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¿Una poética de la enseñanza?

martes 15 de marzo de 2022
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¿Una poética de la enseñanza?, por Rafael Fauquié
Es poética la curiosidad iluminada por la imaginación, la pregunta por el hombre, la respuesta de la ética, la incertidumbre cediendo el paso a la réplica creadora. Fotografía: Preben Gammelmark • Pixabay
“Sólo por la palabra somos hombres y nos mantenemos unidos entre nosotros”.
Miguel de Montaigne
“Sólo nuestras obras y nuestros discípulos dan al navío de nuestra vida brújula y dirección”.
Nietzsche
“…la palabra en su sentido más amplio: un gran sistema de creencias o una ética de la conducta”.
Seamus Heneay

Todo ser humano ha podido sentir alguna vez el impulso de comunicar a otros sus comprensiones, de compartir con otros conocimientos y memorias. De igual manera, ha podido sentir la necesidad de escuchar de otros experiencias, visiones y versiones, y haber decidido incorporar todo esto a su manera de distinguir, de conocer, de entender.

Ser maestros de alguien o ser aprendices de alguien… Todos podemos convertirnos, bien en lo uno, bien en lo otro. Sin embargo, existe en algunos individuos la muy expresa voluntad de compartir conocimientos y convertir ese propósito en una forma de vida, en una profesión. Profesión deriva del verbo profesar: anunciar un compromiso, proclamar la entrega a un determinado propósito. Un profesor es, pues, quien anuncia su compromiso de educar a otros, de transmitirles conocimientos, verdades, convicciones, puntos de vista, valores…

He sido por muchos años uno de esos seres. Comencé, como profesor, a dar clases bastante temprano. Por diversas razones, dicho comienzo estuvo relacionado con la experiencia particular de educar a otros sobre muy puntuales temas relacionados con la literatura venezolana e hispanoamericana. Mis cursos estaban destinados a profesionales —profesores como yo— que buscaban enriquecer su propia formación docente. Mi visión sobre la enseñanza universitaria era, en ese entonces, muy clara: se trataba de impartir particulares conocimientos a seres destinados, a su vez, a convertirse en especialistas de dichos conocimientos.

Comencé a identificarme con la figura del educador que busca compartir con sus jóvenes discípulos valores y convicciones.

Aunque eventualmente había dado clase en cursos preparatorios, orientados a jóvenes recién ingresados a la vida académica, en lo personal me consideraba un profesor “especialista”. Por diversas razones, poco a poco fui interesándome cada vez más en esos cursos iniciales destinados a la formación de jóvenes estudiantes recién llegados a la universidad. Comencé a hacer mía la filosofía que subyacía en ellos: su condición de estudios “generales” destinados a complementar los estudios “profesionales” que cada estudiante debía seguir en el interés de su propia formación. Sentía que eso formaba parte, también, del más profundo sentido de lo universitario. Me hice muchas veces la pregunta que ningún maestro podría dejar de formularse: ¿qué significa educar? En mi propia experiencia entendí muy de cerca la gran diferencia que separa al educador del especialista: ambos protagonistas del mundo académico, ambos igualmente necesarios.

Comencé a identificarme con la figura del educador que busca compartir con sus jóvenes discípulos valores y convicciones, perspectivas y opiniones a través de diálogos en torno a ciertos temas irremplazables. Comprendí que algo que contribuye al provecho de esos diálogos lo constituye el que la comunicación entre maestro y discípulos se origine y desarrolle en encuentros nuevos carentes de recuerdos. La palabra que une a uno y otros nace en la fuerza y transparencia de argumentos desarrollados en la oportunidad y elocuencia de la voz del maestro y en una relación apoyada en la autoridad de éste; autoridad que es, sobre todo, ascendiente: algo que debe ganarse y merecerse. Resulta absurda cualquier analogía entre la autoridad del maestro y la opresión del patrón. Desconfiar del concepto de autoridad por principio es una absoluta insensatez.

La mayoría de los estudiantes ha conocido alguna vez a maestros a quienes admiraron y eligieron como modelos. Es una de las consecuencias de la relación justa entre la autoridad del maestro y su discípulo: aproximar mensajes y mensajero; convertir, ambos, en referencia, en ejemplo.

De la parte del maestro, sus voces le permitirán describir y narrar, relacionar, explicar, iluminar… Ellas deberán comenzar por preguntar y hacer de las preguntas el punto de partida de la enseñanza. Saber preguntar; o lo que es lo mismo: incentivar y guiar la curiosidad, fomentar provechosos intercambios de ideas… Del cruce de preguntas y respuestas entre maestro y alumnos, de los diálogos entre ellos, debería surgir un espacio creativo; ni rutinario ni adoctrinador: vivaz, confidente, necesariamente sostenido sobre una esencial confianza. De la parte del discípulo, confianza en la honestidad de su maestro y en la veracidad de su voz; de la parte del maestro, confianza en la disposición del estudiante a escucharlo y a entenderlo.

