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Trazos sobre las derrotas propias y ajenas

viernes 27 de mayo de 2022
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Trazos sobre las derrotas propias y ajenas, por María Ledezma G.
Los venezolanos, desde hace un buen tiempo, viven sus días en contexto de derrota, una probablemente menos violenta que la experimentada en la confrontación política, pero igualmente nociva.

Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2022 en su 26º aniversario

Los recuerdos no son imágenes ni sonidos.
Existen en alguna parte entre los sonidos, entre las imágenes.
MGS

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—Nada de esto habría pasado de no ser porque la sociedad civil, desde 2002, cree en las luchas no violentas. Mi abuelo nos contaba historias sobre sus combates durante la guerra civil española: en ese entonces los hombres luchaban hasta el término de sus días. No existía el cansancio, ni los descansos ni las jornadas laborales. Era el combate, hasta el final. O lo que él pensaba que debía ser el final.

—Sí, Victoria, pero te recuerdo que vives aquí porque tu abuelo perdió la guerra.

Palabras más, palabras menos, esa fue una conversación que sostuve con una amiga muy querida, durante las manifestaciones del año 2014. Recuerdo que era de noche, que viajábamos dentro de un vagón del Metro de Caracas, sin aire acondicionado, y que permaneció a oscuras durante unos largos minutos, mientras atravesábamos la estación Altamira. En ese entonces, las redes sociales denunciaban que el subterráneo era utilizado por el régimen para transportar unidades antimotines y que, en varias oportunidades, los pasajeros atestiguaron el traslado, por esa vía, de manifestantes detenidos. Victoria permaneció en silencio el resto del trayecto, con los ojos cristalinos opacos por la pequeña luz grisácea del vagón, ensimismada en sus recuerdos y con esa sensación de saberse presa de una derrota heredada.

Nos cuesta creer que nuestras historias colectivas —y menos aún: las historias personales— podrían tener a manera de incisos episodios de huidas, destierros y exilios.

Al igual que Victoria, durante mucho tiempo creí que la razón por la que nací en Venezuela era porque mis antepasados ganaron sus respectivas guerras. La idea interiorizada de que la historia la escriben los ganadores opera como ordenador de una narrativa colectiva: nacimos en un país llamado Venezuela porque la nación fue el resultado de una serie de batallas independentistas y federales que se dieron sobre un territorio, y donde los vencedores impusieron los códigos, las instituciones y las normas por las cuales nos regimos y damos lectura al entorno inmediato. Nos cuesta creer que nuestras historias colectivas —y menos aún: las historias personales— podrían tener a manera de incisos episodios de huidas, destierros y exilios. Los acontecimientos nacionales de las últimas dos décadas nos han demostrado que nuestra narrativa se sostiene sobre variopintas falacias.

Lo cierto del caso es que las pocas veces que mis padres o mis abuelos tocaron el tema sobre nuestro pasado, salieron referencias esporádicas sobre los canarios que se asentaron en el oriente del país, la huida a Oriente, la guerra federal, o las revueltas caudillistas de los andes trujillanos. Poco hablaron del hecho de que vivíamos en apatridia, con identificaciones no reconocidas en ninguna parte y con una extraña fe en lengua norafricana, que no correspondía con la típica idiosincrasia nacional, de santos, nazarenos, arcángeles y mujeres que cabalgan sobre dantas. En la falta de correspondencia con la narrativa oficial de la nación se asoma tímidamente el relato del desplazamiento morisco, del nomadismo y la persecución religiosa de una España franquista que se unificó a la fuerza, y que generó un movimiento migratorio que no fue tan distinto a los desplazamientos de refugiados que saturan hoy la sección internacional de los telediarios de ese país.

