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Julia de Burgos y la ciudad de Nueva York

martes 30 de mayo de 2023
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Julia de Burgos
Julia de Burgos (1914-1953) fue incapaz de ver y decir desde la poesía las miserables condiciones materiales, dantescas, en que buena parte de su pueblo (incluyéndola) malvivía.

Urbana, antología digital por los 27 años de LetraliaUrbana. 27 años de Letralia
Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2023 en su 27º aniversario
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Más como prosista que como poeta social (tribuna épica, voz de la tribu), Julia de Burgos (1914-1953) expresa su protesta en contra del racismo en la Babel de Hierro. Sin embargo, en la Gran Urbe fue incapaz de ver y decir —desde la poesía, su mejor arma, y con la contundencia que la había caracterizado— las miserables condiciones materiales, dantescas, en que buena parte de su pueblo (incluyéndola) malvivía. No hay en su obra lírica protestas en contra del racismo estructural/geográfico que hace que las autoridades municipales, estatales y federales castiguen a algunos vecindarios específicos de la nación, negándoles servicios básicos, como el recogido puntual de la basura, las fumigaciones periódicas, la inspección de los edificios de vivienda para prevenir fuegos o muertes por envenenamiento por plomo o asbesto, o filtraciones de gas.

Tampoco vemos esa protesta, de forma sustanciosa (en sus poéticas), en los demás poetas de su generación que vivieron en la ciudad de Nueva York por tiempo considerable: Juan Antonio Corretjer, Clemente Soto Vélez y Graciany Miranda Archilla. Si éstos no lo hicieron, ¿por qué singularizar el caso de Julia? Porque, contrario a aquéllos, Julia fungió por un tiempo como poeta social, y porque, de los cuatro, es a ella a quien el imaginario nacional ha pintado como la portadora de la antorcha de la negritud.

Importante es apuntar también que aquéllos eran puertorriqueños “blancos”, y que el puertorriqueño blanco (o blancoide) desarrolla ciertos mecanismos de defensa muy sutiles para evadir el racismo antipuertorriqueño sembrado a escala general en la metrópoli. A veces, ese compatriota termina por creer que no es discriminado, algo que no es sino una falsa conciencia, una torpe ilusión que lo declara ciego.

De todos modos, su apariencia física inmediata (su fenotipo) lo lleva a sentir menos traumático el impacto cotidiano del racismo que el puertorriqueño aindiado, mulato o negro, quienes lo sufren de manera brutal a la hora de buscar un empleo o un ascenso, de intentar mudarse a un condominio o vecindario blancos, de solicitar una investigación gubernamental o de quejarse por algún atropello.

Comenzando con Canción de la verdad sencilla (1939), Burgos había dejado de cultivar su voz épica (de reclamo social), que es la más ajustada a la denuncia.

Esta tuerca puede quebrarse si se la aprieta demasiado: pudiera haber acontecido que, por su condición de mestiza clara, el instinto de preservación más silvestre llevara a la ex grifa-negra de su famoso poema a identificarse como puertorriqueña blanca (así aparece clasificada en su acta de defunción), viviendo en medio del silente apartheid racial de Estados Unidos. De esta forma, bloquearía de forma un poquito más airosa (y más engañosa) los efectos letales más obvios del racismo, que siempre han de caer con mayor tirria sobre el puertorriqueño negro. Por otro lado, desde el punto de vista poético, el asunto pudiera ser un poco más sencillo de explicar. Y es que, comenzando con Canción de la verdad sencilla (1939), Burgos había dejado de cultivar su voz épica (de reclamo social), que es la más ajustada a la denuncia. Ese cambio de poética ha de tener consecuencias políticas para su obra.

La situación, no denunciada siempre, era intragable. De ahí nuestro asombro de que pocas sensibilidades afinadas lo hicieran. Varios vecindarios de la ciudad de Nueva York llegaron a ser casos tristemente célebres en este aspecto. Este trato negligente y discriminatorio respecto a nuestras comunidades hacía de éstas (a veces) pequeños infiernos donde la basura ocupaba la vía del peatón, la pestilencia lo invadía todo, los vidrios de las ventanas permanecían rotos hasta en el invierno, la calefacción no llegaba o llegaba a cuentagotas, y las ratas y las cucarachas se paseaban orondas, dueñas de calles, alacenas, cocinas y aposentos. Lo vivimos.

