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El tufillo insoportable

martes 22 de mayo de 2018
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El tufillo insoportable, por Heberto José Borjas
Fotografía: Aeropuerto Internacional Simón Bolívar, de Maiquetía, por David Hernández Aponte

Exilios y otros desarraigos. 22 años de LetraliaExilios y otros desarraigos. 22 años de Letralia
Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2018 con motivo de arribar a sus 22 años.
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La noche antes del dos de mayo dormimos poco. Ro-Ro, a mi izquierda, cambiaba la posición corporal a cada momento, silente, liviana como las ensaladas que no hacen peso en el estómago. Así de inerme me encanta verla cuando apenas empieza a clarear el día y el mundo es apenas un puñado de probabilidades. Un par de horas antes Caracas, la capital avejentada y salvaje que nos abría la puerta para invitarnos a escapar, era una postal desde la ventana. La avenida San Martín por fin descansaba de su constante trajín. Me percibí a salvo por el instante en que me asomé a contemplarla a través del vidrio, quién lo diría. Pasaban pocos carros, no faltó el borrachín que gritaba imprecaciones a los cuatro vientos, conté esporádicos caminantes que recorrían la acera frente a la Maternidad Concepción Palacios, donde había nacido media ciudad. Todo caraqueño ha pisado sus pasillos o conoce a alguien parido allí o ha pasado frente a su puerta principal o la ha escuchado nombrar en televisión. Ahora lucía una fea fachada rosada, estrafalaria remodelación para que los presidentes del resto de Suramérica viesen el rostro de una avenida remozada en una visita de Estado reciente. No era difícil imaginar a Evo Morales o a Lula da Silva alabando el buen gusto de la revolución para la modernización de los edificios públicos.

Ningún viaje implica tanto movimiento como el zarandeo del que es objeto el espíritu cuando se sabe desacomodado.

Si bien era un domingo cualquiera, con sus previsibles manifestaciones, para nosotros aquella madrugada había empezado un año antes. Desde entonces, toda eventualidad había de llevarnos hasta esa fecha en la que la ansiedad nos espantó el apetito y sólo nos permitió algo de concentración para el inventario de lo que habíamos metido en nuestras maletas. Era el octavo día desde que había hecho a Ro-Ro mi esposa en una austera ceremonia efectuada en Maracay, impresionados del calor insufrible que hacía desde la firma del acta hasta que se despidió el último de los invitados. Ese dos de mayo era el día del Gran Viaje, como me gustaba referirme al tema del mismo modo que lo hace J. J. Benítez en su libro Caballo de Troya para referirse al viaje en el tiempo que un militar norteamericano hace a los tiempos de Jesús de Nazaret para recabar información exacta sobre los últimos días del profeta antes de su crucifixión. Pero nuestro viaje era la consumación de una huida precavida, con los riesgos controlados, si es que tal cosa es posible. Ahorros en dólares, contactos para tocar puertas en busca de trabajo, la ignorancia que aúpa la fe y los bríos de nuestra juventud dispuesta a los sacrificios eran las mallas elásticas que amortiguarían las caídas del ánimo cuando surgiese un inconveniente. Y era seguro que algo así ocurriría. Aunque yo le imploraba a los cielos tener que arrepentirme algún día de nuestra decisión de mudarnos de país, una vocecita no sé de dónde me repetía minuto a minuto que más me convenía acostumbrarme a la lejanía de mis quereres de siempre, a mi nueva condición de exótico en un país ajeno, a extrañar todo lo que fue parte de mi rutina hasta el momento de abordar el avión a Santa Fe de Bogotá, a dos mil seiscientos metros del mar remoto, como detalla García Márquez en El general en su laberinto. A Ro-Ro le pasaba lo mismo, supongo. Lo que meses atrás era un plan se nos había convertido en presente continuo. Se consumaba a medida que decíamos y hacíamos lo que predijimos que diríamos y haríamos. Sin embargo, no pudimos prever el desasosiego mientras nos alistábamos esa mañana para tomar camino del aeropuerto de Maiquetía. Era una presencia en el estómago y en el paladar, indefinible pero también inocua, que nos decía que la vida no sería la misma a partir de ese vuelo a Colombia. Quizás fuese un elemental sentido de prevención ante el peligro, esa sensación que nos salva de desgracias en ciertos lances. Pero en nuestro caso ni nos advirtió nada ni exacerbó nuestras precauciones: se mantuvo ausente casi todo el tiempo. Debe ser ese el motivo por el cual asumimos el Gran Viaje con la ingenuidad del que da por sentado que todo se le dará a pedir de boca. El desesperado optimismo es capaz de hacernos emprender monumentales tonterías. Tarde o temprano se le sale el tonto al migrante.

 

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Ningún viaje implica tanto movimiento como el zarandeo del que es objeto el espíritu cuando se sabe desacomodado, retado para adaptarse al entorno, huérfano, que es en lo que al cabo se convierte todo extranjero, sea por un fin de semana o por la vida entera. Ni siquiera los lugares a los que volvemos son los mismos al regresar. Pero no por ellos sino por nosotros, que en algo nos vaciamos o nos nutrimos con cada retorno. Acaso por eso todo lugar es bello como turista, hasta la estragada Caracas. Es la recompensa al desvanecimiento del lar que se dejó atrás y que podría no volver a reproducirse salvo por un recuerdo o por los artificios audiovisuales creados por el hombre. Pero esta experiencia no tendría para nosotros vuelta atrás. No era un período de vacaciones del que se regresa con suvenires y anécdotas para divertir a los oyentes. Era una huida sin emergencia, porque nadie nos echaba por las malas del terruño, ni se nos amenazaba con insultos ni miradas desdeñosas, pero algo producía en Ro-Ro y en mí la premura que nos impulsó a catalizar los planes matrimoniales, la compra de boletos aéreos, las veladas de despedida con amigos y parientes, el ahorro disciplinado de los meses recientes.