 

2

Varias veces me pregunté qué tan cercanas son las guerras a nosotros, quienes vivimos en este lado del trópico. El primer punto de búsqueda es pensar en las experiencias vividas por la generación de nuestros padres o abuelos. Los que constantemente interactuamos en redes sociales hemos participado del ejercicio de echar el cuento de cómo nuestros familiares llegaron a La Guaira o a Puerto Cabello, con un par de maletas y la esperanza de seguir tejiendo el curso de la vida. Muchos encontramos asidero en ver el país como esa Tierra de Gracia, espacio de salvación, que abrió sus puertas a los necesitados en momentos cuando otros no quisieron participar, bien sea por intereses geopolíticos o por una escandalosa falta de solidaridad. En ese rehacer la vida del antepasado encontramos un tipo de relato de superación sobre los obstáculos, una especie de victoria sobre la adversidad. Y, en esa narrativa, recreamos una importante instantánea del retrato de la familia: “A la derecha de la imagen está el tío Carlos, nacido en Vigo, junto con su esposa Norma, de padres de La Palma (la muy malhumorada). Ambos llegaron en el 52. A la derecha, está Ana, con sus tres hijas: Nohelia, Natalia y Nilcia. La pobre tuvo que esperar noticias de su esposo (el comunista) para agarrar el primer barco que la trajera al país. Y, muy en el fondo, en zapatillas de suelitas dentadas, estabas tú. Tendrías un par de meses de haber nacido. El bautizo tuvo que esperar porque tu papá no pudo terminar de resolver los papeles de nacionalización a tiempo”. Las vitrinas de muchos hogares venezolanos conservan fotografías sepias de los que migraron de Europa quien-sabe-por-qué-razón durante los finales de los 30 y los 40. De vez en cuando, aparece un par de niños vestidos de ángeles sobre el regazo de madres con peinados de la época. Y, quizás, en el medio de esa distribución fotográfica, estemos nosotros, representados con colores en alta resolución. Imaginamos la historia familiar a manera de cuadros instantáneos y depositamos buena parte de nuestros recuerdos en esas impresiones cargadas de momentos detenidos. Pocas veces analizamos con la suficiente atención el relato que se esconde entre los espacios de cada uno de esos retratos. Y, quizás por eso, damos por hecho que las guerras sucedidas en geografías distantes como el este de Europa, el centro de África o las costas frente al océano Índico, no nos afectan. Siempre hablamos de forma impersonal y remota sobre las guerras de los otros, pero muy rara vez hablamos de las guerras propias y paralelas que estallan en nuestras dimensiones.

 

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Nací un 26 de agosto: exactamente, un año antes de la quema de la biblioteca de Sarajevo. La guerra de los Balcanes tuvo mucho que ver con los comentarios agridulces que escuché durante mi infancia. Ya más grandecita, recuerdo imágenes de la guerra de Kosovo y del conflicto árabe-israelí. Adolescente fui testigo televisivo de los ataques terroristas del 9/11, la guerra de Afganistán y la guerra de Irak. Poco antes de salir del bachillerato, los padres de un compañero de clases fueron alcanzados por las balas de un rifle disparadas por quien sabe qué soldado bajo qué consigna, durante el viaje familiar que hicieron por el Líbano. Con los años me enteré de que otros de mis compañeros se alistaron a la Legión Española y de que otro sintió una fuerza interior tal para incorporarse al ejército sirio, durante los inicios de la Primavera Árabe.

Con los años aprendí que detrás de la sensación de ocupar la mente en los conflictos del afuera existía la necesidad inversa de solapar los conflictos propios.

En casa, la sección de noticias internacionales era parte de la narrativa cotidiana. Todas las noches se esperaban los reportajes de José Levy, desde Israel, y alguno que otro especial de la Televisión Española. De vez en cuando nos sorprendía Christiane Amanpour o Geraldo Rivera, cuando cubrían una misión puntual del Medio Oriente. Esa sensación de estar conectados con el mundo gracias a la televisión por cable tenía como valor añadido la necesidad de conocer la inestabilidad de los otros hemisferios. Con los años aprendí que detrás de la sensación de ocupar la mente en los conflictos del afuera existía la necesidad inversa de solapar los conflictos propios, aquellos que se estaban marinando en el seno de nuestro imaginario venezolano y que estallarían en décadas de conflictividad, persecución, crisis económicas, detenciones, torturas y desplazamientos.

