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Coral audaz

sábado 21 de mayo de 2022
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Coral audaz, por Denise Armitano Cárdenas
Aunque ya no era un mozuelo, Madeleine me buscó para mitigar tristezas, rescatar su feminidad y la frescura de su sonrisa.

Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2022 en su 26º aniversario

No lo niego, hemos sido vencidos. Todo está suspendido. Todo se derrumba.
Pero sigo sintiendo la tranquilidad de un vencedor.
Antoine de Saint-Exupéry, Piloto de guerra (1942)

Nos conocimos en París, bajo la cúpula iridiscente de las Galerías Lafayette, en el área de los cosméticos de lujo. Esperaba que alguien se prendara de mí, cuando entró al almacén para guarecerse de la lluvia. Se quitó el pañuelo que cubría sus rizos castaños, apenas mojados; me atrapó con la mirada y se acercó, sonriente. Ambos tuvimos la impresión de estar predestinados. Me aseguró que le atraían mi estilo “tan elegante como audaz”, mi color y mi perfume.

Corría la década del treinta, Madeleine estaba cursando el último año de la universidad. Me impuso la tarea de darle suerte en los momentos importantes de su vida. Desde el comienzo hubo gran afinidad entre nosotros, por eso nunca temí fallarle ni que me sustituyera por otro. En las mañanas nubladas le daba luz a su rostro para disimular sus desvelos previos a los exámenes. Cuando caminábamos juntos la gente nos sonreía, algunos decían que yo le “combinaba”, que hacíamos bonita pareja. Al mirarse en el espejo, ella solía asegurar: “Siempre quise tenerte”, luego hacía un mohín con los labios.

Fue una etapa de logros y alegrías: tertulias, noches de cine y baile, vacaciones en el mar. Disfrutamos los buenos profesores, el esfuerzo por sobresalir, la embriaguez y el cosquilleo de vinos finos en los labios al graduarse con honores en Historia del Arte. Sin embargo, cuando terminó la universidad, se alejó de mí. A veces coincidíamos, ella me sonreía y nos prometíamos un café o un paseo al borde del Sena. Aunque eso nunca llegaba a ocurrir, me ensoñaba con el contorno perfecto de sus labios, imaginaba que volvería con ella a las fiestas como su talismán para rivalizar, en brillo y color, con otros galanes de mi estirpe. Prefería ignorar que Madeleine tenía otras prioridades, otras compañías. Su forma de vestir, su peinado, e incluso su maquillaje, habían cambiado: se había comprometido con un tal Jean-René.

La guerra tomaba vidas, separaba familias, despertaba lo peor y lo mejor de cada quien. Sin embargo para algunos, como yo, significó una oportunidad.

Mi esperanza renació cuando supe que la boda no había tenido lugar porque, en 1939, Francia le había declarado la guerra al Reich. Tras perder la contienda, gobernantes doblegados escindieron nuestro país en dos. París pasó a la hora de Berlín y la figura del ocupante se hizo omnipresente a través de banderas con esvástica y carteles con letra gótica. Cuando las materias primas tuvieron que encaminarse hacia Alemania como tributo al vencedor, el racionamiento, la escasez y el mercado negro trajeron hambre y ruindad. Los estrenos, el perfume y el maquillaje se convirtieron en lujos inaccesibles. Aun así las mujeres se ingeniaban para lucir elegantes. Algunas fabricaban pintalabios caseros, otras los rescataban del olvido y con finos pinceles los rendían hasta lo último. Todo se había trastornado y lucía desteñido pero, en medio de tanto desconcierto, nos reencontramos al fin.

Jean-René había huido a Inglaterra con el grupo del general De Gaulle que lanzó el llamado a la Resistencia. Madeleine estaba aliviada porque su prometido había corrido con la suerte de no caer prisionero o tener que cumplir trabajo obligatorio en Alemania, pero sentía el peso de la angustia y la soledad. La guerra tomaba vidas, separaba familias, despertaba lo peor y lo mejor de cada quien. Sin embargo para algunos, como yo, significó una oportunidad.

Aunque ya no era un mozuelo, Madeleine me buscó para mitigar tristezas, rescatar su feminidad y la frescura de su sonrisa. Procuraba acompañarla en toda ocasión, en la medida de sus deseos y, sobre todo, de sus ánimos cambiantes, recuperando así nuestra cercanía extraviada.

Los colegas del gremio, envidiosos, me llamaban “Romeo”. Decían que no me ilusionara, advirtiéndome que yo no era más que un objeto para ella y que, cuando la guerra acabara y el “hombre” regresara, todo se acabaría. Ajeno a tan malos presagios, veía cómo Madeleine y yo éramos uno solo con el pasar de las estaciones.

En invierno, compartimos tazas de infusión o de café traficado. En verano, menta helada o limonada. Cuando se podía, hacíamos fiesta con frutas, quesos y fiambres que ella conseguía gracias a familiares que vivían en el campo. Pero no siempre había comida, o carbón, y a veces tocaba escoger entre uno u otro. Entonces era preferible alimentar la estufa, pues al estómago se le podía engañar con caldo de ajo o un mendrugo. Para la Nochevieja del año 1942, hartos de tantos sinsabores, aceptamos paté de hígado, bombones y champaña, obsequio de una amiga que practicaba la “colaboración horizontal” con un oficial alemán. Entre burbujas y untuosidades, por un momento olvidamos la desgracia que nos rodeaba.

Aunque me quería y siempre agradecería mi colorida y animada presencia, Madeleine se despidió.

En aquellos tiempos de miseria y de subordinación, las filas eran habituales —e interminables— frente a los expendios de comida. Sin embargo muchas mujeres, como Madeleine, hicieron del bochorno y la frustración un evento social al que acudían arregladas y con bancos portátiles para mitigar las largas horas de espera. Ella sacaba en mí la fortaleza para enfrentar la asfixia del cotidiano. Yo asumía esa labor con convicción de soldado y la certeza de pertenecer a la Resistencia aún cuando no estuviera en el maquis, fusil en mano, a dieta de liebres y raíces, o armando explosivos para sabotear el abastecimiento enemigo.

Cuando los Aliados desembarcaron en 1944, paradójicamente, la Liberación acabó con nuestra íntima amistad. Aunque me quería y siempre agradecería mi colorida y animada presencia, Madeleine se despidió. Yo, que sólo anhelaba quedarme adherido a sus labios carnosos en un beso eterno, le recordaba una época muy triste que prefería olvidar. Otros tiempos, otras modas estaban por venir. Los años que siguieron fueron difíciles para todos. Madeleine siguió adelante y yo me resigné a quedarme relegado, viejo y gastado, junto con mis amigos maquilladores que, uno a uno, desaparecieron.

En 1984, para conmemorar el 40º aniversario de la Liberación, la maison L. lanzó el maquillaje Liberté en una edición limitada. Fue un homenaje al Rosa de Francia, al Rojo deseo y al Coral audaz, los pintalabios que hicimos más llevaderos los años turbios de la Ocupación y a las mujeres que, como Madeleine, aguantaron tantas dificultades y desafiaron la adversidad de la guerra con sus labios encarnados.

Denise Armitano Cárdenas
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