Todavía sobre el país (aunque ya por esos días me negaba a llamarlo como tal) se posaba la perenne nube gris que empañó toda perspectiva de futuro próspero que hayamos albergado. Sólo formaríamos una familia afuera, lejos de las bajas pasiones fratricidas que me hicieron renuente a aceptar que la nueva forma de ejercer soberanía era aceptar y esquivar como pudiese todas las manifestaciones de inobservancia de la ley a todo nivel, desde los desmanes del presidente hasta el exceso de astucia egoísta de un compañero de trabajo. ¡Quién empezaría a dar el ejemplo! Seguíamos violentos unos, aletargados otros, tolerantes todos. La corrupción no era un vicio del sistema. La corrupción era el sistema. Las decisiones erráticas de las autoridades no tomaban en cuenta las prácticas habituales ni el más mínimo sentido común. Echar a perder los pilares de la nación parecía la consigna de los gobernantes: como unos reyes Midas pero al contrario, todo lo que tocaban tarde o temprano terminaba mustio, descolorido, inoperante. No mucho atrás nos habían impuesto un horario restringido de la electricidad en los centros comerciales que sólo duró un día tras las quejas generales de trabajadores y clientes. Ya nos habíamos resignado a que jamás nos bañaríamos en el río Guaire y que mucho menos beberíamos agua pura de su caudal, porque era otra promesa exagerada que los poderosos anunciaban ufanos, dando por sentado que se cumpliría todo lo dicho en cadena de radio y televisión, como si la verborragia del mandamás presidencial fuese equivalente a la Gaceta Oficial y tuviese poder de coerción sobre los funcionarios encargados de la ejecución. Las cifras de muertes violentas cada fin de semana se tornaron meras conjeturas de los periodistas o empleados de la institución que hablaban protegidos por el anonimato, que contaban por decenas los cadáveres ingresados a vuelo de pájaro y revelaban un número que se anunciaba siempre como extraoficial en los medios. Y el gobierno dejaba hacer. Nunca desmintió cifras en público. Porque ese era su modus operandi predilecto: la desinformación. Era la política de ocultamiento de su ineptitud. Mientras menos certeza se tuviese de la magnitud de la debacle en términos cuantificables, todo estaba sujeto a un limbo de elucubración donde cada número y cada noticia era una potencial falacia. Sin embargo, la calle no mentía. Aparte de la realidad virtual de los medios estatales la vida real abofeteaba duro, como villana de telenovela. Entrar en detalles sería equivalente a rezar todos los misterios del rosario, con cada una de sus soñolientas repeticiones, y aun así se quedarían muchos temas en el tintero. Lo concreto e indubitable para Ro-Ro y para mí era que el entorno que a finales de los noventa podíamos llamar país ahora era apenas una cosa indefinible que emanaba un tufillo de podredumbre que encontramos difícil de respirar. Si antes había sido el trazo fino de una bella caligrafía, hoy era un garabato. Se ponía piche, como dicen por ahí, ¿sólo Ro-Ro y yo nos dábamos cuenta de ello? Y mientras tanto las discotecas se abarrotaban, los gaitazos en el Poliedro de Caracas arrojaban ganancias en las navidades, los raspacupos que aprovechaban la asignación de dólares de terceros mantenían su negocio, la inflación era de dos dígitos, los caraquistas y magallaneros se seguían mamando gallo al empezar la temporada de béisbol, las quinceañeras celebraban fiestas fastuosas, aún se conseguía de todo en los supermercados, y nadie dudaba de la sensación de que las cosas no marchaban bien pero que vivíamos en un país normal, con un presidente botarate a la cabeza de pésimos administradores, mediocres funcionarios públicos, aduladores por doquier, corruptos impunes, pero que dejaba siempre una ranura, una válvula de escape abierta para que le diésemos la vuelta al establishment y tomáramos un atajo para lograr beneficios diversos, legales unos, ilegales otros. Quizás nunca hubo tal establishment sino un estado constante de improvisación y de huida hacia adelante en el que la tiranía nos ponía a prueba y avanzaba al medir nuestra tibia reacción. Drenábamos la frustración más que todo en las redes sociales y eso parecía bastar para dejar constancia del descontento. Igual reconozco el magistral estilo de la dictadura de hacernos creer que nos regía la anomia y que todos podíamos hacer lo que nos diera la gana siempre que pudiésemos probar nuestra inocencia, evitar ser tomados con las manos en la masa, conocer a alguien influyente, sobornar a las autoridades si contábamos con los recursos. Pero Ro-Ro y yo nunca tomamos esos atajos. Nunca se nos dio tener cierta cuota de poder y sucumbir a la tentación de las complicidades inconfesables que nos llenaran los bolsillos como nunca. En nuestros respectivos empleos las posibilidades de ascenso y mayores ingresos estaban en la práctica vedadas, si no sujetas a un milagro. Ella periodista, yo oficinista en la Alcaldía del municipio Libertador: con dos trabajos decentes y mal remunerados no teníamos derecho a más de lo que teníamos. El sistema (¡de nuevo la palabra maldita!) no permitía alcanzar nada con ingresos y ahorros de clase media. Para la víspera del Gran Viaje yo pagaba mil bolívares mensuales (de los dizque fuertes) de arriendo en una habitación en la esquina de Albañales, junto a la avenida San Martín, y mi sueldo, con bonos y todo, a duras penas triplicaba esa cifra. De no habernos ido a Bogotá cuando lo hicimos, en poco tiempo me hubiese declarado en bancarrota.