Adulta, me familiaricé con las historias de croatas y ucranianos, con quienes coincidí en mis lugares de residencias, y encontré en cada uno de esos relatos imágenes de lo cotidiano que no discrepaban mucho de mi propia cotidianidad. Porque sí: vivimos en Venezuela, un país tropical y clima excepcional, ubicado al norte de América del Sur. Pero también somos un país con serios problemas de servicios básicos, con un liderazgo político que nos ha desplegado un portafolio de escenarios que van desde la opulencia más grotesca de unos pocos hasta distintos grados del hambre; un país con universidades saqueadas, incendiadas y tomadas para fines ideologizantes; con bibliotecas cerradas y un inventario inimaginable de libros destruidos; un país con galerías de arte clandestinas que subastan patrimonio nacional a particulares; un país donde los profesores ganan una miseria y deben dedicarse a diversos oficios para sobrevivir sin abandonar lo que les apasiona; un país donde los adultos mayores mueren solos en sus habitaciones sin medicamentos ni pensiones; un país de asaltos a la propiedad privada, de emboscadas en las carreteras, de secuestros y territorios dominados por el crimen organizado. Un país que parió a esos millones de compatriotas que caminan el continente entero, hacia el norte y hacia el sur, en búsqueda desesperada de rehacer la vida. Pero si de algo nos encanta jactarnos como nación, desde nuestra más ignorante soberbia, es que somos un país pacífico que no ha vivido una guerra.

 

4

La memoria de las guerras se nutre de las historias personales y ajenas, pero también se alimenta de los marcos de referencias construidos con ficciones, y es aquí donde la narrativa crea un imaginario particular y muy diferenciado, que es inherente a cada ser humano.

El descubrimiento de la literatura, por ejemplo, me permitió familiarizarme con las crónicas de Arturo Pérez Reverte y de Juan Goytisolo. Recuerdo también hacer maromas para encontrar un libro que no tuvo gran repercusión en Venezuela llamado La señal del burro, de Luis Fernando Rodríguez Torres; que narraba lo que vivieron los corresponsables de distintas agencias para atravesar los Balcanes, durante el conflicto. El título guarda relación con el hecho de que los burros eran utilizados como marcas en la carretera para señalar puntos donde los vehículos podían ser emboscados y tiroteados. La señal del burro menciona también la lógica del mercenario y las razones por las cuales decide participar de un conflicto que no tendría por qué afectarle.

Es verdad que estuve rodeada de libros desde muy temprana edad y heredé una modesta biblioteca, pero el interés por la literatura de guerra no llegó solamente con libros, sino por medio de videojuegos. Mi adolescencia coincidió con el lanzamiento de juegos que desarrollaban tramas maduras. Y siempre recordaré uno en especial: Metal Gear Solid, la historia de un mercenario sin nombre (pero que responde al nombre clave de Solid Snake), con una trayectoria militar intachable, que fue reclutado por una unidad secreta del gobierno de Estados Unidos para detener el posible lanzamiento de un misil nuclear, que sería lanzado por un grupo terrorista en una base militar de Alaska. A medida que se desarrolla la historia descubrimos que el protagonista mató a su padre durante un conflicto armado anterior, en África, que cada uno de los enemigos que encontró en su camino eran como él: sujetos completamente rotos marcados por las guerras y que luchaban contra la humanidad porque estaban hartos de sentirse juguetes de los intereses de los poderosos. Metal Gear Solid fue el abrebocas para enterarme de la existencia de la carrera armamentística nuclear, el desastre de Chernobyl, las guerras civiles africanas de la posindependencia, la crisis del Golfo y el arte de la guerra.

Quienes nos hemos involucrado en la narrativa de Metal Gear Solid (y de toda la saga de videojuegos, que comprende más de siete títulos) reconocemos esa sensación de derrota.