El crimen social quedaba siempre impune. Todo este escenario abusivo dirigido desde la sombra por grandes pulpos bancarios, comerciales, industriales y de los bienes raíces (que, en conjunto, son males raíces —o males de raíz— y, lo peor, dueños de la política bipartita estadounidense) tenía consecuencias nefastas para nuestra gente: los hambreados ciudadanos “americanos” que habían llegado allí desde el territorio colonial o base carbonera del Caribe. Ese estado de postración en que nuestra población sobrevivía sentaba las bases materiales para la fabricación del más intenso y pertinaz racismo que comunidad hispana haya podido sufrir en los Estados Unidos hasta hoy.

Porque el modus operandi del prejuicio vira siempre al revés las causas del problema (presentando las consecuencias en su lugar), las víctimas (las familias puertorriqueñas más pobres) vienen a aparecer ante el tribunal de la opinión pública como los criminales de la película, los causantes del mal social que padecen por imposición estructural. De esta manera, en lugar de responsabilizar al aparato de poder racista por diseñar la culposa desatención de los vecindarios boricuas, algo que los llevaría a su deterioro fatal y a su eventual —y lucrativa— evacuación, el racismo estructural le hace creer al mundo que es la mala calidad de la gente venida de ciertas latitudes y de ciertas etnias la responsable del desastre social. Con lo cual la “gentrificación” —o expulsión violenta de los menos afortunados de la geografía que ocuparon— quedaría justificada y convertida en reina o solución maravillosa para los dueños del poder.

Y, como la empobrecida comunidad no tiene voz ni acceso a los medios de contaminación masivos, socios mayores del Poder, el prejuicio ha de caer como una bomba de hidrógeno sobre nuestros vecindarios.

Siempre habría de ser así.

El estatus social de una etnia en una república multiétnica (como Estados Unidos) es, en gran medida, una creación artificial dibujada por la desigual distribución de la riqueza. Las etnias de mayores ingresos se encargarán siempre de dominar los medios masivos de propaganda que hacen aparecer simpáticas sus gesticulaciones, y repulsivas las de los descastados. Como los grandes medios de comunicación en los Estados Unidos son propiedad de los mismos muchachos buenos que ostentan el poder, esos medios serán los primeros portadores del prejuicio de clases. Como consecuencia, nuestra comunidad sería criminalizada desde la fecha en que comenzaron a llegar familias boricuas de extracción muy humilde, desplazadas por nuestro subdesarrollo económico insular.

El antiguo pequeño propietario nuestro (el campesino) fue convirtiéndose en grandes números, junto a los “arrimaos” (ex campesinos sin tierras), en peón asalariado.

Aquel subdesarrollo, típico de una economía comercial agrícola que, dominada desde el exterior, iba arruinándose, fue seriamente agravado por la devaluación de nuestra moneda a la llegada de los gringos en 1898.

Con la invasión americana, que privilegiaba con sus leyes a los inmensos capitales cañeros, el antiguo pequeño propietario nuestro (el campesino) fue convirtiéndose en grandes números, junto a los “arrimaos” (ex campesinos sin tierras), en peón asalariado del capital nacional y del invasor.

Distinta suerte correrían los españoles y criollos dueños de centrales (una infinitésima fracción, estos últimos) que, de acuerdo con las investigaciones del doctor Giusti Cordero (“En búsqueda de la nación concreta”), fueron parte de la danza de los millones de la industria azucarera por algún tiempo.

El campesino/jíbaro, por el contrario, vino a cumplir con el tiempo un doble papel: el de machetero durante la zafra (la cosecha) de la caña, y el de emigrante sin destrezas industriales que hacía crecer los cinturones urbanos de la miseria en la isla o en Estados Unidos. Esos hijos del sudor que iban y volvían en temporadas pautadas (ya convertidos en obreros migrantes o golondrinas agrarias) serían grandes productores de riqueza para las compañías transnacionales del azúcar y los terratenientes españoles y boricuas, tanto como para los granjeros (farmers) allá en los campos de cultivo de la República de los Estados Unidos.