En 2009, un año antes, hacía falta un revulsivo que nos diera a los escépticos la impresión de que la mecánica de las interacciones cambiaría, que los malos recibirían castigo y los más virtuosos tomarían las riendas y enderezarían ese entuerto, ese bebé contrahecho que unos insistían en llamar patria. Todos nos manteníamos atentos a lo que los políticos declaraban en entrevistas y ruedas de prensa con aire acondicionado, cómodas trincheras para los bandos que sabían que solamente hacía falta el adversario para justificar la propia existencia. ¿Por qué no nos dimos cuenta a tiempo de que ellos se necesitaban mutuamente y que perpetuarían ese estado por años? Nos habríamos ahorrado los muertos de las protestas de 2002, de 2014, de 2017, amén del golpe moral de rumiar oportunidades en balde. El color del partido dominante no simboliza otra cosa que la sangre con que nos quiere cubiertos, la misma que nos chupa a diario para fortalecerse. Pero la coalición opositora tiene también las manos manchadas de ese mismo color. ¡Que nadie se crea exento de responsabilidad! Ese algo que debía envalentonar los anhelos de aquellos que percibíamos la institucionalización de la barbarie no ocurrió. En su lugar cayó un chaparrón que en mí tuvo el efecto de una alarma preventiva: en la noche del 15 de febrero vi a mi Ro-Ro radiante en televisión con micrófono en mano reportando desde la sede del poder electoral que la opción del SÍ había ganado el referéndum vinculante y que la enmienda de la Constitución era algo seguro, un trámite de días en el parlamento nacional. Al artículo que limitaba la reelección presidencial se le eliminaría la frase final “por una sola vez”. ¡El megalómano de la verruga podía lanzarse para un tercer período al hilo!

 

La patria no es un lugar del que uno puede irse. No es un territorio, no es un concepto creado por la humanidad. Es una impronta ligada a los afectos.

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¿Bogotá? ¿Por qué? ¿Qué tiene de especial la ciudad? Emigrar es riesgoso, No se lo tomen a la ligera, Supongo que ya ambos tienen trabajo seguro al llegar y otras frases afines escuché luego de revelar, a comienzos de 2010, que Ro-Ro y yo fijaríamos residencia en el extranjero, como tuvimos a bien redactarlo en las tarjetas de invitación a nuestro matrimonio civil. No eran todavía los días en que mis paisanos cruzaban la frontera de Táchira, Apure y Zulia por miles para pisar suelo colombiano y alejarse de los tentáculos de la dictadura, porque no tenían ventosas para adherirse a todo sino hojillas que rasgaban y hacían sangrar al simple contacto. Mas uno de los atributos de la revolución era mantenerse solapada como esos gazapos que tienen los textos inéditos y que los correctores de estilo arreglan. Con elecciones cada año y nuestra pasividad para aceptar los escrutinios se mantenía el debate sobre la naturaleza dictatorial o meramente autoritaria de la revolución. La palabra era repetida para justificar todo exabrupto: la revolución tiene sus tropiezos, la revolución se perfecciona mediante sus errores, la revolución implica una transición lenta pero necesaria para depurarse, la revolución sacrifica a algunos de sus hijos. La palabra con R dejó de tener para mí la reverberación que producen en el alma las bellas utopías. Había sido secuestrada para amparar injusticias e incompetencias. Era un comodín doloso. Ro-Ro amaba, como hoy, su profesión, pero se daba cuenta de primera mano de que el destino nos tenía guardada una fuerte dosis de frustración en Caracas. Ahora irnos era una alternativa nada descabellada. Debe ser por eso que, si bien la noticia del viaje a Bogotá tomó a nuestros seres queridos por sorpresa, nadie exteriorizó mayor contrariedad a la idea. Salvo las recomendaciones sobre la fe y el temple necesarios al mudarse de país, recibimos bendiciones y augurios de prosperidad que nos reforzaron la pertinencia de la decisión.

A ese punto llegamos luego de una tarde de ocio en Maracay, donde vivía la familia de Ro-Ro, frente a una computadora. Habían pasado dos meses luego del maldito resultado del referéndum, quizás. Sabíamos que queríamos estar en otro lugar. No teníamos claro dónde, pero era lejos. Ella me advirtió desde que tocamos el tema aquella vez: Me voy contigo a donde sea, pero casada. Y yo dije que sí. Esa fue nuestra escena de propuesta de matrimonio, supongo. Y nos dimos a jugar sobre cuál destino en el extranjero era el ideal. Consultamos Wikipedia y portales turísticos para conocer más información sobre Chile, Costa Rica, la costa Este de Estados Unidos, y nos detuvimos a ver con especial énfasis postales de Bogotá. Pasamos por varios websites que detallaran a fondo la capital colombiana. Puede que la simple condición de ser un país vecino haya provocado que Colombia luciera como la opción más atractiva porque estaba afuera pero a la vez nuestro terruño se hallaba a la mano en caso de regresar. Quizás no queríamos alejarnos tanto porque en aquellos días nunca abandonamos la esperanza de una pronta repatriación. Faltaba tiempo para que pudiésemos percatarnos de que la patria no es un lugar del que uno puede irse. No es un territorio, no es un concepto creado por la humanidad. Es una impronta ligada a los afectos. Una celda cuyo espacio no logras determinar, un ancla que ignoras a dónde no te deja escapar, pero que te define y te da forma. Es la arcilla y las manos del escultor; tú sólo la obra de arte final. Entonces nos propusimos visitar Bogotá a modo de turistas y echarle una ojeada a la ciudad. Una semana sería suficiente para determinar si la vibra bogotana nos iba a sentar bien. Admito que emprendimos esas vacaciones, meses después, predispuestos a que la ciudad nos gustase y luego no decir que habíamos emigrado sin conocer nada del país de albergue.

