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La ciudad y la oscuridad

martes 21 de mayo de 2019
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La ciudad y la oscuridad, por Aglaia Berlutti
Fotografía: Engin Akyurt

Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2019 con motivo de arribar a sus 23 años.

La pantalla de la computadora se apaga. Me lleva unos segundos comprender que se trata de otro apagón. Uno de tantos, me digo, de mal humor, mientras miro la hora en el teléfono celular. Casi las cinco de la tarde del jueves 7 de marzo de 2019. No pasa nada, me repito, aunque el corazón me empieza a latir más rápido cuando compruebo que no tengo acceso a datos celulares. “No es sólo mi calle”, escribo en una libreta del escritorio. “Otro más”, añado. Supongo que quiero tranquilizarme un poco. Las manos me tiemblan cuando anoto fecha y hora. Si miro hacia arriba, encuentro más de seis líneas idénticas. Otro, me aseguro. No es otra cosa que eso.

Para el grupo de vecinos —que se hace más numeroso, bullicioso, preocupado— sólo se trata de otro apagón. Otra de las tantas pequeñas desgracias que sufre el venezolano a diario.

Escribo para vivir, lo que equivale a decir que además de mi vocación, es también mi trabajo. De modo que la pantalla oscura simboliza un tipo de silencio que me produce náuseas. Náuseas físicas, la sensación helada y recurrente de que me encuentro a solas en un lugar de mi mente casi venenoso. Silencio, me digo mientras paso las manos sobre el teclado, con el corazón latiendo tan rápido que me lleva esfuerzos respirar. Hay silencio en todas partes. Después escribiré la frase a mano, para recordar cuándo la pensé, el motivo que me provocó ese pequeño instante de ruptura. Pero por el momento, sólo me encuentro aturdida, agitada, desconcertada.

En el pasillo frente a mi puerta, escucho las voces de los vecinos. En marzo anochece un poco más tarde y aún hay luz. Alguien se acerca a la carrera, me muestra la pantalla del celular. “Es en todo el país”, murmura. Mi vecina del fondo carraspea la garganta. “Están exagerando”, dice. Pero escucho su miedo. Tan claro y tan evidente como el mío. “Es en todo el país”, repite el del teléfono. “Tengo un poco de señal y es lo que se cuenta”.

En realidad “lo que se cuenta” es mucho más grave de lo que podemos imaginar en ese momento. Nadie puede predecir que no sólo es algo mucho más grave, sino de implicaciones mucho más profundas que cualquier otro suceso similar en la historia del país. Para el grupo de vecinos —que se hace más numeroso, bullicioso, preocupado— sólo se trata de otro apagón. Otra de las tantas pequeñas desgracias que sufre el venezolano a diario, que les golpea como un lento goteo que llega a sofocar, día a día. “En Altamira y Sebucán tampoco tenemos luz”, dice el mensaje de un amigo, desde el otro lado de la ciudad. “Aquí en Coro tampoco”, insiste una de mis primas. Cuando lo comento en voz alta, hay miradas preocupadas. “Es bastante grande esta vez”, comenta una mujer sentada en el peldaño de uno de los escalones. Acaba de subir seis pisos para informarse sobre lo que ocurre. Nos cuenta que hubo varias personas atrapadas en el ascensor, un automóvil que embistió la reja de seguridad eléctrica, al cerrarse por sistema. “Estas pequeñas calamidades”, dice. Sacude el teléfono celular en la mano. Su operadora tampoco brinda servicio. Otro apagón, me digo, cuando regreso a mi casa. Cierro la puerta con doble llave, me quedo sentada en el mueble. Más allá de la ventana, la ciudad tiene un aspecto apacible, engañoso y pálido. La neblina sedosa y de aspecto aceitoso de las primeras quemas del mes envuelve todo. El olor a hierba quemada y algo más desagradable me llega en ráfagas. Miro de nuevo la pantalla del teléfono celular. Son las cinco y treinta de la tarde. Han transcurrido casi cuarenta y cinco minutos desde que todo comenzó. Ya vendrá, me digo. No es la primera vez.