Para la moral que es dueña de todo, siempre punitiva, los barrios puertorriqueños en la metrópoli, engordados por la emigración provocada en masa por la nueva tenencia de tierras en la isla, iban uno tras otro a parar al fondo del infierno del prestigio, no por haber sido abandonados por las agencias que se suponía les sirvieran de apoyo, sino por otra razón fabricada por el mismo sistema de apartheid: porque, según las voces hegemónicas que articulan la voz del racismo, estaban poblados por “gente puerca, salvaje y delincuente”. Gente que quería (y merecía) vivir como vivía: entre basura, orines, excrementos y alimañas.

La crudeza del lenguaje no toca ni de lejos la humillación que la experiencia de la emigración nos ha dejado grabada como pueblo. Esa época de infamia la llevamos inscrita carne adentro como un tatuaje o experiencia que grita (a colores) por ser documentada. Aquellas vivencias deberían ser transformadas en sabiduría social, y no para reforzar una autoestima pobre o un sentimiento de inferioridad artificial, creado por las injusticias. Tienen que serlo para reinventarnos, síquica y culturalmente, de otro modo.

En tres condados de Nueva York (el Bronx, Brooklyn y Manhattan, y en los tres vivió Julia), en Chicago, en Newark, en ciertos vecindarios de Boston, Filadelfia o la Florida… dondequiera que el sistema opresor se ha salido con la suya produciendo guetos inmundos para nuestra población, la que no encuentra otra salida, los puertorriqueños de menor fortuna, con ciudadanía estadounidense y todo, hemos sido tratados como mierda.

El colonialismo que en la isla nos degrada, en el exilio también nos acribilla. Su hermano gemelo, el racismo, pretende rebajar nuestra autoestima con embestidas genocidas a las que no podemos enfrentar con los brazos cruzados. Por eso sobrevive aún borrosa la gesta de los “Young Lords”, un ventarrón de vergüenza reactiva que estremeció los cimientos de la ciudad de oro en los años sesenta y setenta.

El contraargumento que siempre se nos ha presentado para refutar estas vivencias marcadas a fuego es el que dice que hay incontables casos de éxito entre los boricuas de la diáspora que niegan la “pintura pesimista” hecha por nosotros. Pero nosotros nunca hemos omitido los triunfos obtenidos por los nuestros, con el propósito de pasar un juicio tan severo. Al contrario. Nos alegramos más que nadie de que haya muchos compatriotas exitosos allá, y dondequiera. Reconocemos que hay, ha habido y habrá numerosísimos testimonios de mujeres y hombres puertorriqueños —o de ascendencia boricua— que han hecho historia en Estados Unidos. Lo que argumentamos es que estos casos de éxito, que se contabilizan en los miles, sirven muchas veces para sepultar la dura realidad: el dramático rezago de nuestra comunidad emigrante, tomada como conjunto.

Lo que las miradas más serenas de los observadores de nuestra realidad social en los estados de la Unión han subrayado es que mientras las Sonia Sotomayor y los Roberto Clemente, las Rita Moreno y los José Ferrer, los Raúl Juliá y los Benicio del Toro, los Lin-Manuel Miranda y los Francisco Lindor, son estrellas individuales que brillan bien alto, la masa boricua permanece condenada a los estratos más invisibilizados de la metrópoli. En otros términos: el triunfo es sólo para los miles (la cabecita de alfiler de la pirámide) y la derrota para los millones. ¿Es esto éxito, justicia pareja?

La mayoría de los puertorriqueños que llegan pobres a Estados Unidos, pobres regresan a la isla, o pobres permanecen allá hasta su muerte.

La contradicción es obvia: mientras los puertorriqueños exitosos (reforzados por la reciente emigración masiva de altos profesionales) gozan, junto a otros grupos élite, del ingreso más alto entre los latinos de Estados Unidos, la masa trabajadora y desocupada nuestra percibe los ingresos más bajos entre aquéllos. Lo cual quiere decir que la mayoría de los puertorriqueños que llegan pobres a Estados Unidos, pobres regresan a la isla, o pobres permanecen allá hasta su muerte.

La movilidad social, colectiva, de los boricuas pobres, es demasiado insignificante: una de las más bajas en la entera nación de llegada. Entonces, analizadas en frío las estadísticas, en proporción a otras etnias y en proporción al crecido número de nuestra población, no podemos llegar a otra conclusión que no sea: que somos una de las etnias dispersas del milenio, y una de las más golpeadas por el rezago.