La historia del juego termina mal (cosa muy extraña en un videojuego de la época): los principales rehenes, uno de los motivos de la misión en Alaska, mueren en extrañas circunstancias; nos enteramos de que Snake eventualmente también fallecerá por una inyección letal de liberación prolongada, incubada por sus superiores directos, como parte de la operación, y se descubre que una de las hijas del equipo de Solid Snake (llamada Meryl), aficionada al mundo de los mercenarios, aparece muerta con evidentes signos de tortura. Quienes nos hemos involucrado en la narrativa de Metal Gear Solid (y de toda la saga de videojuegos, que comprende más de siete títulos) reconocemos esa sensación de derrota que nos van dejando distintas escenas y nos hemos sacudido por los diálogos de naturaleza filosófica sobre los motivos de luchar, de amar y sentir la vida en medio de una batalla.

El juego es trágico, nos recuerda que las guerras no son bonitas, pero la idea muy hemingwayana de encontrar la belleza, incluso en medio del horror, es algo que el creador del videojuego, Hideo Kojima (quien actualmente es escritor), enfatizó como parte de la trama de la historia. Uno de los personajes, Mei Ling, la especialista en registrar los movimientos del personaje principal, hace las veces de oráculo cada vez que al jugador le corresponde guardar su partida. Sus proverbios y citas literarias de diferentes autores permiten que el jugador/protagonista de la historia comprenda el aspecto humano detrás de un drama social como es un ataque terrorista o un conflicto armado, y no fueron pocos los momentos en que las frases dieron pie a diálogos interesantes entre los personajes. Quizás por eso, muchos recordamos los guiños literarios, incluso años después de haber jugado: “Lucharé hasta que me arranquen la carne de los huesos. Dadme mi armadura” (Shakespeare); “No se tiene nada, todo se pierde cuando el deseo nunca está satisfecho” (Shakespeare); “Es mejor vivir feamente que morir bellamente” (proverbio chino); “La muerte nos hace a todos iguales” (proverbio chino); “Los cementerios están llenos de hombres indispensables” (Goethe).

Pero los diálogos emocionalmente más cargados del juego no se establecieron con los personajes aliados de Solid Snake sino con sus antagonistas, después de ser vencidos, y hay tres momentos especiales que ya forman parte de las escenas canónicas de la historia de los videojuegos. El primer diálogo ocurre cuando Snake derrota a un psíquico, llamado Psycho Mantis, quien es descrito como experto en manipulación mental. Después de perder la batalla, Mantis reflexiona con Snake sobre el sentido de hacer el mal de la humanidad, pero lo interesante de la discusión es el ejercicio de interpelar al jugador (rompiendo la cuarta pared) por medio de su representación directa, que es el protagonista:

Desde el momento en que somos arrojados a este mundo, estamos destinados a traernos mutuamente nada más que dolor y miseria (…). He visto el verdadero mal. Tú, Snake, eres como el Jefe… No, tú eres peor. Comparado contigo, yo no soy tan malo (Kojima: 1998).

El segundo diálogo ocurre contra otro enemigo, una mercenaria llamada Sniper Wolf. La historia la retrata como una mujer de origen kurdo especialista en rifles de francotirador. Wolf es la responsable de capturar a Meryl, la hija de la comandante de la operación. Una de las primeras impresiones que tenemos de Wolf es que es una asesina fría y sádica. Pero el relato también nos muestra una cara menos inhumana de ella, gracias a la versión de uno de los rehenes de la operación, llamado Hal Emmerich, quien se enamora perdidamente de ella. Luego de ser herida de muerte, tras un encuentro ocurrido en un campo abierto de la base de Alaska, Wolf le pide a Snake que la mate, pero le explica los motivos que la llevaron a convertirse en mercenaria:

Nací en medio de la guerra y crecí entre combates, disparos, sirenas y aullidos. Esa fue mi infancia. Fuimos perseguidos como perros día tras día y sacados de andrajosos cobijos. Esa fue mi vida. Cada mañana me despertaba y hallaba a varios de mis amigos y familiares muertos a mi lado. Miraba el sol de la mañana y rogaba para poder llegar viva al final del día. Los gobiernos del mundo ignoraban totalmente nuestra miseria.

