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El cronista obstinado

miércoles 22 de mayo de 2019
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El cronista obstinado, por Heberto José Borjas

Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2019 con motivo de arribar a sus 23 años.

Me di cuenta de que su empeño por dejar constancia de estos días aciagos iba en serio cuando de repente nos quedamos a oscuras en plena fiesta y lo vimos encender la linterna de su celular para iluminar el interior de su mochila. Sacó de allí una libreta y un bolígrafo. Se fue a un rincón, mientras los demás lanzábamos maldiciones a nuestra mala fortuna, se sentó en el piso, se encorvó y por un rato largo no lo vimos alejar el rostro más de dos palmos de su libreta azul, desgastada y de esquinas raídas, que ya nos era familiar. Con la mano izquierda sostenía el celular y con la derecha escribía apoyado en uno de sus muslos. No faltó quien se mofara de tan particular iniciativa en un momento como ese, en el que lo previsible es una reacción visceral y pródiga en groserías. Pero nuestro cronista siempre se comportaba así de improbable. No parecían arredrarlo ni el calor ni las voces alrededor ni mucho menos algo tan circunstancial como un apagón. En todo caso, lo único de lo que no teníamos certeza era de la duración de la falla, pero todos estábamos seguros de que él continuaría escribiendo hasta después de que volviese la energía eléctrica.

“El silencio oscuro de nuestras noches: la nueva forma que tiene la muerte de darnos un adelanto de lo que es”, decretó, y se sentó en una esquina a escribir.

En cierto momento se incorporó, estiró su cuerpo entumecido ya de pie, por fin bostezó y miró alrededor. Supuse que la batería de su celular se había acabado también, como mi paciencia ante cada carajada que nos propinaba el destino. En ese instante en que lo vi erguirse y dar unos pasos a tientas hacia la cocina yo me bebía la última cerveza fría que quedaba. Había más pero no bebería nada caliente, y menos cerveza, que a la temperatura ambiente de la ciudad la imaginaba con un sabor parecido al de la orina. Sólo quedábamos él y yo en mi apartamento. Los demás invitados hicieron llamadas desde sus celulares tan pronto inició el (nuevo) apagón y se fueron graneados en cuestión de media hora según el orden en que los vinieron a buscar o decidieron irse en sus propios carros. Eso era un apagón: la ruptura de nuestras rutinas felices, la humillación asentada, el trastorno de la fe. A veces el cronista decía que tras la gran falla nacional, un mes y medio atrás, nos habíamos apocado tanto moralmente que ya no perdíamos el tiempo arguyendo si valía o no la pena celebrar algo, porque siempre encontraríamos en los ejemplos de nuestra desventura la excusa perfecta para empezar otra rumba. Celebrar a pesar de las penurias era también celebrarlas, porque se sobreponían a la razón inicial de la celebración y entonces, sin darnos cuenta, nos reuníamos en una jarana (dizque) improvisada por mera porfía, por no dejarnos menguar con tantas frustraciones renovadas. Cada cervecita que nos bebíamos era un insulto y una protesta contra la desidia, la saña y el constante yerro de la compañía eléctrica estatizada desde hacía años. Y así (lo pongo en boca del cronista, insisto) no celebrábamos por el irreflexivo gusto de hacerlo sino forzados por una situación asfixiante que de vez en cuando nos daba un respiro. “Es otra de las formas en que hemos perdido parte de la libertad”, afirmaba, indignado. No me extrañaría que cada compañero, en medio de tanto licor y tanta música que iba y venía, pensara en cuánto nos duraría el rato ameno antes de lanzar de nuevo al aire las mismas groserías de siempre cada vez que se nos iba la luz. Porque siempre se iba en medio de algo. A nadie lo agarraba la ausencia de energía en algún episodio de inactividad o en tareas independientes del uso de un artefacto que necesitase corriente. Mi cumpleaños era una de esas rumbas obligatorias de abril, un bálsamo de alegría para un barrio tan golpeado por el malvivir como el nuestro, y a pesar del pandemonio imperante, el cronista no se la perdería. Llegó, saludó a todo el mundo, se bebió tres o cuatro cervezas (según conté a vuelo de pájaro), bailó dos piezas seguidas de Richie Ray y Bobby Cruz con la Mayerli, se fumó un cigarrito conversado con ella, y al destapar su siguiente cerveza, ¡pum!, nos cayó a todos como un puñetazo en el hígado la súbita oscuridad y ese silencio de fábrica abandonada a los que nos empezábamos a acostumbrar. El cronista se acercó a mí y me dijo algo con una evidente tristeza que no necesitaba bombillas encendidas para hacerse notar. “El silencio oscuro de nuestras noches: la nueva forma que tiene la muerte de darnos un adelanto de lo que es”, decretó, y se sentó en una esquina a escribir. Dos horas después, todavía a oscuras, me habló por fin, cuando soltó la libreta y el celular: “¿Quedan cervezas frías en la hielera?”.

