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Cuando nosotros somos la crisis. Kafka y Pessoa

jueves 23 de mayo de 2019
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Cuando nosotros somos la crisis. Kafka y Pessoa, por Esther Domínguez Soto

Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2019 con motivo de arribar a sus 23 años.

Las crisis tienen diversos orígenes, pueden afectar a un solo individuo, a toda una colectividad o extenderse a todo un continente, y sus consecuencias —la pobreza, el dolor, la soledad, la represión, el exilio y en muchos casos, la muerte—, nos golpean sin avisar, sin darnos tiempo a prepararnos para afrontarlas. Son en su mayor parte —sin contar las catástrofes naturales— resultado de comportamientos egoístas, irresponsables o, simplemente, criminales, pero que nos hacen tomar conciencia de que ahí fuera existe un enemigo al que debemos identificar, enfrentar y, finalmente, vencerlo o rendirnos para seguir viviendo. Pero cualquiera de las secuelas antes citadas es achacable a crisis externas provocadas por factores también externos. Eso nos permite identificar al oponente contra el que luchar y alentar la esperanza de vencerlo. E, incluso, nos ofrece alguien a quien culpar en aquellos casos en que somos los responsables de nuestros tropezones. En cualquier caso, la pregunta que surge es, ¿cómo sobrevivimos a situaciones que nos rebasan? ¿Dónde nos refugiamos en esos momentos, cuando la realidad nos ha cerrado todas las salidas? Cualquier cosa que nos aleje temporalmente de nuestros problemas pueden constituir ese territorio donde las dificultades pasan —aunque sólo sea durante unas horas— a un segundo plano. El juego, el deporte, la música, la religión o el alcohol podrían convertirse en tablas de salvación para seres acorralados por una realidad demasiado cruel.

El checo Franz Kafka (1883-1924) y el portugués Fernando Pessoa (1888-1935) son dos personas que vivieron vidas paralelas, irremisiblemente inmersos en sus crisis personales.

Y, además, siempre podemos recurrir a la literatura. ¿Quién puede poner puertas al campo de la imaginación? Son legión los autores que a lo largo de los siglos encontraron en ella una tabla de salvación que les permitió evadirse de situaciones muy duras. Tenemos buenos ejemplos —todavía vivos y escribiendo— en los autores que sufrieron la dictadura comunista tras el Telón de Acero o los que, en la actualidad, luchan contra las teocracias de Oriente Medio o las dictaduras del norte de África. Para todos ellos, escribir fue y es, no sólo una herramienta para intentar cambiar el mundo, sino un medio de escapar de una realidad asfixiante y muchas veces, letal.

Pero ¿qué hacer cuando la crisis vive en nuestro interior y el enemigo a batir somos nosotros mismos? En esos casos, ni tan siquiera nos queda la esperanza de dejar atrás la angustia y los miedos que otros nos provocan. Llevamos la amenaza puesta. No existe una medicina milagrosa que nos libre de ella y debemos arrastrarla hasta el fin de nuestra vida. En un periodo histórico convulso —la Primera Guerra Mundial, la Revolución Rusa, la caída de la Bolsa de Wall Street y los profundos cambios sociales que se produjeron en esa época— nacieron, vivieron y murieron dos autores europeos, coetáneos, neurasténicos, incapaces de enfrentarse a la cotidianeidad, prisioneros de una infancia traumática, que se resistieron a formar su propia familia y huyeron de un mundo que, afirmaban, no los comprendía.

El checo Franz Kafka (1883-1924) y el portugués Fernando Pessoa (1888-1935) son dos personas que vivieron vidas paralelas, irremisiblemente inmersos en sus crisis personales. Se definieron con adjetivos muy parecidos: solitario, fracasado, taciturno, hipocondríaco o insociable. Fueron trashumantes en sus propias ciudades: Pessoa vivió en casas de familiares y en un buen número de pisos alquilados. Kafka —a quien el ruido desconcentraba totalmente a la hora de escribir— residió en el hogar familiar, en las viviendas de sus hermanas, en pisos de alquiler e incluso arrendó una casita en el Callejón de los Alquimistas de Praga. Y para ambos la literatura se convirtió en su razón de ser, llegando a considerarse una especie de seres predestinados a escribir. Incluso contraviniendo los deseos divinos.

Dios no quiere que escriba, pero yo debo hacerlo (Kafka a Oskar Pollak. Praga, 9 de noviembre de 1903).

Para mí, escribir equivale a despreciarme; pero no puedo dejar de escribir (Bernardo Soares. Libro del desasosiego).

Esta necesidad los lleva a un punto en que ambos identifican la escritura, no con una válvula de escape, sino con la vida misma.