La luz comienza a desaparecer con rapidez. Cuando mi prima —que también es mi compañera de casa mientras intenta emigrar— llega a casa, la silueta de la ciudad tiene un aspecto extraño, mate y tenebroso. “La vaina es en toda Venezuela”, me repite, y me muestra el último mensaje que recibió de un conocido que trabaja en un periódico web. Una lista alfabética que incluye cada estado del país. “No es posible”, le respondo. Ella me mira con gesto serio. “Es una vaina grave”, añade. “No sé qué es, pero la ciudad es un caos absoluto”. Me quedo callada. La avenida frente al edificio en el que vivo está repleta de vehículos. La avenida que conduce a una pequeña circunvalación, y después a la autopista, se abre en medio de un caos de cornetas y gritos. Una multitud de transeúntes camina en todas direcciones. “Apúrense que llega la noche”, grita alguien que no distingo diez pisos más arriba. Miro la hora: son las 6:23 de la tarde. El último manchón de luz del día se abre en arco sobre la montaña. Y entonces noto un paisaje que no reconozco, que me lleva esfuerzos mirar. La ciudad completa está en penumbras. No hay un solo parpadeo azul o amarillo entre las ventanas. No hay otra cosa que ventanas cerradas, a oscuras, hasta donde alcanzo a mirar. Mi prima se acerca al lugar en que me encuentro de pie. “Mi mamá dice que es el Guri, que algo le pasó”, me comenta en voz baja. Acaba de llamar al teléfono doméstico, al parecer la única manera de comunicarse por ahora. “Si es el Guri, todo el país está en emergencia”, comento, aunque no sé muy bien si es cierto, si se trata de una de esas ideas que aprendes y que das por cierta, a fuerza de repetirlas. ¿Qué sé sobre el Guri exactamente?, me digo, y tengo la sensación de que en la maraña de datos de mi cerebro nada es cierto, nada es válido. Porque tengo miedo. Un miedo profundo, desconocido, extraño, venenoso. Vuelvo a mirar la ciudad. La luz apenas dibuja el perfil de los edificios más altos. No hay una sola luz encendida.

—Es grave —repite mi prima—, es algo… peor de lo que hemos pasado.

Me apunta con una linterna de mano en la oscuridad. “Esto va para largo, trae el cargador y pon el celular un rato”, me dice.

No comprendo la idea a cabalidad —en toda su dura y singular extensión— hasta que la noche cae por completo. Entonces noto la magnitud de la tragedia. Caracas tiene un rostro irreconocible, tétrico y peligroso. Aun más, me digo con la garganta cerrada de pánico, subiendo escalón tras escalón hasta la terraza abierta del edificio en el que vivo, a veinte pisos de altura. Caracas es pura oscuridad, no tiene forma. Apenas si un par de focos a la distancia delinean las moles de los edificios más altos. Y eso es todo, me digo mientras me quedo de pie en la oscuridad, entre temblores de frío y miedo. El puto miedo. El miedo que no me deja. Que en Caracas está en todas partes, está en esta sensación de absoluto desamparo. La oscuridad es completa y nos tragó a todos, pienso y me siento estúpida, melodramática. Pero no puedo pensar en otra cosa. La boca de las sombras devoró a la ciudad por fin.

Tomo una libreta de las tantas que colecciono y jamás uso. Escribo en la primera página: “La última luz del día convierte a la ciudad en un espectro”. Me gusta la frase, aunque de momento me parece un poco cursi. Después de todo, sólo se trata de otro apagón, me repito. Me muerdo los labios hasta que casi me provoco dolor. La cabeza despejada, las manos ocupadas, decía mi abuela en situaciones como esa. Escribo también esa frase. En conjunto, es una pequeña crónica desordenada. La mente ocupada, me repito.