El cronista se llama Édgar. No siempre nos hemos referido a él con el mote respetuoso de hoy. Hubo un tiempo en que parecía tan normal como cualquiera de nosotros, si es que la palabra normal puede aplicarse a las situaciones de esta generación atribulada entre carencias, zozobra en las calles, desahogos en redes sociales e incertidumbre por el futuro. Era chispeante su sagacidad para los comentarios jocosos. Todo un repentista del humor sarcástico pero de buen gusto que lo mismo hacía reír por fruslerías que por asuntos relevantes. Lo conocí en nuestro primer día como funcionarios públicos en la alcaldía. Compartíamos oficina, nuestros escritorios eran contiguos, nuestro jefe era el mismo patán corrupto y mal hablado que tenía la fortuna de conocer a alguien que conocía alguien conocido por el alcalde. Era enero de 2006, sin duda. No se me olvida porque ambos estábamos ávidos de un trabajo estable y en nuestra nueva condición de recién empleados nos venía como un bote salvavidas flotando a la deriva en la mar. Esperábamos con desespero nuestra primera paga.

Tardamos en caernos bien. Sin embargo, tan pronto demostró en nuestras primeras charlas su léxico rico y su pasión por la lectura me percaté de que era el tipo de persona en la cual valía la pena depositar confianza. Es el preludio de toda amistad la sensación de que se puede compartir una confidencia con alguien sin la mortificación de una potencial delación. Y Rafael ha sido siempre un buen oyente que no parece interesado en ventilar nada de nadie, como si lo que le contaran se convirtiese en un tesoro que proteger contra terceros sin excepción. En un almuerzo a las volandas en la oficina se me ocurrió comentarle que mi novia de aquellos días me tenía ahogado con tantos celos luego de que le había dado el aro de compromiso de diminuta esmeralda para casarnos en tres meses. “¡Cómo me sale ahora con esto! Lo que comparto con ella es un anillo, no un grillete”. Entonces Rafael se paralizó por unos segundos. Me asustó su inmovilidad. Algo procesaba su cerebro en absoluto mutismo. Soltó su tenedor y sacó de su maletín una libreta azul y anotó mi frase del grillete en ella. Le pregunté por qué lo hacía. “Esta es mi libreta de Ideas Interesantes. La estoy estrenando ahora. Usaré frases que tome al momento de concebirlas u oírlas de otros, para un futuro libro. Quizás una novela”. Me agradó la respuesta pero desde entonces me cuidaba de decirle cosas demasiado profundas, no fuese a sacar la libreta más a menudo y en compañía de terceros que no entendieran su explicación. Su condición me dio algo de vergüenza las primeras veces. Sacaba la libreta en restaurantes y bares. Hasta en ascensores. Para cuando me contó de su proyecto de escribir crónicas sobre la realidad circundante ya debía de tener alrededor de veinte frases de mi autoría copiadas en la libreta. Me honraba que considerase alguna de mis construcciones verbales para eternizarlas en un libro. Sin embargo, temo haber sido un involuntario auspiciador de aquella costumbre (devenida en manía ya), porque con el paso de los meses me enteré de que un par de novias del cronista se espantaron ante la rara tenacidad de anotar todo tipo de cosas aparentemente sin ton ni son y en las situaciones y lugares más impensables. Ya entonces no eran ideas cortas sino narraciones de situaciones que veía en la calle o anécdotas de compañeros de trabajo. A veces me daba a leer la libreta. Así fui testigo de que con el paso de las semanas afinaba la prosa y el discernimiento hasta unos extremos de lucidez al reflexionar que me hicieron admirarlo. En determinado momento hasta pensé en animarme a escribir también unas memorias de mi pasado reciente. Y eso es a lo que más puede aspirar alguien que interactúe con terceros: provocarles admiración, inspirarlos, propiciar halagos sinceros. “En poco tiempo, el único que seguirá tratándote soy yo. Te tienes que contener”, le aconsejé de puro bien intencionado tras la ruptura con una noviecita de un mes. “Pero… ¿y esta generación y las que vienen? No tenemos derecho a censurarles y menos quitarles la memoria. Eso, de cierta manera, es un genocidio”. Quedé boquiabierto, sin réplica, y asentí.

