
Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2021 en su 25º aniversario
“Cualquiera que no esté impactado con la teoría cuántica no la ha entendido”.
Niels Bohr.1
La semana posterior a la presentación del libro, la joven escritora comenzó a recibir la dosis límite de calmantes. Una mañana se quedó absorta contemplando con regocijo la luz que se colaba por la ventana, se había propuesto honrar la vida hasta el último soplo de aliento consciente. Suspiró serenamente, cerró los ojos y se entregó al sueño en paz, había vivido a plenitud, dejaba el mundo un tanto mejor de lo que lo había encontrado, regalando a quien quisiera recibirlo el privilegio de sentirse parte de un todo. Su obra quedó abierta en la página de un poema, marcada por el constante roce de los dedos.
I parte
Lara
La ducha y el vino lograron relajarla por completo, se acostó, cerró los ojos y se dispuso a dormir una siesta breve para luego salir a dar un paseo antes de la cena. El descanso se tornó en un sueño profundo que terminó bruscamente cuando la despertó el sonido de su teléfono móvil; era Alicia, su editora, quería saber si había llegado bien y si había escogido el tema de su nuevo trabajo, a lo cual la mujer respondió con un gruñido y apagó el dispositivo dispuesta a guardarlo en el fondo de su mochila mientras permaneciera de viaje. Es el colmo, dijo para sí molesta, esa bruja sabe que vine a descansar, joder, qué pesada.
Al cabo de unos minutos de haberse sentado en una mesa ubicada cerca del ventanal, recibió la inesperada visita de un anciano.
Lara Rodríguez Soto arribó a su tercera década de vida en medio de una crisis existencial que llegó acompañada de fatiga permanente, dolor de cabeza y la desagradable sensación de haber perdido el control. Decidió viajar, distanciarse de los medios de comunicación. El itinerario trazado comenzaría en la ventana a los Pirineos catalanes, Girona. La chica adoraba el paisaje que podía apreciarse desde los miradores de piedras antiquísimas que regalaban una vasta y extensa vista de las montañas. Llegó a la posada de costumbre, una construcción antigua pero muy bien remodelada. Casi a mediodía la recepcionista se asombró cuando vio entrar a la muchacha que portaba una mochila a la espalda, bermudas gastadas y botas todo terreno, la apariencia típica de quienes se hospedan en un hostal cualquiera, pero cuando Lara mostró su documento de identidad y la empleada verificó la reserva, se dio cuenta de que se trataba de una ilustre y asidua huésped. Al llegar a la habitación desempacó lo necesario y se dio una larga y relajante ducha para borrar las huellas del viaje, parte en avión, parte por tierra desde Nantes, Francia, donde se ubicaba la casa de sus padres y donde ella solía pasar largas temporadas. Tomó una siesta y, al despertar, encendió la televisión para ver la hora. Las nueve de la noche, excelente momento para bajar a cenar; podía pedir que le llevaran la comida a la habitación y ahorrarse la molestia de vestirse, pero un vago deseo la impulsó a saltar de la cama y arreglarse con estudiada coquetería. Se sentía feliz, presentía que algo bueno sucedería esa noche.
Efectivamente, en el comedor se respiraba un cálido ambiente de intimidad que Lara interpretó de inmediato como señal de algo positivo. Era muy intuitiva y rara vez se equivocaba en sus apreciaciones. Al cabo de unos minutos de haberse sentado en una mesa ubicada cerca del ventanal, recibió la inesperada visita de un anciano que, al parecer, la había estado observando desde su ingreso al recinto. Se presentó con exquisitos modales:
—Buenas noches; Henry Widmann, encantado de saludarla, madame, ¿me permite?
Lara sorprendida estrechó la mano que se le tendía:
—Sí, por supuesto, mucho gusto, Lara…
—Rodríguez Soto —la interrumpió su interlocutor—. Le pido disculpas, no puedo evitar ser vehemente, soy admirador de su trabajo.
“¡Qué suerte la mía!”, pensó la mujer tratando de controlar el deseo de reírse y rogando que aquello no pasara de un breve saludo de cortesía.
—Si escuché bien, ¿su apellido es Whitman? —preguntó Lara.
—Escuchó perfectamente; no obstante no tiene ninguna relación con Walt Whitman,2 se escribe diferente pero se pronuncia igual —y sacando una libreta del bolsillo derecho de su traje escribió con una caligrafía que sólo se veía en manuscritos de época: Widmann—. Mi padre era holandés y mi madre estadounidense, de ahí la rara combinación de nombre y apellido.
La chica comenzó a sentirse incómoda, el hombre parecía leer sus pensamientos, respondía a sus interrogantes antes de que ella los formulara y para colmo estaba claro que ordenaría la cena en su mesa, pero el interés que Widmann mostraba por conversar con ella y la forma tan delicada y cortés de tratarla, le impidieron rechazar su compañía, se resignó a compartir el momento de la mejor manera posible pensando que sólo sería una charla intrascendente. Su proverbial intuición le falló esta vez. Las horas transcurrieron plenas mientras los recién conocidos intercambiaban ideas: hablaron de música, libros, viajes, gustos y hasta de viejos amores. Fue una noche mágica. Algo se había iniciado y el final era impredecible.
Henry Widmann
Casi al terminar sus respectivos platillos, Widmann habló de su profesión. Inmediatamente la joven cayó en cuenta de que había cometido la imperdonable descortesía de no preguntarle a qué se dedicaba mientras él, por el contrario, parecía seguir su carrera con precisión de fanático; era tarde para una disculpa, de modo que se dispuso a compensar su falta atendiendo a cada palabra y a cada gesto con sincero interés.