Me hice asesina, [y] oculta, veía todo a través de mi mira telescópica. Pude ver la guerra, no desde dentro sino desde afuera, como observadora. Observé la estupidez humana a través de la mira telescópica de mi rifle. Me uní a este movimiento revolucionario para vengarme del mundo, pero me he avergonzado a mí y a mi gente. Ya no soy la loba que solía ser. En nombre de la venganza he vendido mi cuerpo y mi alma, ahora no soy más que una perra (…). Ya entiendo, no luchaba para matar; luchaba para que me matasen… alguien como tú. Snake, hazme libre (Kojima: 1998).

La expresión “la muerte no es derrota”, mal atribuida a Hemingway, es una frase que marcó a una generación de gamers.

La última escena, finalmente, corresponde al cierre del videojuego: cuando el arma nuclear queda desactivada, termina el combate contra el principal villano del relato, y Solid Snake descubre que no puede rescatar a Meryl. Snake lamenta no haber sido capaz de vencer sus propios miedos ni el dolor de las torturas para salvarla. Es en ese momento cuando aparece nuevamente Hal Emmerich para consolar a Snake, y expresa el que probablemente sea el discurso más importante del videojuego:

Meryl ya no puede perdonar a nadie. Ha muerto, Snake. Supongo que culparte lo hace más fácil. Al hacerlo alejas el dolor, el intenso dolor (…). Snake, uno muere y la muerte no es derrota. Yo también perdí a Wolf y no fue una derrota. Los dos estaremos juntos para siempre. No perdimos nada. La vida es más que un juego que ganar o perder. ¿No lo crees así? Vivamos (Kojima: 1998).

La expresión “la muerte no es derrota”, mal atribuida a Hemingway, es una frase que marcó a una generación de gamers y que generó el puente necesario (y maravilloso) entre el relato de un videojuego y la literatura tradicional, aquella que llena bibliotecas, gana premios y aporta al imaginario de los individuos. La gran moraleja que me dejó MGS es que la guerra no puede ser vista desde la lógica del ganar y perder, especialmente cuando pertenecemos al lado de los vulnerables. En la guerra las personas pierden y ganan. La victoria y la derrota son dos líneas argumentales que se entraman en el mismo evento. La única ganancia de la guerra es burlar la muerte todos los días, pero esto implica también que alguien más pierde la vida a cambio. Más allá de los intereses políticos que generan las guerras, el ser humano desentierra en éstas su sentido más atávico: el sentido de vivir. Si las guerras no han destruido esa necesidad natural que todos los hombres tienen de vivir, la reconstrucción y la sanación, eventualmente, serán posibles.

 

5

Pero una cosa es aprender de una narrativa bélica y otra cosa muy diferente es ser marcado por la violencia de una. Los que vivimos los venezolanos durante los últimos años de confrontación política tiene mucho de componente bélico. No es una exageración calificar la violencia inusitada de los cuerpos de seguridad del gobierno, tanto en los espacios públicos como en las zonas residenciales, como la aplicación de algún tipo de guerra contra la ciudadanía. 240 presos políticos, seis millones de desplazados, y un expediente nutrido de violación de derechos humanos en la Corte Penal Internacional, dan cuenta de un relato que no se ha descrito con los vocablos correctos.

