifica su porvenir con un ahora que mucho tiene de ilusorio. Creyéndose fuerte, es débil porque depende excesivamente de su propia irrealidad. Si la lucidez lo hiciese afortunado, comprendería la necesidad de conquistar apoyos que contrarresten su inmadurez. Por lo pronto, deberá aprender a desconfiar de lo inmediato y repentino. A aceptar la valía de aquello que lentamente va consolidándose con firmeza en él. A distinguir como lo realmente valioso sólo aquello que se prolonga, lenta y largamente, ante sus días.

El aburrimiento, esa incapacidad de permanecer en nuestra compañía, ese no saber estar a solas con nosotros mismos, esa fragilidad que nos convierte en enemigos o en rehenes de nuestro propio tiempo, es un sentimiento por demás frecuente en la juventud. Acaso sea él una de las causas de ese fenómeno tan común en nuestros días: el consumo de drogas. Respuesta y regocijo del débil, del inseguro, del inmaduro, la drogadicción, metáfora de una libertad desperdiciada, entroniza la pasividad satisfecha, la incomunicación en medio del estupor, la estupidizada satisfacción, la inercia. Multiplica la irrealidad de las sensaciones y las memorias, la estridencia del ahora a costa del silencio del antes y del después.

Un fenómeno muy frecuente también en los años juveniles es el llamado “bovarismo”: creernos diferentes a como realmente somos. Actitud generalmente pasajera, ella se agravaría terriblemente en caso de prolongarse en el tiempo. Será entonces la tan frecuente imagen de seres humanos permaneciendo a todo lo largo de su vida de espaldas a sí mismos, creyéndose diferentes a como realmente son, esperando de ellos cosas que jamás podrían obtener, viviendo de sueños prestados y de ilusiones ficticias.

Poco a poco, el joven comienza a madurar. Ya hombre, va comprendiendo mejor los retos de su aventura dentro del mundo.

Otra expresión del tiempo adolescente es el inconformismo convertido en respuesta y autoafirmación. Acaso una manera del joven de apegarse a esas imágenes infantiles que le permitían permanecer al margen de cuanto no le interesaba o no le preocupaba entender.

Sin embargo, un cierto inconformismo revela válidas maneras de reconocer algunas prioridades que nos pertenecen sin ser, eventualmente, las de la mayoría. Recuerdo un pasaje del diario de Cesare Pavese El oficio de vivir: “Soy incapaz de los sentimientos comunes: placer de la fiesta, alegría de la muchedumbre, afectos familiares…”. Prioridades particulares: no interesarse por lo que interesa a casi todos, no apegarse demasiado a lo que tantos y tantos se apegan ni valorar las cosas de la misma manera que ellos… Aunque me he referido al inconformismo a ultranza para criticarlo, no puedo dejar de reconocer en humanas inconformidades un cierto valor. No se trata de negarnos a acatar lo que casi todos acatan por un simple “llevar la contraria” en un gesto de absurda beligerancia, sino, eventualmente, reconocer en ese gesto cierta insoslayable cercanía a nuestra individualidad.

Poco a poco, el joven comienza a madurar. Ya hombre, va comprendiendo mejor los retos de su aventura dentro del mundo. Sus imágenes van transformándose. Comienza a entender que lo que no le interesa y lo que no le concierne no necesariamente son la misma cosa. Entiende también que está forzosamente obligado a dialogar con su entorno y, más aún, que es capaz de acercarse provechosamente a ese entorno a través de ciertos puentes que logró convertir en paisajes propios.

“Para que a su rumor crezca el paisaje —escribe el poeta venezolano Eugenio Montejo— mido planos, niveles, geometrías, construyo andamios sólidos”. Acaso como un rezago de viejas imágenes infantiles de protección, el hombre maduro sabe que precisa rodearse de sitios protectores, imaginarios que le transmitan significados de autenticidad, de verdad, de legitimidad. En ocasiones proyección de sus más hondas ilusiones y esperanzas, sus paisajes irán enseñándole a distinguir, a entender, a confiar. Formarán parte de la mayor de sus conquistas: el autoconocimiento, la identificación de sus fortalezas y flaquezas, la aceptación de ese camino suyo donde ha conquistado un sentido del tiempo vivido y del tiempo por vivir.