El cronista fue más prolífico con su pluma mientras más puñetazos le afincó el devenir de las semanas.

Durante el primer trimestre de 2006 las restricciones económicas del cronista eran de alguien en la bancarrota. Por los días del primer episodio de la libreta azul nuestro jefe nos advirtió que no cobraríamos por primera vez salario al cabo de tres meses, dado que el papeleo administrativo era lento y no había razón para que hicieran con nosotros una excepción. “Para abril les llegará todo el acumulado así como los bonos de alimentación de enero, febrero y marzo”, dijo, como quien anuncia que va a llover y no tiene planes de salir a la calle. El cronista, inmóvil y en silencio, nos dejó ver en su semblante cierta tribulación. Yo sabía el porqué. Se le acababa la plata con que se había mudado a la ciudad y le tocaría pedir auxilio a su padre. Desde que lo conozco no he sabido de nadie a quien le dé más vergüenza estar en deuda. Él siempre ha afirmado que los favores son para hacerlos a otros, no para recibirlos. “Es que el mero hecho de pedirle plata a mi padre me pone en una situación doblemente penosa: confirmarle mi inestabilidad y las altas probabilidades de que me diga que no dará ni un céntimo. Y eso sin contar con que, si me presta esa plata, me la va a cobrar todos los días hasta que se la devuelva”.