Se trata de comunicar y de convencer por medio de una expresión preocupada tanto por lo dicho como por la manera de decirlo; de nombrar las cosas con la intención de hacer más efectivo y convincente el decir; de reconocer la importancia del certero manejo de énfasis y mesuras, de la adecuada ilustración de las referencias, de la entonación certera de afirmaciones que deben privilegiarse. Se trata, en fin, de crear una poética de la enseñanza, empeñada en hacer más convincentes las verdades; pero que, sin embargo, nunca deje de aceptar la insuficiencia de las voces.

El maestro cree en su palabra, apuesta por ella, la sabe absolutamente esencial; pero, igualmente, entiende que ella será siempre insuficiente. ¿Su propósito? Hacerla lo más certera posible confiando tanto en su elocuencia como en su oportunidad. Oportunidad de la palabra elocuente: a veces mesurada, en ocasiones enfática, ella está obligada a estimular a ese discípulo que la escucha. Con su voz, el maestro entreteje argumentos, busca interesar y motivar, describir y definir apropiada e ingeniosamente.

Existe la imperiosa necesidad de la parte del maestro, empeñado en formar a sus estudiantes, por hacerse entender a través de la transparente elocuencia de voces poseedoras de un porqué ético.

Del profesor universitario suele esperarse —o, a veces, se lo exige él mismo sin que yo haya podido terminar de entender nunca el porqué— la anulación de la libertad de la expresión propia en beneficio de la contemporización con dialectos ajenos, la conversión del pensamiento en ortopedia de fórmulas y códigos poco descifrables. En el caso de saberes humanos, del conocimiento alrededor de las llamadas ciencias sociales o humanidades, resulta absolutamente absurda toda pretensión de hermetismo, el empleo de lenguajes fuera de la comprensión de casi todos. Rousseau habló de las “jerigonzas de palabras sin ideas”. Nietzsche, por su parte, se refirió al pensador empeñado en oscurecer las aguas para hacerlas parecer más profundas.

Existe la imperiosa necesidad de la parte del maestro, empeñado en formar a sus estudiantes, por hacerse entender a través de la transparente elocuencia de voces poseedoras de un porqué ético, oportunamente capaces de bautizar y de testimoniar. El saber que un maestro pretende comunicar en esos cursos generales empeñados en transmitir conocimientos necesarios para la vida a jóvenes que comienzan a vivir, debe estar destinado a ser entendido y compartido. La poética de la enseñanza a la que hago referencia no podría dejar de reconocer que educar comienza por compartir voces inteligibles en un escenario donde se traduzcan comprensiones y se definan valores y principios. Voces de una poética cercana a la vida, capaz de dar cuenta de la veracidad de respuestas ineludibles y destinada a ahondar en temas relacionados con la espiritualidad humana: autenticidad, honestidad, perseverancia, solidaridad, amplitud, sentido común…

Son poéticas las voces que expresan genuinos significados. Es poética la curiosidad iluminada por la imaginación, la pregunta por el hombre, la respuesta de la ética, la incertidumbre cediendo el paso a la réplica creadora, la creación dibujando un rostro individual. Es poética la solidaridad hecha propósito, la transparencia moral, la fe en la condición humana…

En lo personal no podría dejar de relacionar esa poética de la enseñanza con un sentido esperanzador. Pienso que ningún maestro debe perder la esperanza en su capacidad para introducir algún tipo de superación humana en esos estudiantes a quienes forma. Suele decirse que el maestro debería ser siempre optimista ante su esfuerzo. Más que de optimismo, prefiero hablar de “esperanza”. Es ella la que habrá de permitir al maestro creer en su cometido y perseverar en la comunicación de su mensaje haciéndolo fructífero para él y para sus estudiantes.

De hecho, no sólo en relación con la enseñanza: pienso que junto a cualquier propósito humano, a todo esfuerzo al que nos entreguemos apasionadamente deberá existir siempre la necesaria compañía de la esperanza; un sentimiento que nos diga que nuestra labor está, de alguna manera, destinada a trascender, que nuestros esfuerzos serán recompensados y la expectativa de esa recompensa los justifica.

La esperanza acaso sea una de las maneras más humanas de llevar a cabo cualquier labor, de guiar cualquier esfuerzo, de consolidar cualquier propósito, de establecer en la posible perdurabilidad de los actos y las voces (de las voces como una forma de acción) una finalidad, un porqué, la ilusión de una certera respuesta. En mi caso: la misma esperanzadora visión que ha acompañado desde siempre mi escritura, no podría dejar de relacionarse muy estrechamente con mi esperanza en esos diálogos que, desde hace ya muchos años, comparto con mis estudiantes.

Rafael Fauquié
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