Una de las más importantes contribuciones al hallazgo de ese sentido del tiempo propio será el descubrimiento de una vocación y su afirmación en ella. Una vocación: esencial argumento de vida, respuesta personal donde se relacionan la libertad individual y el infinitamente impredecible afuera. En uno de sus poemas, dice Rafael Cadenas: “Estar sin ídolos, con la vida, siendo”. Creo que de eso trata toda vocación: de apoyarnos irrenunciablemente sobre esa decisión nuestra de “estar con la vida, siendo”.

Para ser definida de tal, una vocación ha de ser irrevocable (aunque, a veces, no la distingamos tempranamente y sólo algo tarde logremos identificarla). Corresponde a cada quien sentirla, vivirla y, sobre todo, merecerla… Pero a pesar de su extrema importancia —y acaso sea ésa una de las imágenes fundamentales que un ser humano logra conquistar a medida que avanza hacia el final de su vida— una vocación no será nunca una finalidad en sí misma. Será un medio, un instrumento esencial que nos permitirá acceder a una relación más plena con el mundo. Su significado residirá en lo que ella nos permita ser en relación con esos otros con quienes convivimos. Es una compañera cardinal, una conquista —generalmente temprana conquista—, pero su sentido último será nuestra legitimación como seres sociales.

Somos a la vez conciencias solitarias y fragmentos de una colectividad. Responsables de nosotros mismos lo somos también de aquellos con quienes estamos obligados a compartir nuestra “residencia en la tierra”. Precisamos apoyarnos en imágenes que ilustren nuestra concordancia con el mundo, nuestra responsabilidad para con los demás. Sin ello nuestra existencia podría finalizar reducida a eso que Hannah Arendt definió como “el cinismo de aquellos que han vivido demasiado y han comprendido demasiado poco”.

La imagen de nuestra necesaria responsabilidad para con otros, generalmente coexiste con la de una adquirida conciencia de vulnerabilidad. El ser humano que se aproxima a la vejez suele ver multiplicarse en sus espacios imágenes de fragilidad, de incertidumbre, de precariedad, de indefensión… Sin embargo, estos debilitantes imaginarios afortunadamente coinciden con otro: el apoyo de una memoria que suma muchos aprendizajes. Ya viejo, el hombre se sabe vulnerable, pero, a la vez, se reconoce capaz de enfrentar su vulnerabilidad.

Otro aprendizaje que llega con los años es el del reconocimiento de nuestros sentimientos. Hemos aprendido a aceptar su importancia, así como la necesidad de someternos a sus designios. Distinguimos en ellos el imaginario de nuestra espiritualidad y un sustento de nuestra plenitud. Sentimientos, emociones, espiritualidad… Voces todas alusivas a lo mismo: el imaginario de una humanidad conquistada.

Aprendizajes de vida: conquista de límites fuera de los cuales la existencia resultaría inconcebible. Conquista de lugares que nos pertenecen y a los cuales jamás podríamos renunciar. De una u otra forma, la mayor parte de los imaginarios que ilustran la existencia humana podrían relacionarse con espacios. El tiempo infantil, por ejemplo, coincide con la imagen de una espacialidad que es, sobre todo, casa, protección, encierro vigilante.

Infancia: tiempo de cercanías, de entrañables centros frente a un afuera desconocido y abrumador; tiempo de la casa, una casa primera que rodea al niño como imagen prestada. No le pertenece. No la conquistó ni la mereció. Le fue entregada por un círculo familiar que la ha diseñado para su disfrute. Es un don, un regalo que preserva su indefensión.

El caminante que ha comenzado a envejecer entiende que su tiempo y su espacio no podrían sino complementarse en un imaginario que traduce experiencias y aprendizajes conquistados.