Con el paso de las semanas noté que mi compañero perdía peso. Supe, por medio de su libreta azul que dejaba sobre su escritorio mientras iba al baño o a comprarse un café negro, que comía poco, no tanto por falta de apetito sino porque no se podía costear las tres comidas diarias. Su inicial libreta de frases ingeniosas también hacía las veces de diario en el cual él se hablaba a sí mismo en segunda persona como si le hablase al hipotético lector de aquellas líneas. Llegué a leer: Lunes 6 de marzo de 2006. Tercer día seguido que como un pan dulce con malta de desayuno, almuerzo y cena. Es la única manera de que me alcance el dinero que me queda de mis ahorros. Si compro pollo y carne de res, arroz y plátano, no llegaré a fin de mes. En caso de que no me caiga dinero extraordinario a mis manos tendré que empeñar el anillo de oro que me regaló papá. Tragué gruesa saliva en aquel instante. Desde entonces me dediqué a invitarle el desayuno y el almuerzo inventando diversas excusas para justificar la cortesía. De haberle dicho que había leído ese preciso pasaje de su libreta se habría rehusado. Tenía hambre, por supuesto, pero era aún mayor su reticencia a depender de alguien aunque fuese para meterle a las tripas algo distinto de su forzosa dieta. En aquella época también sufrió de mal de amores. Se levantó a una muchacha de la oficina (no tan linda, pero tan sola como él) que lo embelesó con la cangrejera de sus músculos púbicos, según me contó él entre cervezas, y al mes y medio le cortó las alas de buenas a primeras y sin motivos contundentes, como quien tira a la basura una media agujereada que no va a zurcir. El cronista lloró frente a mí el día después de la ruptura. No le dio vergüenza admitir su ingenuidad y exceso de buena fe en las lides del amor. Sin embargo, la situación no pudo ser más estimulante para la escritura. De acuerdo a lo que pude ojear en los ratos que dejaba la libreta al descuido, avanzaba veinte páginas de la libreta al día. Estaba a punto de llenarla. Sus recientes anotaciones daban fe del señorío de los mototaxistas en las calles de la ciudad, del alza constante del dólar en el mercado negro, del aumento exagerado de la pieza estrecha que pagaba a pocas cuadras de nuestra oficina, del empoderamiento de un lumpen ahora envalentonado que se sentía y se comportaba como amo de todo lo que tocaba y deshacía. Le daba la razón a la frase de Francisco de Miranda proferida en la noche de su arresto: “Bochinche, bochinche, esta gente no sabe hacer sino bochinche”, o algo así. No estábamos en el país como para sopesar las consecuencias de nuestras idolatrías políticas. Mientras la mayoría aplastante del sistema impusiera el ritmo y el tempo, nosotros (el vulgo) sólo tendríamos la opción de bailar el son, unirnos a la comparsa de un carnaval espurio, hasta que colapsara nuestro ritmo respiratorio o se nos fatigaran los pies. Todo era despilfarrado a nuestro alrededor, desde el dinero hasta el tiempo, acaso las dos cosas menos recomendables de malbaratar. El cronista fue más prolífico con su pluma mientras más puñetazos le afincó el devenir de las semanas. La distancia entre la oficina y su cuarto de alquiler la cubría siempre a pie, porque no gastar en pasajes en bus le daba la oportunidad de comerse una empanada fuera de su presupuesto original. Llegaba cansado y sudoroso a su escritorio pero no dejaba de darme un parte de las cosas que contemplaba en la calle, que luego eran vertidas en su libreta de crónicas. Página a página proponía soluciones, criticaba el estado actual de cosas con la misma incisión con que elogiaba un buen libro recién leído. Su primera y segunda libretas azules eran un franco diario de la supervivencia. Una vez me dijo, medio en broma y medio en serio: “Quise ponerle el título Diario de un peatón a estos escritos, pero ya Joaquín Sabina me lo robó. Así se llama un disco que sacó hace unos pocos años, ¿sabes? El que trae la canción ‘Benditos malditos’, ¿te acuerdas?”. Asentí y le dije “Ajá”, como si supiese de toda su discografía, aunque yo por entonces apenas conocía de él un dueto con Rocío Dúrcal de los años noventa y un par de números más. Gracias al cronista empecé a escuchar a Sabina con atención y hoy lo tengo en el pedestal de los cantautores sagrados para mis oídos.

Comprobamos que la adversidad acerca a los afligidos, pero que el júbilo de una buena noticia común afianza esa cercanía porque es entonces cuando se confirma que las contrariedades no son el verdadero motivo de la convergencia.

Cada vez que le invitaba algo le costaba decir gracias, apenas sonreía o me ponía la mano en el hombro mientras alzaba un pulgar: así logré decodificar sus muestras de gratitud. Cargaba consigo la libreta cual amuleto de buena suerte. La sacaba en medio de cualquier conversa si escuchaba alguna frase interesante en la mesa de al lado o de algún mesero que iba o venía. A mediados de febrero me dijo por fin que había comenzado la transcripción en limpio de un libro de crónicas que quería publicar.

Y cobramos por fin el diez de abril, en pleno inicio de la Semana Santa. Tres meses de salario junto con sus bonos de alimentación. El jefe no había mentido. Tamaña alegría y ganas de beber alcohol etílico le siguieron al acontecimiento. Invitamos a un par de compañeras de la oficina a jugar billar y fumar y tragar cerveza helada hasta el hartazgo. Aquella noche nosotros les pagaríamos todo, las sacaríamos a bailar, las besaríamos en medio de la penumbra del antro oloroso a cigarro, las empecharíamos de perros calientes en una esquina concurrida, nos las culearíamos si no ponían reparos, y el mundo podría por fin irse a la mierda con un final feliz. Mejor si era en mitad de un sorbo largo, mejor todavía si era en mitad de un polvo motelero. Aquella vez, cada uno con su hembra pegada al cinto, nos hicimos uña y carne, como dicen por ahí. A juzgar por lo que escribió aquellos días, yo era la carne (algo fungible y acomodadizo), él era la uña (filoso y creciente con cada crítica y cada descripción del modus vivendi capitalino redactada en su libreta). Comprobamos que la adversidad acerca a los afligidos, pero que el júbilo de una buena noticia común afianza esa cercanía porque es entonces cuando se confirma que las contrariedades no son el verdadero motivo de la convergencia sino un punto de encuentro cualquiera que el azar obsequia con sutileza para que podamos sopesar el sustrato de humanidad de cada quien.