 

Cuando vuelvo al pasillo de mi piso, uno de mis vecinos intenta encender una planta eléctrica muy pequeña que logró encontrar. El olor a gasolina me marea, me quedo de pie. Su esposa levanta los ojos, me apunta con una linterna de mano en la oscuridad. “Esto va para largo, trae el cargador y pon el celular un rato”, me dice. Como si fuera mi madre, pienso mientras le obedezco a ciegas. Mi madre, de la que no tengo noticias hace seis horas. En realidad, no tengo noticias de nadie. Ningún número de teléfono funciona, ni tampoco alguna de las operadoras de servicio celular. Me quedo sentada con el teléfono inútil entre las manos. Tiemblo tan fuerte que me castañetean los dientes. Mi prima está conversando con alguien unos pasos más allá.

—Las líneas están caídas —dice su interlocutor—, tampoco hay agua, claro. Y parece que hay saqueos en varias ciudades del interior.

—Eso no lo sabe nadie —dice mi prima.

—Es lo más probable que ocurra —interviene el vecino que lucha con la planta. El aparato hace un ruido ahogado, no enciende. Se sacude. Me mira por encima del rayo de luz que sostiene su mujer—. ¿Qué crees que va a pasar en un país sin ley, mija? ¿En la oscuridad? ¿Tú has escuchado una sirena de policía? Hay que encerrarse y esperar lo peor.

—¿Pero usted cree que esto dure tanto? —pregunto.

Hay un silencio significativo. El hombre sacude la cabeza, vuelve a jalar la cuerda de la planta eléctrica. Esta vez, el motor comienza a funcionar y una pequeña lámpara nos ilumina a todos. Nadie me responde en medio del charco de luz amarilla y sucia que se refleja en las paredes que nos rodean.

***

Son las nueve de la noche. Apenas he tomado una taza de café frío y un par de galletas. La cocina es eléctrica, la cafetera también, de modo que no hay mucho que comer. Mi prima es una silueta rígida junto a la ventana. No deja de mirar la silueta de Caracas sin forma, puras sombras retorcidas entre sí.

—¿Tú crees que vaya a pasar mucho tiempo? —vuelvo a preguntar.

No sé por qué insisto en el tema. ¿Quiero que alguien me consuele? ¿Que alguien me responda lo que quiero escuchar? Pero mi prima tampoco dice nada. Se lleva los dedos a la boca, se mordisquea las uñas. Sacude la cabeza. “Llevamos cuatro horas en esto”, dice por fin. “Hemos durado más tiempo sin electricidad”, digo. Pero hasta a mí me suena ridícula y débil la respuesta. Sí, hubo otros días con más tiempo, pero jamás en medio de algo tan colosal. Cuesta imaginar un país invadido por la oscuridad, las casas y edificios cerrados. Las calles vacías. El paisaje fuera de mi ventana es como una pesadilla, me digo. Será un pensamiento que tendré muchas veces esa noche. Lo tendré mientras miro a los automóviles que circulan con lentitud por la calle, los faros encendidos en medio de la oscuridad sedosa. Lo tendré cuando escuche detonaciones lejanas, una ráfaga de disparos cercana. Alguien grita. No puede ser real, esto. No puede ser real, una calamidad tan… ¿qué? ¿Artificial? ¿No la predijeron una y otra vez la última década?

—Hace años, un diputado anunció este apagón —dice mi prima cuando me escucha—, esto se venía venir. Nadie lo evitó, a nadie le importó que pasara.

No respondo. Pienso en las eternas advertencias sobre una tragedia nacional, sobre cada ocasión en que alguien anunció que algo parecido podría suceder. En la ventana contigua a la mía, mi vecino se las ingenia para enderezar la planta y permitir que varios vecinos conecten cables de electricidad. Los pequeños reflejos de las pantallas tienen algo de inútil, anodinos. Ahora tengo tantos deseos de llorar que quiero hacerlo a gritos, que quiero ¿qué? ¿Escapar? ¿Imaginar que todo esto es eventual? ¿Qué ocurrió por accidente? ¿Que será solucionado con rapidez? ¿Qué se supone que debemos esperar? De pronto, la conciencia de que estoy expuesta a cualquier cosa, de que no sé nada sobre lo que ocurre, de que no tengo idea de si mis parientes y amigos están bien, se hace muy pesada. Un peso sobre el pecho. Empiezo a llorar. Un llanto lento, silencioso, que nadie escucha.