Gracias a que escribo, me mantengo con vida (Kafka. Escritos sobre el arte de escribir).

Porque no penséis que yo escribo para publicar, o para escribir, ni siquiera para hacer arte. Escribo porque ese es el fin, la perfección suprema (Libro del desasosiego).

Los dos arrastraban malos recuerdos de su infancia. Un padre autoritario en el caso de Kafka, quien intentó zanjar su incapacidad para superar las diferencias entre ambos en su vitriólica y autocomplaciente Carta al padre. La machaconería que impregna el escrito justifica sin lugar a dudas el título de la biografía de Peter André-Alt, El hijo eterno (2005). Las muertes de su padre y su hermano de un año junto a la convivencia con una abuela demente en el de Pessoa lastraron la vida del autor, que arrastró el temor a haber heredado la esquizofrenia familiar hasta el día de su muerte. Uno de sus heterónimos, Álvaro de Campos, en Esta vieja angustia describe la situación con estas palabras:

¡Si al menos enloqueciese de veras! (…) Un interno en un manicomio es, al menos, alguien. Yo soy un interno en un manicomio sin manicomio.

Unos empleos ramplones les permiten mantenerse muy precariamente, pero les dejan tiempo suficiente para escribir. De ahí, que Kafka los denominara “empleos alimenticios”. Ninguno de los dos esperaba nada más.

Como no soy más que literatura, como no puedo y no quiero ser otra cosa, mi empleo jamás podrá exaltarme (Carta al padre).

Kafka se refugió en unos personajes que reflejaban sus inseguridades, sus miedos y su desarraigo —y con los que la mayoría de nosotros nos identificamos antes o después. Pessoa fue un paso más allá. Según sus propias palabras:

Me siento múltiple. Soy como una habitación con innumerables espejos fantásticos que distorsionan en reflejos falsos una única realidad (Sobre literatura y arte IV).

Para dar voz a esos reflejos, no recurrió al tan manido pseudónimo; creó más de cien heterónimos que tenían su propia biografía, su signo del zodiaco, que escribieron sus propias obras y tras los que Pessoa ocultó “el hondo trazo de histeria que existe en mí” (carta a Adolfo Casais Monteiro).

Kafka —que intentó alistarse en el ejército austrohúngaro, pero fue rechazado— y Pessoa libraban su particular batalla contra sus propios fantasmas.

Así, ambos pueden dar salida a esos demonios que no les permiten vivir en paz consigo mismos. Escriben de forma incansable. Kafka dejó miles de notas, textos y dibujos. “Toda mi forma de vida está centrada exclusivamente en la creación literaria” (carta a Felice, 1912). Y el famoso baúl de Pessoa contenía unas treinta mil cuartillas que no se molestó en ordenar hasta que ya era demasiado tarde. Desinterés que no se explica dado que “todas las artes son una futilidad frente a la literatura”. Y gracias a ese desordenado frenesí creador, la obra de ambos presenta una característica común: dejaron muchos de sus escritos sin terminar. Algunos son meros esbozos, puñados de palabras. Como si temieran no tener tiempo suficiente para plasmar en una cuartilla todos los pensamientos que pasaban por sus cabezas a un ritmo vertiginoso. Debían poner por escrito sus ideas aun a costa de dejar otras incompletas. Con un concepto tan elevado de su actividad literaria, ambos decidieron sacrificar lo que para el común de los mortales es una parte muy importante de la vida. Kafka —que huía de cualquier cosa que lo distrajera de sus escritos— renunció a formar una familia pese a tener cinco relaciones “serias” y Pessoa nunca llegó a casarse con Ofélia Queiroz, con quien mantuvo un noviazgo un tanto extraño —ya que también la cortejaban sus heterónimos para sorpresa de la joven—, relación que acabó por agotarse, tras años de altibajos y separaciones.

Mientras Wilfred Owen describía en sus poemas los horrores de la Primera Guerra Mundial y ponía en tela de juicio valores tradicionales como el heroísmo o el patriotismo —Dulce et decorum est pro patria mori—, Stefan Zweig partía hacia el exilio en Brasil, Peter Englund y Robert Graves ponían por escrito sus vivencias en el frente, Kafka —que intentó alistarse en el ejército austrohúngaro, pero fue rechazado— y Pessoa libraban su particular batalla contra sus propios fantasmas. En palabras de Octavio Paz, “los poetas no tienen biografía. Su obra es su biografía” (Fernando Pessoa: el desconocido de sí mismo). Si a poetas le añadimos novelistas, no necesitaremos ninguna guía de lectura, corpus crítico o trabajos especializados para adentrarnos en la obra de estos dos autores. Una verdadera zona de guerra donde nunca se vislumbra el armisticio.

Esther Domínguez Soto
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