 

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El seis de septiembre es una buena fecha para conocer una ciudad distinta, la que te recibirá de brazos abiertos con tu capa caída, con tu nostalgia titilante, y te dará el espaldarazo cuando te sea imposible reprimir las lágrimas. O de eso preferimos convencernos Ro-Ro y yo al bajar del Boeing de Avianca que nos llevó a Bogotá. Era mediodía. Nos recibió un cielo nublado y turbio que amenazaba con enviarnos un chaparrón de bienvenida. Hoy ya estamos acostumbrados a que las nubes bogotanas, salvo en rachas cortas, no son blancas sino grises, y que el transeúnte debe cargar consigo un paraguas y una chaqueta, siempre, porque el clima es tan cambiante como la dirección del viento. En un mismo día puedes perder la cuenta de las veces que te abrigas y desabrigas según sientas necesidad. De una tarde estival puede surgir un aguacero bíblico y luego escampar para que más tarde llueva con sol y luego de escampar se muestre de nuevo el sol con todo su potencial para hacer hervir los charcos de las calles. Esta dinámica cansa al más enérgico. También puede llover por tantas horas seguidas que se te olvida la última vez que viste el cielo abierto como en las playas de La Guaira o en el centro de mi natal Maracaibo. De eso no te das cuenta en unas vacaciones, desde luego. Los turistas le ponen atención a sus particulares intereses. Yo me fijo en la limpieza de los espacios, en la amabilidad de los extraños, en sus librerías. A Ro-Ro le interesan los paisajes bonitos, lugares apacibles, cafés silenciosos, parques de esplendoroso verdor. Y ambos le damos un enfoque gastronómico a los lugares que visitamos: el viaje valió la pena si la comida fue buena.

Si una virtud tiene Bogotá es que sabe cómo tratar a los turistas. Los complace según el poder adquisitivo de cada quien. Las zonas más chic para visitar son bonitas, pero todo cuesta mucha plata. Las opciones gratuitas de esparcimiento se reducen a parques y museos. Corrijo: a algunos parques y museos. Pero el bogotano ha desarrollado una cultura de servicio que pocas veces experimenté en Maracaibo o Caracas, donde expresiones del tenor de alaordenmiamor, queseteofrecemamacita y congustomipana abundan en tiendas y restaurantes al punto de que ya uno no sabe si ganó un nuevo amigo o si está siendo objeto de la más descarada hipocresía, duda que Ro-Ro y yo detestamos sentir en los comercios. Luego de conocer las mañas de los lugareños comprendo que hay varios tipos de bogotanos. Los hay fríos y maleducados que no responden los buenos días en los ascensores, los que te ven desmayado en una acera y te esquivan como si fueses mierda de perro, pero también los hay que muestran más respeto por la gente del entorno y te dan una dirección si andas perdido, que te dan consejos sobre cómo y dónde hacer un trámite, que te invitan un café o a comer, que te abren las puertas de su hogar y son los mejores anfitriones que hayas conocido. De eso no te das cuentas en unas vacaciones, desde luego.

Aquella semana, con el cupo total en mis dos tarjetas de crédito a 2.150 bolívares por dólar gringo, con efectivo de sobra, por siete días y seis noches subimos de estrato y nos dimos vida de ricos al extremo de irnos de shopping una tarde al centro comercial Santa Fe, al norte de la ciudad. Tales antojos era posible complacerlos en el oasis de normalidad y bonanza que la dictadura permitía. Pero el tufillo irrespirable que dejamos en Maiquetía seguía adherido a nuestras ropas, una presencia potente que sólo se logra obviar a ratos a punta de concentrarse en trivialidades. Nos entregamos al deleite de comer hasta la saciedad en el icónico Andrés Carne de Res, recorrer el barrio La Candelaria con sus innumerables iglesias y ventas de dulces típicos, reunirnos con tres editores para entregarles el manuscrito de una novelita que había de publicar mucho después, degustar de todo en varias sedes de Juan Valdez Café, visitar Caracol Televisión y RCN, donde Ro-Ro tenía ciertos contactos y aprovechó de dejar su hoja de vida, por si acaso. Bogotá se nos antojó una versión idílica de la Caracas que debería haber sido si la desidia de tantos no la hubiese contaminado.