Pero… La desigualdad imperante —que es una de las bases materiales para la disfunción familiar e individual, además de caldo de cultivo para la generalizada discriminación antipuertorriqueña imperante en Estados Unidos— tiene que ser revertida. ¿Cómo?

Primero que nada: necesitamos otro par de miles de superestrellas como las mencionadas, bien clavadas en el cielo y, más importante aún: unos cuantos millones de estrellitas de tamaño humano aquí y allá, en nuestro diario vivir. Sólo mediante un reposicionamiento de nuestra etnia en el juego de poder mundial lograremos alcanzar la autoestima como nacionalidad que el colonialismo y el neoliberalismo nos han robado, y que tan necesaria es para seguir sintiendo que somos lo que somos: un tesoro. Pero nada de esto puede conseguirse sin concienciación movilizada, requisito indispensable para la movilidad social.

El impacto de este saber dónde uno vive o ha vivido, y quiénes son esos “conciudadanos” que con tanto amor nos acogen en su patria, no fue fácil de asimilar por el autor de estas líneas mientras allí residió por veintisiete siglos, ni ha sido fácil de asimilar por ningún puertorriqueño que hayamos conocido. ¿Lo sería para Julia de Burgos, que enfrentó un escenario aún peor? El exilio…

Aunque muchos representantes de la clase media puertorriqueña, ahora enyugada también con mucha fuerza al carro de la emigración, se empeñen en negarlo, una verdad reluce como un cucubano1 allá en nuestro subconsciente: ninguna otra comunidad de los Estados Unidos, salvo quizás alguna nación india sometida al apartheid de las “reservaciones”, o uno que otro gueto afroamericano, ha sido tan severamente estigmatizada por el prejuicio WASP (White/Anglo/Saxon/Protestant, el que los dueños y señores del poder ejercen sobre los demás grupos étnicos) como la nación puertorriqueña del exilio. ¿Cuán conscientes de esto estarán nuestros hermanos, los partidarios de la desintegración nacional (llamada estadidad), acá en la isla?

El atropello sistémico sufrido nos dejaba (en tiempos de Julia de Burgos y muchísimo después) desprotegidos contra el flagelo de los abusos judiciales y policíacos, sanitarios y ambientales. Aquel montaje racista sigue siendo el responsable de que nuestra comunidad boricua de Nueva York perdiera anualmente, por muertes inducidas (prevenibles), docenas de ancianos y bebés por mordeduras de ratas, bronquitis, pulmonía, hipotermia, incendios maliciosos y envenenamiento con plomo o asbestos, en los hacinados tugurios o catacumbas en que el sistema fue transformando los cuartos furnidos (las habitaciones amuebladas, en spanglish) de la ciudad de oro. (Los apartamentos de la clase trabajadora de la época en que Julia vivió en la ciudad fueron radiografiados, mostrando sus entrañas, por Ralph Fasanella, un pintor comunista que no sintió asco por los inmigrantes pobres). Estas condiciones insufribles de vida (o muerte) prevalecieron en Nueva York hasta bien entrada la década del noventa del pasado siglo, y aún no han desaparecido del todo en bolsillos enormes de la Manzana rosada: la más bella y versátil, la más inagotable y compleja, la más frívola e indiferente, la más odiada y querida, la más viciosa, desalmada, soberbia y portentosa, y la más rozagante y podrida de todas las manzanas del planeta.

New York City. Un poeta nicaragüense que le llegó a echar un ojo, de refilón, sin haber logrado (por supuesto) verle sus entrañables recovecos, la describiría así el mismo año en que Julia naciera (1914): “casas de cincuenta pisos, / servidumbre de color, / millones de circuncisos, / máquinas, diarios, avisos / ¡y dolor, dolor, dolor!”.2

(Fragmento del libro La novia de la muerte. Julia de Burgos. Una lectura política de su pasión y su poesía, de próxima aparición).

Juan Manuel Rivera
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Notas

  1. Puertorriqueñismo. Insecto volador que emite luz, semejante a la luciérnaga.
  2. Rubén Darío, “La gran cosmópolis”, Poesías completas. Madrid: Aguilar, 1968, 1.116-18.
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