En veinte años, hablamos de protestas, de marchas, de enfrentamientos, de disturbios y guarimbas. Hablamos de la lucha para recuperar libertades civiles, para apropiarnos de un país secuestrado. Hablamos de la usurpación de las instituciones nacionales. Hablamos de juventudes heroicas, de estudiantes que dejaron sus vidas en el asfalto. Hablamos de una ciudadanía enfurecida y ciega que aspiró a un espacio político que la reconozca y la respete. Pero nos cuesta hablar de los veinte años de derrotas. Nuestra historia de próceres y de héroes jamás nos enseñó que las victorias no están reservadas para los justos, los virtuosos, los honestos o los grandes: las victorias están reservadas para los que usan el poder para alcanzarla o para los que trabajan arduamente para cumplir sus metas (los malvados no tienen descanso, dice una frase popular). Ni la inteligencia ni la astucia son atributos de los que consideramos buenos, sino que son características universales: los malos también pueden ser inteligentes, ingeniosos, profesionales, capacitados, hacendosos. Quizás por eso entramos en disonancia cuando revisamos los acontecimientos más importantes de las últimas dos décadas. La ciudadanía venezolana se percibe como una entidad buena, noble y cálida, pero que no se halla a sí misma en sus múltiples pérdidas.

Y lo cierto del caso es que somos un país de derrotas. Por eso, cuando pienso en los eventos de 2014 y de 2017, recuerdo lo que Albert Camus escribió sobre la guerra civil española: “Fue en España donde mi generación aprendió que uno puede tener razón y ser derrotado, que la fuerza puede destruir el alma, y que a veces el coraje no obtiene recompensa”. Los venezolanos, desde hace un buen tiempo, viven sus días en contexto de derrota, una probablemente menos violenta que la experimentada en la confrontación política, pero igualmente nociva: cuando los ciudadanos son víctimas de injusticia procesal, cuando son sujetos a arbitrariedades de ley, por el capricho de los poderosos; cuando los conductores deben orillarse por el hombrillo para dejar pasar la carroza de escoltas y escoltados, cuando pasan horas dentro de un túnel de metro por fallas de los trenes de las que nadie quiere hacerse responsable; cuando debe cargar bidones de agua varios kilómetros o caminar en la oscuridad porque el sector tiene días sin servicio eléctrico; cuando los ciudadanos salen de sus casas y aparecen en la morgue, o cuando los enfermos mueren dentro de los vehículos porque ningún hospital público los puede recibir. En cada una de esas escenas está la manifestación gráfica de la derrota y la asumimos como parte de lo cotidiano, porque sabemos que el acto de rebelión no conduce a la victoria, porque la vida continúa y no se detiene cuando nos sentimos perdidos.

El hecho de que hemos sido violentados por el régimen no nos despoja de la condición humana.

Con el tiempo me he reconciliado con la idea de que hemos sido derrotados en el plano político, pero, paradójicamente, me gusta creer que también ganamos cuando encontramos en la pérdida la iniciativa para rescatar nuestro valor como sujetos desvinculados de la gesta nacional. Es posible venir de un lugar de fracasos y, sin embargo, tener valor para rehacer la vida, así como es posible hallar en la sensación de derrota un motivo para preservar la dignidad y los principios que crean ciudadanía. El hecho de que hemos sido violentados por el régimen no nos despoja de la condición humana, porque la esencia humana es inherente a cada uno de nosotros independientemente del ejercicio del poder. Los derrotados también arrastramos una historia y creamos futuro. Es verdad que no podemos cambiar nada de lo sucedido en el pasado. Y algunos, probablemente, no quisieran cambiar nada de ese pasado. Pero si algo necesitamos, como mecanismo de reconstrucción, es un relato nacional que sostenga la narrativa de las separaciones familiares, más allá de las videollamadas, los chats y los protectores de pantallas: una narrativa que ate los cabos sueltos de los relatos familiares que están fragmentados y disparejamente distribuidos en las mesitas de cada una de nuestras casas. A estas alturas, incluso, sopesar el pasado desde la perspectiva del ganar y perder resulta estéril, porque no nos conduce a ninguna parte. Y me habría gustado decirle a Victoria, en el año 2014, que su abuelo también ganó cuando hizo vida en Venezuela y fundó una maravillosa familia, y que ella también ganó cuando decidió irse… Sólo que, en ese momento, tal vez era joven, muy tonta y estaba herida de mi propio pasado como para encontrar las palabras necesarias para hacerle entender lo contrario.

María Ledezma G.
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