El día del regreso una empleada en el counter de Avianca nos dice que nuestro vuelo, pautado a las tres y media de la tarde, estaba sobrevendido y que quizás no cabríamos en el avión. De nada valió alegar que habíamos hecho el check-in temprano y que nuestros boletos tenían tres meses de haber sido comprados. Nos dieron un bono para almorzar en un restaurante especializado en pollo frito sin dejar de ofrecer disculpas por el retraso. Pero Ro-Ro y yo ya teníamos el humor avinagrado. Durante un largo rato no me cansé de echar maldiciones a la típica costumbre latinoamericana de hacer las cosas sin previsión ni control de daños. Esperaríamos por horas una solución, de eso no dudaba nadie. Al caer la noche ya se hablaba entre los pasajeros de reclamar por las malas y exigir indemnizaciones. A las ocho una jovencita trajeada de rojo y con gafete de la aerolínea entró en la atiborrada sala de espera donde nos recluyeron y nos planteó que más tarde vendría un avión pero que no tenía la capacidad para todos los pasajeros varados; unos podrían viajar esa misma noche, y los menos urgidos podían viajar a la mañana siguiente con gastos de hotel y alimentación costeados por la empresa. Y como gesto de buena voluntad y resarcimiento, nos obsequiaron un bono gratuito equivalente a un viaje ida y vuelta a cualquier destino internacional, salvo Rio de Janeiro y México, DF. Ni me pregunté el porqué de la restricción. ¡Con este bono teníamos el viaje de mudanza a Bogotá cubierto! Habíamos de ahorrarnos casi nueve mil bolívares de los de entonces. Ro-Ro y yo preferimos viajar esa misma noche. Una hora y media después, por fin despegamos hacia el aeropuerto de Maiquetía. En el avión nos acompañaba como compañero de asiento trasero Carlos Escarrá, el infame jurista que apoyaba la dictadura desde el parlamento nacional con su verborragia leguleya y un aire de sabelotodo que derivaba en arrogancia. Lo acompañaban dos mozuelas, presumiblemente sus hijas. Antes de abordar no se cansó de quejarse sobre la atención del personal del aeropuerto El Dorado. Escuché de cerca cuando le dijo al par de muchachas que ni en el aeropuerto más pobre que conocía, en Haití, lo habían tratado tan mal. No es difícil imaginar que su frustración se debía a que nadie de Avianca le dio un trato preferencial, ninguna azafata lo conocía. Era un pasajero más, rebajado a su condición de tipo sin privilegios ante operarios de una empresa extranjera. No pudo aplicar la viveza criolla ni obtener un beneficio especial. Disfruté su ofuscación. Quién sabe si le había prometido a sus acompañantes asientos de clase ejecutiva en este otro avión.

En Maiquetía se te borra la sonrisa tan pronto empiezas la fila para que te sellen el pasaporte. Lo primero que nos recibió fue un poster gigante del presidente vestido de rojo y con gesto triunfante. Entendí el mensaje. Era una victoria para la revolución tenerte en tu tierra, preso, avasallado, hastiado de tanta presencia del Estado en todos los ámbitos. Conté diez o más taquillas para atender viajeros pero sólo funcionaban tres, y los funcionarios que atendían parecían tomarse todo el tiempo del mundo, como si gozaran con la desesperación de los recién llegados. En mi fila, unos puestos detrás, se encontraba Huáscar Barradas, brillante flautista maracucho de quien he sido seguidor por años. El músico se acercó a Escarrá, ubicado adelante, llamó su atención señalando hacia las escasas taquillas operativas, y le dijo en tono jovial que no olvidara cómo eran las cosas en la vida real, ocurrencia que el parlamentario respondió con una sonrisa hipócrita antes de darle la espalda. Cuando me tocó el turno me dio por preguntar al funcionario de migración qué pasaba con las taquillas vacías, y me dijo en voz baja y con un énfasis que sentí franco: “Pana, te voy a hablar claro: entre los compañeros que están de vacaciones y los que están de ‘reposo’ médico, nos ponen a parir a los que sí venimos a trabajar”. El gesto de las comillas al decir reposo, me hizo comprender la situación. Reconocí al funcionario. Era uno de los nuestros, entendiendo por nuestros a los individuos que detectan que algo falla e interponen la queja ante el responsable de la solución, cuyos reclamos llegan a oídos sordos, tienen conflictos internos a causa de sus ganas de mandar todo al carajo en contraposición a su mística profesional, pero que siguen haciendo su trabajo con el decoro que las circunstancias les permiten sin lograr un cambio, porque no tienen poder ni pueden ejercer impacto sobre mayor cosa. Asentí como señal de aprobación de su confidencia y le di las buenas noches. Debí caminar rápido para recoger mi maleta. Una presencia me incomodaba y me obligaba a salir de allí. Era el tufillo, que había regresado a mis fosas nasales. O siempre estaba allí, pero esta vez intensificado con el ejemplo lastimero que acababa de presenciar.

Ahora sé lo que es la patria. Es un jarrón roto.

No debía extrañarme. Cinco años atrás hube trabajado por pocos meses en la Misión Sucre como docente del curso preuniversitario, cuando me pudo la curiosidad de conocer la revolución por dentro, y comprobé asqueado que no faltaban los profesores que cobraban sueldo sin haber dado una sola clase, que ciertos alumnos cobraban doble beca y a otros jamás se les veía en las aulas, que se aprobaban recursos para mejores dotaciones tecnológicas y de infraestructura que nunca llegaban. No había un verdadero enemigo externo a quien culpar. Ni el imperialismo yanqui ni sus supuestos lacayos de los partidos de derecha tenían nada que ver con el gen de deshonestidad que es dominante en nuestros funcionarios públicos. A las iniciativas del alto gobierno, sin importar lo descabelladas y mal planificadas que fuesen, se las comía por dentro esa bacteria que causaba la putrefacción de las cosas y que despedía un olor incisivo, de esos que hacen llorar. En aquellos días de comienzos de 2005 percibí por primera vez el tufillo insoportable en las instalaciones educativas de la Misión Sucre. No en el baño de caballeros, donde los aromas escatológicos nunca se echan en falta, sino en los pasillos, en la cafetería, en los mismos salones de clase. Se me quedaba impregnado en las manos y no había jabón con que lo pudiese disfrazar. Una mañana debí abandonar el recinto mucho antes del final de la jornada estudiantil. No podría respirar por la nariz. Algo en el entorno se descomponía y se vería rodeado de moscas en poco tiempo. ¿O acaso era yo, que me marchitaba sin darme cuenta?