Mi timeline está extrañamente vacío. Y sólo después de leer lo que permite la exigua conexión, comprendo con claridad qué ocurre: no hay venezolanos. No hay noticias del país, tampoco usuarios.

Intento de nuevo llamar a mi madre. No lo logro. A cualquiera de mis tías. A mis amigos más cercanos. Miro a la oscuridad. Ellos están allí, en algún punto de esta ciudad negra. Lo intento tantas veces que al final sólo muevo los dedos como una forma de consuelo. Marco los números de memoria. Lo intento. Lo intento. Lloro mientras lo hago. Lo intento. El pulsar rápido del tono ocupado me provoca náuseas. Tomo el cuaderno de anotaciones, intento iluminarlo con la pantalla del celular. “Todo está en silencio”, escribo. Qué frase tópica, cursi, me reprocho. Pero es así: además de la oscuridad de la ciudad, está el silencio aterrador. No hay un solo sonido familiar: ni la música destemplada del vecino adolescente, las voces y las risas de las ventanas abiertas. El silencio es enorme. Es como una especie de burbuja que lo rodea todo. ¿Qué está ocurriendo? ¿Qué está pasando? ¿Alguien sabe lo que realmente pasa? Aprieto el teléfono con los dedos rígidos y húmedos de miedo. ¿Qué está pasando?

Sólo entonces noto que algunos mensajes acaban de llegar. Un amigo que pregunta en un grupo de mensajería instantánea cómo nos encontramos. “¿Están allí?”, dice alguien más en Twitter. No logro leer lo suficiente. Mi timeline está extrañamente vacío. Y sólo después de leer lo que permite la exigua conexión, comprendo con claridad qué ocurre: no hay venezolanos. No hay noticias del país, tampoco usuarios. No hay nadie que hable sobre lo que ocurre, no hay nadie que lo cuente. Hay silencio, me digo, y ya la frase no me parece tan vacua, tan simple. No hay… nadie allí.

No puedo dejar de llorar. Me escondo en mi habitación a oscuras. Me cubro la cabeza con los brazos. ¿Cómo se puede sentir tanto miedo en el lugar en el que vives? ¿Cómo se puede sentir un miedo semejante? “No sé si este tuit llegará a enviarse, y no saberlo es traumático. Con casi dieciocho horas sin electricidad, nos encontramos aislados, aterrorizados. Sin saber qué ocurrirá. Creo que sufro una especie de colapso nervioso, atrapada en esta situación”, escribo. Pulso el send. Pero el teléfono se queda congelado. En silencio también. Son casi las once de la noche y a ese tuit le llevará doce horas rebasar la oscuridad y la burbuja muda de un país en penumbras. Pero eso no lo sabré sino después. En ese momento, sólo sigo con un aparato inútil entre las manos. Y lloro, lloro de rabia, de miedo, de puro desamparo. Lloro hasta que simplemente el cansancio llega y lo desaparece todo.

***

Duermo muy poco. Despierto cada hora más o menos, salgo al salón, miro por la ventana. La ciudad sigue a oscuras. Mi prima a veces está sentada allí, con un cigarrillo entre los dedos. Otras veces, escucho su voz en el vacío junto a los vecinos. Pero yo no me atrevo a salir de casa. Me siento ciega, tan aturdida que me lleva esfuerzos recordar que no sueño, que esto es real. Es una pesadilla de verdad. Es una pesadilla sin nombre ni forma. Alguien comenta que los voceros de gobierno no han dicho casi nada, sino lo de siempre. “Saboteo”, dice alguien y suelta una carcajada. Pero a mí no me hace reír. El miedo está en todas partes. De nuevo, hay una ráfaga de disparos. Muy cerca, o eso creo, en este silencio los sonidos se hacen estruendosos, casi dolorosos. Todo a mi alrededor tiene la textura de la realidad aumentada, de una masa crítica a punto de estallar. Alguien grita —más bien chilla— y me quedo paralizada en el sofá, la boca muy apretada y tensa. Un herido, me digo. Y sólo entonces lo pienso.