Hoy ambos nos conocemos como sólo se conocen aquellos que se hacen hermanos del alma por constantes lances de fortuna y desventura. Ese ha sido el ciclo de la supervivencia reciente. Un círculo vicioso de instantes donde nos sentimos pletóricos de vida y buena vibra versus días de nubes grises donde la miseria de la patria nos salpica o golpea (según la intensidad) de mugre desde los dedos de los pies hasta la misma frente. He abierto negocios que han quebrado, he respirado el aire viciado de bombas lacrimógenas en la calle, he sido herido de bala en un atraco, he reunido dólares durante un par de años para emigrar, y el cronista sigue en lo suyo. En 2008, cuando en el país todavía las editoriales extranjeras invertían en el país, estuvo a punto de publicar su primer libro de crónicas. Algo en las condiciones del contrato de edición no debió de haberle gustado dado que, salvo esa sucinta mención, en los meses siguientes no le escuché decir nada más sobre la publicación. No recuerdo el título provisional que tenía el manuscrito. A estas alturas de nuestra amistad él autopublica una compilación de crónicas cada año y medio, de modo que he perdido la cuenta de su cronología. Aunque tengo los ejemplares de primera edición firmados por él mismo, no he querido leerlos. Acaso me embriaga el temor a encontrar dolorosas recordaciones de nuestra soltería repleta de altibajos o que simplemente las palabras le hagan un flaco servicio a vivencias que padecimos en carne propia. La gloria y decadencia de nuestras vidas era el fiel reflejo de lo que pasaba alrededor. El país se nos iba poco a poco, con cada zancada larga que el desgobierno desplegaba, tan larga como nuestra capacidad de aguante, pero a fin de cuentas ni el cronista ni yo, casi rozando los cuarenta, teníamos bríos ni fe en nada que no tuviese que ver con la provisión a nuestras necesidades básicas. Uno sobrevivía, más que por amor a la vida, por la tozudez de no darle el gusto a la miseria de apretujarnos con su hediondo abrazo. Sobrellevamos de puro milagro los rumores de inestabilidad gubernamental y conspiraciones a diestra y siniestra. Nos dio mala espina la vehemencia con que se protestaba en las calles contra los exabruptos del poder, porque más que ser expresiones de legítimo malestar nos parecía que eran meros callejones sin salida en donde nuestra juventud se exponía inerme a ofrecer sus vidas y derramar su valiosa sangre en un matadero enorme, que era básicamente en lo que se habían convertido nuestras calles. Afuera de las casas no se transitaba por las avenidas para llegar a otro lugar, se guerreaba de la manera más desigual.

Y entonces ocurrió el gran apagón nacional a comienzos de marzo. Nos desplomamos espiritualmente. No vale la pena negarlo. Yo, entre los días 7 y 11 de ese mes, no tuve ni un minuto de servicio eléctrico en mi apartamento. El cronista dejó asentado en una nueva libreta (¿cuántas tenía?, ¿compró varias iguales?) las variopintas maneras de interacciones de la atribulada vida sin electricidad. Lo primero que anotó fue la usurera práctica de vender velas a dos dólares la unidad. ¡Dos dólares en un país en donde el salario mínimo era un monto burlesco! Cuando tuvo que pagar otro dólar a cambio de quince minutos de recarga de su celular, el cronista colapsó. Ese día tocó mi puerta con los ojos enrojecidos, despeinado, flaco y oloroso a pabilo de amarrar chorizos. Tenía tres días sin bañarse y me preguntaba cabizbajo si yo tenía agua reservada para poder lavarse por lo menos sus partes íntimas. Me dijo que en el camino escuchó a una señora reclamándole a gritos a su vecino que le devolviera los dos gatos de ésta. “Sabes qué respondió el tipo?”, me dejó unos segundos con la miel en los labios. “Le dijo con rabia: ‘Lo siento por usted, vecina, pero tenía que darle de comer a mis hijos’”. Mientras el cronista se bañaba en mi ducha, me acosté en mi cama a llorar.