 

5

Entre el Sí, acepto, y el Gran Viaje, transcurrieron sólo ocho días. El 24 de abril, siete meses después de las vacaciones en Bogotá, Ro-Ro y yo firmamos el acta civil y éramos el cónyuge del otro con todas las de la ley. Ella lucía más elegante que nunca, peinada y maquillada por mi madre, descotada como para complacerme a propósito, hermosa en la plenitud de sus sanos veintiocho años. Su destino estaría siempre ligado al mío. Da igual que su nombre fuese Roselyn Rodríguez, Rosaura Rovira o Rosenda Robespierre. Era mi Ro-Ro, usando ese apodo siempre he de decirle que la adoro. La fiesta de celebración que siguió a la ceremonia era también de despedida. Tenía ese tono sensiblero que se adopta cuando se sabe que alguien se irá para volver sabe Dios cuándo. Pero el ambiente, a pesar del habitual calor maracayero, era liviano, no había tristeza por nuestra partida. Al contrario, los invitados se mostraron felices y algunos tuvieron a bien meter billetes de dólares en los sobres de regalo. Ese dinero nos ayudó a mantenernos a flote en Bogotá por un considerable tiempo, antes de encontrar empleos estables. Nos reiteraron su admiración ante nuestro plan emigratorio, aunque no dejaban de expresar extrañeza (¡cómo explicarles lo del premonitorio tufillo!). Por el momento ninguno de ellos se tomaba como algo urgente la necesidad de radicarse en otro país. Nadie se iba, salvo aquellos que cursaban un posgrado en el extranjero, los reclutados por multinacionales, o algunos de los miles de despedidos de la industria petrolera a propósito del paro petrolero de 2002. Hoy, la mitad de aquellos 60 invitados vive afuera, es parte de la llamada diáspora del siglo XXI. Quiero creer que el término diáspora empezó a ser usado por los medios de comunicación para darle un sentido de resonancia histórica, para equipararnos a otros éxodos como el cubano desde los años sesenta, el judío que lideró Moisés en el Antiguo Testamento, o el europeo surgido de la ocupación nazi. Puede que sea un término amarillista que peca de exagerado para infundir lástima entre los consumidores de noticias. Pero a todas luces es una acentuación que pretende demostrar la tragedia y la epopeya de la suma de historias personales que dan fe del desmembramiento de familias y del desmoronamiento de una nación cuyos trozos están desperdigados hacia todos los continentes. Ahora sé lo que es la patria. Es un jarrón roto. Sus piezas se tornaron de difícil cohesión, quizás jamás hallen el lugar adecuado para adherirse a la estructura principal.

La suma que reunimos era suficiente colchón para amortiguar la tardanza en tener ingresos en pesos colombianos. La ayuda de los regalos del matrimonio fue considerable. Sabíamos que tendríamos que picotear esa plata desde nuestro arribo pero no había otro modo: la intensidad del tufillo que nos expulsaba de nuestra tierra nos compelía a quemar las naves. Sin embargo, Ro-Ro, por un lógico sentido de la precaución, no se llevó todos sus ahorros. Dejó un saldo en su cuenta del Banco Exterior. Yo me llevé todos mis haberes porque, a diferencia de Ro-Ro, sí me había hecho a la idea de que la partida era a largo plazo, quizás para nunca volver sino por cortos periodos vacacionales o a causa de un funeral familiar. No contemplaba una pronta mejoría de las condiciones que dejábamos atrás. Quedarse era fracasar, era sucumbir a la peste de miseria que nos garantizaba la revolución, era terminar infestado. Ya lo que quedaba de nación era una dermis plagada de pústulas que reventarían en cualquier momento, y no íbamos a querer ser salpicados. Nuestra descendencia sería colombiana, hablaría con otro acento, sus referencias culturales serían mixtas pero predominarían las de su entorno inmediato. Y nada en ese mayo de 2010, hasta hoy, nos hacía vislumbrar que estábamos equivocados, pues a fin de cuentas no se trataba de cambiar de presidente, no era un asunto de quitarle el pico a una pirámide, era comprender que debajo de un iceberg hay una masa de hielo enorme inmersa en el agua que no podemos ver pero que le sirve de sustento a esa punta que se alza sobre la superficie y que es la consecuencia. Hoy seguimos echando madrazos y endilgando culpas que no nos atrevemos a asumir. Vertemos en los que piensan distinto un odio que nos sirve de excusa para no llegar a la terrible conclusión, una verdad que nos horroriza de lo doloroso que es aceptarla: todos fuimos coautores del asesinato y no sabemos la fórmula de la resurrección. Somos Brutos y Casios de un poderoso Julio César que no estaba preparado contra la traición cobarde de sus más cercanos. Los exiliados no estamos exentos de nuestra respectiva carga. La principal diferencia es que a la distancia la patria duele también por lo que se conjetura sobre ella. Y los poderes hiperbólicos de la imaginación atizan las mortificaciones. Debe ser por eso que desde afuera ya nada nos asombra de lo que ocurre adentro.