Hay heridos en todas partes. Hombres, mujeres y niños cuyas vidas dependen de máquinas de soporte vital artificial. Ancianos con respiradores, bebés en incubadoras. ¿Y las salas de emergencia? ¿Las de cirugía? El pensamiento me golpea con la fuerza de ola descomunal y me quedo aturdida. Ahora es miedo y también angustia. ¿Qué ocurre en cada ciudad del país? ¿Qué pasa en cada pueblo y caserío? Pruebo con el teléfono otra vez. Pero de nuevo el mundo queda al otro lado del silencio. De este silencio duro, lóbrego, que puede significar cualquier cosa.

Tomo la libreta de nuevo. “En la oscuridad hay muerte”. ¿No es eso melodramático? Pero trato de imaginar los hospitales en penumbras, las salas de terapia intensiva vacías, en ese silencio tenebroso que lo llena todo. De pronto, quisiera describir palabra a palabra esta sensación de horror, pero es tan amplia que me encuentro llorando con la libreta entre las manos. En la oscuridad también hay miedo y dolor.

No sé cuántas horas han transcurrido cuando despierto, porque al final el viejo truco del cansancio me venció. ¿Una? ¿Dos horas? Hay una mancha gris y radiante fuera de mi ventana. Pero todavía todo es silencio. ¿O cómo le llamo a esto?, me digo envuelta en las sábanas. Cuando miro por la ventana, la neblina de aspecto sucio está allí, y también la oscuridad. Han transcurrido casi doce horas desde que todo comenzó y aún el mundo entero parece suspendido. Venezuela, recuerdo. Venezuela, me digo. No todo el mundo. Sólo… ¿qué?

Escucho a mi prima trajinar por la casa. La encuentro sentada frente a la ventana con un termo de café. Me sirve una taza pequeña. Descubro que tengo mucha hambre, pero también que estoy muy cansada. La vieja planta eléctrica del vecino sigue produciendo pequeños milagros, pienso, cuando tomo sorbo a sorbo el café sin azúcar. Ella me mira con expresión cansada.

La ciudad bajo la primera luz de la mañana tiene un aspecto inocente, simple. Pero siento rabia cuando la miro. Contra los crímenes, invisibles y silenciosos, los que se han cometido en veinte años de dictadura corrupta.

—Hay muertos —me dice.

—¿Qué…?

—Gente en las clínicas y hospitales —me explica. Los ojos se le llenan de lágrimas—. Lo comentan en Twitter. Los datos funcionaron hace rato. Leí algunas noticias… leí…

—¿Qué dice la gente?

—Hay gente que murió en choques. Una señora que se cayó por unas escaleras. Gente que le fallaron los equipos médicos.

Sacude la cabeza. Se va a la cocina y no me mira. Pero sé que llora. También lo hago, con las manos que me tiemblan de miedo. El estómago revuelto, la garganta cerrada de impotencia. La ciudad bajo la primera luz de la mañana tiene un aspecto inocente, simple. Pero siento rabia cuando la miro. Contra los crímenes, invisibles y silenciosos, los que se han cometido en veinte años de dictadura corrupta. Veinte años de miedo, en todas partes. ¿Cuándo mierda se acabará esto?, me digo. La frustración es un sabor amargo en la boca, en algún lugar de mi mente que no puedo identificar. Caracas, diez pisos más abajo y bajo la montaña, me mira indiferente.

El día transcurre muy lento. La batería de mi celular se consume y miro la pantalla en negro como un espejo opaco. No hay mucho que hacer. Intento leer un libro. Dos. No puedo concentrarme. Después, de un momento a otro, el pecho se me cierra de ansiedad. No puedo respirar. Arrojo el Kindle de cualquier forma sobre el sofá y me escondo en mi habitación, cierro la puerta. Se me doblan las rodillas. Esto está pasando, más de dieciocho horas sin electricidad. Esto está pasando. Lloro, me golpeo la cabeza con la palma de las manos. Esto es una pesadilla.