Édgar, el cronista, mi amigo de verdes y maduras, ha tenido desde hace tiempo más claro que cualquiera de nosotros que la gesta de la nueva era o la debacle total necesita de juglares que la transmitan a futuras generaciones.

Al cronista nunca le ha gustado la expresión luz para referirse a este servicio público. Lo llama electricidad, a secas. Para él la luz es la fuerza del entendimiento humano que deriva en afanes creativos, en reflexiones que motivan movimientos y credos. Toda capacidad humana para extender a cotas inimaginables la virtud de la solidaridad y expresarla en hechos concretos es luz. “Desde ese punto de vista, somos gobernados por fuerzas oscuras, sin duda”, le he escuchado decir de vez en cuando. Desde hace tiempo algo de la luz que tanto busca en los demás se apaga dentro de sí mismo. Hoy luce más flaco y ojeroso que en los días de sus peores penurias monetarias y amorosas en 2006, de los que fui testigo. Se siente mal, del alma y del cuerpo, pero no deja de escribir. Sigue autopublicando sus crónicas costeadas por el milagro de fundaciones y editoriales que cubren los gastos de impresión y montaje en plataformas digitales. Ahora puede ser leído en los cinco continentes. Se está pudriendo al mismo ritmo que la patria. Su cuerpo desmedrado parece que no dará guerra por muchos años. Ha desoído mis consejos de acudir a consultas médicas. No fuma porque hoy es un vicio que no puede costearse. A punto estuve de convencerlo de que emigrara conmigo a otros confines del continente donde guarecerse de tan fétida realidad, pero a última hora me dijo que se quedaba. “¿Quién se va a quedar contando lo que pasa? No puedo abandonar mi rol en esta tragedia”.

Nadie le ha pedido ningún sacrificio ni mucho menos la titánica iniciativa de relatarnos a nosotros mismos en qué nos habíamos convertido (en algo feo, que estaba presente siempre, que aleteaba copiosamente detrás de cada uno de nuestros actos de buena voluntad, me temo), pero Édgar, el cronista, mi amigo de verdes y maduras, ha tenido desde hace tiempo más claro que cualquiera de nosotros que la gesta de la nueva era o la debacle total necesita de juglares que la transmitan a futuras generaciones. Ya será asunto de esas generaciones decidir si evitan o repiten las pifias de nuestra historia. Desde el extranjero le ayudo como puedo enviándole un dinerito de vez en cuando. Soy el primer lector de sus recientes manuscritos. Me aterra que cada una de sus recientes crónicas sea del todo cierta. Él ha sido testigo de la depauperación económica, institucional y moral de nuestro terruño, y ha plasmado todo lo que ha visto y sabido en palabras, que debe de ser la peor manera de autoflagelarse. Sigue siéndole difícil darme las gracias luego de cada depósito que hago a su cuenta bancaria. No hace falta que lo haga. Sólo pienso a veces que esas gracias que se ha ahorrado podrían ser la señal de que se está gestando un fenómeno inusitado en lo que queda de país, y que esa cosa nueva, venga de donde venga, nos devolverá la luz, no la de los bombillos sino esa virtuosa de la que habla el cronista. Por mucho que él intente maquillar el drama de la verdad que me comenta por teléfono, intuyo que debe de ser indecible la zozobra de ser parte de ese conglomerado mustio que (y me parte el alma comprobarlo) no se ha repuesto aún del fatídico apagón de aquel marzo inolvidable años atrás.

Heberto José Borjas
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