Y llegó el día del Gran Viaje. El padre de Ro-Ro alquiló una amplia van donde cupiese toda la familia: mis suegros, Ro-Ro y yo, y mis cinco cuñados. Juntos podíamos formar un equipo de béisbol con todas las posiciones ocupadas. Llegamos al aeropuerto en menos tiempo del esperado. El tráfico fue fluido hasta Maiquetía. Varios amigos asistieron para despedirnos en el suelo decorado por el artista Cruz-Diez, un pasillo icónico que los migrantes del futuro despedazarían para llevarse un pedacito del terruño en un bolsillo. Así somos: no nos importa estropear el patrimonio público para satisfacer un caprichito intransigente.

No había pesar en el ambiente. Las lágrimas brotaron cuando vino el momento de los abrazos de despedida. Se cumplió el cliché de los padres consternados y resignados dando consejos hasta el último segundo del adiós y encomendando el destino de los viajantes al Todopoderoso y sus intermediarios. A mí, que lo único que me hace llorar es una cebolla cuando la pelo, se me formó ese típico nudo en la garganta de los momentos más conmovedores, pero nadie me vio sollozando. Durante todo el vuelo me entregué a mi lectura itinerante del momento, Yo, el supremo, para no detenerme a pensar en nada. La vocecita taladrante de la intuición me repetía que no estaba del todo libre de cobardía al acto de desaparecer para encontrar un ambiente más idóneo para el progreso personal. Aterrizamos en Bogotá a la una y media de la tarde, dos horas después del despegue. El cielo estaba nublado, como cuando llegamos la primera vez. La altura no parecía tener ningún efecto en nosotros. Nos anunciamos en el hotel Bacatá, en la carrera Séptima con calle 19, y nos dieron la llave de la habitación que habíamos reservado desde Caracas sólo para la primera noche. Luego de dejar las maletas en la habitación nos fuimos a caminar para conseguir un lugar barato donde almorzar. Hacíamos las cosas como si hubiesen sido planeadas con todos sus detalles: escoger el restaurante, comprar pesos en la casa de cambio, doblar en tal o cual esquina. De momento, no quisimos entrar en el cuadro de filosofar sobre lo que habíamos hecho. Sabíamos que a continuación vendría la brega por una supervivencia decorosa cuyo desarrollo ignorábamos. Lo peor fue la certeza temprana de que habíamos de presenciar por medios de comunicación y redes sociales (como quien se sienta a ver una película de horror) los lances fatídicos de nuestra contemporaneidad, episodios que superaron nuestros pronósticos de deterioro: los funerales del tirano y la ascensión al poder de su sucesor, el desabastecimiento de medicinas y alimentos, las muertes impunes en las protestas callejeras, los apagones sucesivos, la inflación en cuatro dígitos, la pérdida de peso de la población, el señorío del hampa, la crisis hospitalaria, la emigración masiva, las victorias electorales de la revolución sombreadas de fraude, la degradación de la nación a un mero territorio con habitantes que ponen a prueba su resiliencia desde que abren los ojos por la mañana hasta que los cierran por la noche. ¡Cuántas ganas de volver a abrazar a los míos durante estos tiempos aciagos! Pero desde que pisamos Bogotá aquel mayo sabíamos que lo que ganábamos en tranquilidad o estabilidad también lo teníamos asegurado en frustración por cada vez que nos perdimos una fecha importante junto a alguien especial y por cada muerto o exiliado que la revolución multiplicó.

 

6

Ro-Ro no consiguió ningún empleo como periodista. El contacto en Caracol Televisión que iba a ayudarla no hizo nada por ella y nos vimos tratando de lograr el equilibro en una cuerda floja y sin red protectora debajo. Y había que comer todos los días, imprimir hojas de vida, comprar periódicos para revisar la sección de anuncios clasificados, cubrir los pasajes en bus. Los primeros cinco días pernoctamos en un hotel de Chapinero, en el corazón de la zona de tolerancia del ciudad, repleta de estudiantes desaliñados y bares de ambiente. No nos gustó mucho la zona, si bien era hermosa comparada con la avenida San Martín de Caracas, que la conocíamos bien. Comenzamos a ceder a la tentación de comparar ambas capitales. Es injusto pero sería antinatural no hacerlo. Un rezago del tufillo se había venido con nosotros y nos recordaba que allá todavía millones de paisanos se tragaban las verdes que Ro-Ro y yo quizá no hubiésemos sido capaces de soportar. Debimos acostumbrarnos desde el día mismo del Gran Viaje a responder las dos constantes preguntas: ¿Por qué se vinieron?, ¿Y ese presidente suyo es tan malvado como dice RCN? En cierto punto empecé a simplificar la historia hasta el extremo de recrearla con matices ficticios y hasta en algún momento en que quería estar en silencio contesté que no, que era costeño, del barrio El Prado de Barranquilla, y me ahorré echar de nuevo mi historia. Cada vez que la contaba minimizaba los efectos de la nostalgia y magnificaba las bondades de esta urbe que nos acogía de buena gana, como si el hecho de emigrar fuese un acto reflejo o una rutina irrelevante. Por aquellos días la gente confundía los acentos. Hoy no, de tantos paisanos que se han venido.