Mi prima me encuentra, se arrodilla a mi lado. Me abraza. Como cuando éramos niñas. Lloro, lloro con tanta angustia que creo se me va a romper el pecho en dos. Sigo sin saber nada sobre mi mamá o mis familiares. Seguimos en este condenado silencio terrorífico que no tiene explicación ni sentido. “Están bien, incomunicados, pero bien, quédate tranquila”, dice mi prima. Y quiero creerle. Pero en Venezuela el “bien” es una especie de palabra fallida, inexacta e inexistente. ¿Bien? ¿Quién coño puede estar bien?

De nuevo, junto a los vecinos logro cargar algo de batería del teléfono celular. Nadie habla mucho, todos estamos pálidos y demacrados. “No hay nadie diciendo nada, el pajúo de Maduro dio el día libre”, dice una mujer que conozco apenas, por haberme tropezado con ella en pasillos y ascensores. Se inclina, me toma del brazo. “Esta mierda se tiene que acabar o morimos todos”.

La información llega por ráfagas, el teléfono cobra vida. En Twitter, los venezolanos que emigraron llenan mi timeline de mensajes de angustia y miedo. “Llevo más de nueve horas sin saber de mi familia”, dice J., con su habitual parquedad. “¡No sé nada de mi mamá desde ayer! ¿Quién puede ayudarme?”, dice aterrorizada A., una de mis amigas más jóvenes que recién acaba de abandonar el país. Quiero ayudarles a todos, pero no puedo. La señal de datos va y viene. Batallo con el WhatsApp pero no recibo mensaje alguno. ¿Cuánto tiempo pasaremos así?, me pregunto. Intento tranquilizarme, tan rígido que el cuerpo duele de sólo moverlo. ¿Qué ocurrirá…?

Llevo casi veinticuatro horas tomando interminables tazas de café entre muy caliente y muy frío, galletas pasadas y un poco de queso. Mi prima mira el refrigerador y suspira. “Tendremos que comernos todo antes de que se dañe”, comenta. De modo que terminamos cocinando junto a los vecinos seis piezas de pollo, brócoli y una buena cantidad de papas. Todo a la vez. Alguien lleva carne, también repollo. Al final, las cuatro familias del piso compartimos un almuerzo silencioso y extraño. “Porque jamás tengamos que vivir esto de nuevo”, brinda el dueño de la planta salvadora. Nadie responde. Yo siento deseos de llorar.

***

Son las tres de la tarde cuando finalmente regresa el servicio eléctrico. Grité sobresaltada cuando escuché el estruendo de la televisión al encenderse, voces sin sentido en un eco irrisorio mientras parpadeo, todavía aturdida. Me invade un alivio impúdico y grotesco. Tomo el celular de inmediato. Mi mamá responde a gritos la llamada, ríe y me cubre de bendiciones. Todos estamos bien, dice. Tus tías también. Mi prima también escucha las buenas noticias. Entonces llegan todos los mensajes de WhatsApp que por horas quise consultar. Pero sólo atino a leer uno:

El hijo de C. murió anoche. Tuvo un ataque de asma y al vomitar se asfixió. No lo pudieron aspirar por falta de electricidad.

El hijo de C. tiene nueve meses. Un bebé que sostuve en brazos más de una vez. Un bebé que fotografié por mi amor a sus padres. El cuerpo se me paraliza, siento que el miedo se vuelve una sacudida de revulsión y entonces entiendo que el apagón es la menor de las tragedias. Que no hay nada que supere este luto interminable, enorme y devorador. Por un momento el silencio vuelve, y esta vez es mucho más aterrador de lo que lo ha sido hasta ahora.

“Una ciudad en sombras. Un país tragedia”, escribo en la libreta que no volveré a abrir. Un epitafio privado a esta ciudad en sombras. La necesidad de escribir incluso en mitad de la tormenta.

Aglaia Berlutti
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