La adolescencia, la juventud primera, se relaciona con la imagen de un camino permanentemente abierto: amplitud espacial de aventuras cuyo cumplimiento pareciera justificarlas por sí solas. Imagen de recorridos extendidos hacia todas las posibilidades; recorridos a tientas, rodeados por toda clase de opciones e impulsados por propósitos casi siempre confusos. El joven ha renunciado a la imagen de la casa infantil para acogerse a una nueva imagen que habla de rupturas, desafíos y probabilidades. Para él todo pareciera convertirse en afuera, formar parte de una exterioridad donde lo irreal y lo posible son siempre eventualidades. Llevada al extremo, esa exterioridad corre el riesgo de traducirse en intemperie: lugar donde los límites no existen ni tampoco existe protección alguna contra la devastación de los elementos. Cuanto señala resguardo o protección es ajeno a la imagen de intemperie. Es el mayor riesgo de la espacialidad juvenil: hacerse vastedad desoladora donde todo termine por perder referencialidad y sentido, y el joven deje de ser caminante para convertirse en tránsfuga incapaz de dejar huellas, de crear, de permanecer.

Los años irán dando paso a otras imágenes espaciales. Será el largo y complejo tiempo en que los adentros se esfuercen por imponerse a los afueras. En el hombre que ha madurado hay una creciente desconfianza hacia lo impredecible, ante lo fortuito. Percibe la necesidad del regreso a un centro necesario que, de muchos modos, evoque los viejos espacios de la casa infantil. Es la pulsión hacia redescubiertos centros que den sentido al camino, que acerquen avatares y peripecias a una espacialidad propia cargada de aprendizajes y de significados. La imagen del camino como aventura y posibilidad se transforma y adopta crecientes signos de itinerario, de rumbo predecible, de continuidad necesaria. Es la recuperación de la casa, pero ahora como lugar dependiente de la voluntad del caminante: adentro conquistado capaz de lograr que todo o casi todo gravite a su alrededor; centro apoyado en verdades que tienen que ver, principalmente, con necesidad de equilibrio y anhelo de armonía.

Entre la fijeza de la casa y el desplazamiento del camino se impone una imagen de continuidad temporal: tiempo como flujo, cadencia que no podría interrumpirse; fluir que habla, a la vez, de preservación y de evolución. El caminante que ha comenzado a envejecer entiende que su tiempo y su espacio no podrían sino complementarse en un imaginario que traduce experiencias y aprendizajes conquistados, serenidad necesaria; pero, por sobre todo, gratitud.

Tan verdadero, tan irrefutablemente verdadero es sugerir que lo mejor de la vida está en sus comienzos, como sostener que sólo una vez avanzada nuestra existencia lograremos entender realmente cuanto ella pudo enseñarnos. De esta manera, el frecuente imaginario de una vejez débil y arrinconada dejaría paso a otro: el de la gratitud del anciano capaz de valorar lo que la vida le ofreció; reconciliación, en fin, con ese tiempo transcurrido en el cual se reconoce y aprueba.

Distinguir en el paso de los años sólo estrago, quiebre o desvanecimiento… Lugar común asentado en la muy visible imagen del envejecimiento y sus fisuras. Ancianos que desvanecen sus días en medio de la soledad o la ausencia, ceniza de años y años como corolario del final del tiempo vivido… Estereotipos terribles eventualmente conjurados por imágenes igualmente posibles: el agradecimiento de quien ha aprendido a vivir derivado en un propósito por legar a otros —próximos otros o lejanos otros: poco importa— vivencias, aprendizajes, respuestas necesarias…

En un ensayo titulado “Individuo y sociedad”, Einstein desarrolló la idea del itinerario de la humanidad como un interminable legado en el cual todos los hombres participan. Infinita herencia de experiencias y perspectivas, de circunstancias y realidades, de comprensiones y espejismos, de verdades y revelaciones que fueron señalando, todas ellas, una a una, desde el comienzo de los tiempos, el destino humano.

En el caso de quienes amamos escribir, nuestro particular legado vive en la comunicación con quienes pudieran acercarse a nuestras voces. Si de veras merece su nombre, un escritor escribe no sólo para residir y resistir junto a sí mismo, lo hace también como expresión de solidaridad con otros, con los otros. Cada nuevo libro, cada monólogo-diálogo que emprenda consigo mismo revelará imágenes de esa historia que sólo a él pertenece. La obra del escritor —en general, de todo artista, de todo genuino creador— será su legado: su experiencia convertida en signo: individual añadido, ínfima contribución humana —como señalaba Einstein— al mundo de los hombres. Y el imaginario de ese legado debería traducir gratitud: agradecimiento relacionado con la experiencia de vivir, de haber sabido vivir.

Rafael Fauquié
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