Nos mudamos a un loft enfrente de la Universidad Javeriana, sólo por un mes, y nos comprometimos a buscar sin descanso un lugar a largo plazo más accesible para nuestro exiguo presupuesto, que mermaba a ritmo de velocista jamaiquino. La campaña presidencial estaba en pleno clímax, y aunque las encuestas daban un empate técnico entre Antanas Mockus y Juan Manuel Santos, lo que sucedió fue una victoria cómoda del apadrinado por Álvaro Uribe, el antichavista presidente saliente. Santos ganó sin mucho esfuerzo la elección en segunda vuelta. Y el tufillo cada día se hacía tan tenue que desde hacía semanas había dejado de ser insoportable. Apenas era un elemento que se desvanecía en nuestra memoria olfativa. Su disminución era el síntoma de una inevitable adaptación que redundaría en arraigos fuertes con el paso de los años. No te das cuenta de cuándo cambió tu acento y de que ya dominas los neologismos locales.

Ya hace tiempo que nadie nos pregunta por qué nos vinimos a Bogotá, pues la razón es obvia.

A Ro-Ro había de ayudarla su habilidad oral y en el campo de los bienes raíces ha logrado varios trabajos estables pero mal remunerados. Ha pasado de una decepción a otra, incluyendo una jefa bipolar que daba órdenes de mala gana y al minuto sonreía con dulzura y prodigaba lisonjas. Yo he sido extra de televisión, traductor freelancer, profesor de inglés, actor eventual en telenovelas y series, y hasta llegué a tener una pequeña participación en una serie de Netflix gracias a una audición que hice en inglés y en la que me porté tan profesional como el que más.

Encontramos el ansiado apartamento barato un mes después del Gran Viaje. Fue ese tipo de coincidencia que te lleva a cierta conclusión sobre lo planificado que está el universo hasta en sus más insignificantes pormenores: en un país donde nadie nos conocía y los arrendadores solicitan engorrosas garantías, el que nos tocó solamente pidió dinero en depósito. Por fortuna, lo teníamos para cerrar el negocio. Y terminamos de echar el ancla en la ciudad. Teníamos ahora otra razón para no pensar en el regreso inmediato. El techo bajo el cual dormir da un alivio indecible sólo comparable con quitarse un zapato apretado, amén de que nos dio una razón para creer que el destino nos ponía ciertas cosas a favor. No podía faltar en el apartamento vacío un televisor con el cual ver los partidos del mundial de fútbol de Suráfrica, a punto de empezar, y compramos uno de 21 pulgadas con el cupo de compras electrónicas con tarjeta de crédito que la revolución aún autorizaba. En algo nos ayudaba la dictadura a establecernos lejos de ella: era justo, aunque no descarto que sea un ejemplo muy personal de doble moral. Pero habíamos quemado las naves. Debíamos actuar en consecuencia.

La vida cambió, o se terminó de redondear, aquel Jueves Santo en que nos hicimos padres, cuatro años después, el mismo día en que murió mi ídolo literario Gabriel García Márquez. No deja de ser una pena que la sensación de realización esté relacionada con cercenar un elemento que creías intrínseco y en su lugar hayas tenido que fomentar tu capacidad de mimetización porque no barajabas una opción distinta a sobrevivir con dignidad. Sin embargo, Ro-Ro y yo somos agradecidos con los naipes que nos tocaron, los hemos jugado mano tras mano con creciente destreza. Ya hace tiempo que nadie nos pregunta por qué nos vinimos a Bogotá, pues la razón es obvia. Si en 2010 no era fácil encontrar paisanos o ventas de arepas y tequeños, hoy ya nada de eso es exótico. Lo más normal al caminar por la calle es toparse con alguien hablando en voz alta con acento caraqueño o maracucho o andino. Los hay que venden chucherías en el transporte público, que cantan por unas monedas, que atienden clientes en panaderías y restaurantes, que ejercen de estilistas, que apelan a la lástima para recibir limosnas, que piden direcciones a los extraños, todos con una evidente vergüenza mezclada con hidalguía en la mirada porque sobreviven como sea pero también saben, como yo, que no pudieron matar al monstruo de mil cabezas que todos ayudamos a procrear. Me compadezco de ellos y a la vez no, quizás porque mi identificación con ellos se acaba cuando caigo en cuenta de que se vinieron a esta ciudad a ser vistos como gente de quinta categoría, a dormir hacinados, a ocupar espacios públicos para pasar la noche al garete, y eso no es ejemplo de dignidad para nadie. Hay quien les tiene lástima como hay quien drena en ellos su más básico instinto xenófobo.

No hemos dejado que el barco se hunda. Tenemos el timón en nuestras manos, el destino es un libraco de hojas en blanco y ambos tenemos pluma y tinta para llenarlo. Nuestra balada quizás aún no ha sonado en la radio pero agradará a quien se anime a escucharla a capella. En medio de la pena de tener tantos seres queridos aguantando las embestidas crueles de la nueva forma de la patria, me alivia que nuestra primogénita haya nacido sana y como resultado de una cohesión familiar que ha aguantado rachas de bonanza y de estrechez pero que no se ha dejado arredrar por la impaciencia de no haber logrado aún todos los objetivos planteados. Para cuando la bebé nació nuestras fosas nasales ya descansaban del tufillo insoportable y entonces podíamos respirar un aire menos denso, o al menos propicio para creer que soñar con el bienestar no era una utopía de gente ingenua sino una obligación de nuestro código moral, un derecho merecido por aguantar con un mínimo de entereza todo lo que supone lidiar con una patraña de revolución y (peor aún) pertenecer a la peligrosa especie humana.

Heberto José Borjas
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