
Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2022 en su 26º aniversario
En medio de una refriega verbal entre Londres y Moscú, Roosevelt (ya muy maluco) se queda dormido. Ronca con fuerza. Cuando logra por fin abrir los ojos, ya Churchill ha abandonado la mesa de los sacrificios, y el Oso Grande, campeón absoluto del invierno estepario, ya está a las puertas de Berlín.
Por allá, en Budapest, chocan de frente la locomotora militar nazi, que ahora va en reversa, y la soviética, que, dueña del frente oriental y el crudo invierno, apuesta a una victoria costosísima: sus cadáveres sumarán más que los de todos los aliados y los de Alemania juntos. Una carnicería y un marullo de sangre. Pero, de todos modos, el juramento ha sido echado y los días del Reich ya están contados.
En una movida múltiple y a veces coordinada, la pinza va cerrándose. El ejército de la cruz gamada, el que hasta ayer era el mejor armado y disciplinado del mundo, va siendo acorralado en varios bolsillos del extenso combate, pero desde el búnker mayor recibe órdenes afiebradas: no dejar piedra sobre piedra. Ordena y manda el Führer acelerar la ofensiva, que es siempre la mejor defensa. Pero decirlo es un mamey y la información que va filtrándose a través del espionaje militar es cada día más preocupante y, para muchos oficiales, la guerra es ya una empresa insostenible.
De los escombros que deja el estallido bajo su escritorio, el Führer emerge con manitas de Párkinson, pero sólo con algunos rasguños.
Pillados entre el afán de vencer a toda costa y la realidad apabullante, los nervios estallan. Como un clavo saca otro clavo, en este tembladeral o clima emocional que ahora se vive, uno de los generales decide recurrir a la locura para salir de la locura. Apuesta al magnicidio. De los escombros que deja el estallido bajo su escritorio, el Führer emerge con manitas de Párkinson, pero sólo con algunos rasguños. Esta vez se ha salvado de milagro, lo que no impide que en un santiamén reviente de ira en contra de los enemigos de adentro, los peores.
Sin perder un segundo, la cacería comienza con los más allegados. Los conspiradores son sumariamente procesados y, para convertirlos en escarnio y objeto de befa, son subidos como puercos en garfios de carnicero. Allí se les deja morir en lentísima agonía. El tenso pellejo de la espalda a punto de partirse, sus lamentos se mecen al paso de la brisa. Varias veces al día, las ojeras del Führer y su sonrisa helada le pasan revista a la agonía de sus antiguos camaradas.
Si el frente oriental ya está tirado a pérdida, en el frente occidental los aliados avanzan con pasos de gigante, y antes de que las balas de los francotiradores dejen de silbar, ya el pueblo de París se ha lanzado a la calle a fundar la primavera de la Quinta República.
Erecto como un pino, el general De Gaulle con nariz de Pinocho y sable en mano marcha al frente de la multitud hacia los Elíseos. El alborozo es grande. La testa por las nubes, el general no ve a su paso los escombros de las últimas barricadas de la Resistencia. Las campanas de Notre-Dame repican. Hay Te Deum. Borracha de emoción, la ciudad de París baila en las calles, y como nacidos de repente de la noche más larga, bajo el Arco del Triunfo las muchachas en flor y los héroes de la pólvora se besan y se besan.
Pero no todo el mundo baila al mismo son. Una de cal y otra de arena. Por miedo a que una Polonia victoriosa en lucha heroica contra la ocupación nazi se convierta más tarde en una espina en el costado del Gran Oso, los bigotes previsores de Stalin sonríen y se cruzan de brazos. Apocalipsis uno. Varsovia es reducida a polvo por la cruz de hierro. Y en otro escenario, en Atenas, una insurrección popular-comunista está a punto de tomar el poder, cuando las espirales del habano de Churchill se interponen. Sin oxígeno, los conjurados son masacrados por la pandilla de los coroneles.
Mientras tanto, los modernísimos V-1 y —poquito después— los V-2, los insuperables pájaros de combate, ¡bam-bam-bam!, van reduciendo a polvo las torres de la ciudad de Londres que pareciera ya desmoronarse. La orden del Führer al jefe de la Fuerza Aérea se sale de la historia: sus muchachos (le dice) no van a asustar a la capital mundial de los cómplices del judaísmo, van a reducir a cenizas a esa puta. ¡Bam-bam-bam! Con huesos y apellidos, las muñecas descalzas saltarán al vacío desde las azoteas.
Otro día pasa, y otro, y ya no es hora de andar vociferando. Ya circunscrito a un perímetro estrecho muy cerquita a su búnker, Hitler sale con ojeras de carbón a inspeccionar una escuadra de niños-soldados, sus últimos cartuchos. El silencio es casi aparatoso. Nadie habla excepto el hombre que adoctrina. Uno por uno, les toma la barbilla a los imberbes, pero una mano le da saltos repentinos como queriendo abandonar su cuerpo. Él intenta someterla. La esconde detrás de la espalda pero la mano, ya insubordinada, continúa dando brincos. El Führer suda frío. Dentro de su mente (un espejo empañado) ve a Stalin disfrazado de oso avanzar hacia Berlín seguido de un traqueteo telúrico de blindados. La intuición paranoica resultará certera. Un anillo de acero, como una gran serpiente, va ciñendo al Berlín que hasta ayer había soñado con gobernar al mundo por mil años. Ahora cada minuto cuenta. Los niños esperan una orden del hombre que se ha ido de viaje en la nariz de ellos. Desde lo alto de su soberbia derruida, como si se subiera sobre el último búnker, el Führer se contempla al contemplar por última vez los escombros de lo que una vez fuera su imperio.
Stalin siempre habría de sonreír porque Stalin fue una vez seminarista y, como buen seminarista, tenía mostachos grandes.
Roosevelt muere antes de que en Berlín la soberbia, como una casona de pichipén en llamas, se vaya de cabeza contra el polvo. Lo sustituye Truman, un provinciano comefuego oriundo de Misuri que lo primero que hace es armar un teatrito impresionista para decirle al mundo, y en especial a la próxima rival de su imperio (la capital del oso), que Estados Unidos es la primera y única potencia del mundo porque “sus científicos” acaban de dar con el secreto de la bomba atómica.
Stalin vuelve a sonreír. Stalin siempre habría de sonreír porque Stalin fue una vez seminarista y, como buen seminarista, tenía mostachos grandes. Truman, que era lampiño, se sulfuraba debajo de su sombrero de empresario valiente mientras, con los ojos cerrados como por la cosquilla de algún chiste secreto, el bigote de Stalin se estiraba hacia las orejas.
Sobre las cenizas todavía humeantes del esqueleto de la máquina militar alemana, comienza ahora otra guerra. Truman y Stalin, aliados hasta hoy, comienzan de pronto a pulsear sobre las ruinas como verdaderos hombres de Estado. Es una dicha verlos revolcarse, retozar a montones, caerse de fondillos lanzándose piropos, explosivas granadas de papel de periódico o pelotas de nieve.
Del libro El secreto corazón de las espadas (Madrid: Editorial Verbum, 2021).
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