—Soy físico —exclamó visiblemente orgullo.
—No pensé que a un científico pudiera interesarle la poesía, menos mis obras que delatan la ingenuidad de quien cree en la existencia del alma —Lara lo miraba fijamente.
Henry Widmann le explicó que se había dedicado a estudiar la materia con los avances de la perspectiva cuántica.
—Los científicos no estamos exentos de la capacidad de apreciar el arte, pero el arte, tanto como un aspecto vital del universo del cual hablaremos luego, no pueden explicarse y, visto que el tema nos llevaría muchas horas de análisis, y visto que ha sido un largo día y ambos necesitamos descansar, dejemos la conversación en este punto y veámonos mañana para tomar café, si le parece bien, a eso de las cinco, después podemos dar un paseo por los alrededores.
Lara aceptó la mano de Widmann que galante se ofreció a acompañarla hasta el ascensor donde se despidieron como viejos amigos, con afecto. En los días sucesivos, y a lo largo de muchas horas de conversación, la escritora recibió un significativo cúmulo de conocimientos y el regalo de un renovado y apremiante deseo de escribir.
Henry Widmann le explicó que se había dedicado a estudiar la materia con los avances de la perspectiva cuántica: el vacío cuántico expuesto magistralmente por Heisenberg3 con el principio de incertidumbre, la teoría del origen del universo basada en el Big Bang y la teoría de los multiuniversos que asombrosamente describió mucho antes de su aparición Friedrich Nietzsche4 en su obra La gaya ciencia (1882). El anciano continuó exponiendo sus ideas: “Buda5 lo llamó múltiples vidas desde una óptica religiosa y también filosófica, afirmando que ‘cada persona sufre tras la muerte infinitas reencarnaciones, un proceso del cual sólo se puede escapar mediante una constante meditación que le lleve a alcanzar el nirvana, siendo éste el cese existencial de la persona: un estado de gracia equivalente a lograr detener por fin el sonsonete vital, esto es: el verdadero descanso que la simple muerte personal no nos permitiría conseguir’”.
—Hoy sabemos, mi estimada, que la materia surgió gracias al Big Bang, que pudo producir multiuniversos, que existe un obvio equilibrio que hace que el universo funcione gracias a leyes harto comprobadas; sabemos que este universo está en constante expansión y gracias a la cuántica no es descabellada la teoría de los universos paralelos.
Lara escuchaba aparentemente ensimismada, analizando, tratando de asimilar la abundante información, dispuesta en todo momento a sacar sus propias conclusiones.
—La tarea pendiente es proponer, porque no pretendo otra cosa, qué había en la nada, ya que el vacío absoluto no existe, qué es eso tan perfecto que permite leyes físicas tan perfectas, jovencita, qué es eso tan perfecto que rige la no materia, la energía sutil. ¿Existen leyes para esta energía? ¿Existe una “energía creadora”? Justamente mi deseo era encontrar el eslabón perdido entre la ciencia y lo inmaterial, pero ya no tengo tiempo, no es mucho lo que me resta por vivir.
Bajó la voz y dijo en tono confidencial:
—Ahora le voy a confiar el mayor de mis secretos.
Tomó las manos de Lara, que temblaron ligeramente; ambos se miraron intensamente, tratando de descifrarse, de conectarse sin palabras. No había ninguna atracción física ni emocional, eran dos cerebros humanos haciendo un experimento sensorial. Luego de un prolongado y sereno silencio Widmann habló con entonación seria y calmada:
—Una posible respuesta a mis interrogantes la encontré en tu poesía, Lara, por eso te busqué, averigüé todo lo que pude acerca de tu vida y tu obra; supe de este viaje, esto no es un encuentro casual.
De inmediato Lara se puso tensa; aquello estaba llegando demasiado lejos, el simpático y amable anciano de pronto se tornaba un acosador y ella había caído como una colegiala.
—¿Qué es exactamente lo que pretendes de mí, Widmann? Tienes cinco minutos para explicarte o pediré ayuda.
Pálido, el hombre se apresuró a calmarla con ademanes nerviosos. Apenas pudo agregar:
—Por favor, no pienses mal, no pretendo molestarte, he venido con la mayor humildad y la más transparente intención de regalarte parte de los conocimientos acumulados durante toda mi vida porque creo que necesitabas conocer estas verdades e incorporarlas a tus obras para trasmitir un mensaje.
—¿Cuál mensaje? No entiendo.
La tensión se hacía cada vez más evidente en su tono de voz.
—Querida, has grabado gran parte de nuestras charlas, te he dado referencias de autores, de libros y de hechos. Lee, revisa, analiza todo el material que he compartido contigo. Tienes la inteligencia y la sensibilidad para encontrar el eslabón perdido. Confío en que así será.
Cansados y pensativos se despidieron, prometiendo encontrarse como siempre para cenar juntos y continuar charlando sobre lo que había pasado de ser un intercambio amistoso y casual a ser un proyecto en el que Lara no estaba segura de querer participar. Al despedirse con un beso, ambos intuyeron que jamás volverían a verse. Se habían encontrado durante dos semanas cada tarde para conversar, coincidiendo en muchos temas y oponiéndose abiertamente en otros, había llegado el momento de separarse y seguir cada uno su respectivo camino.
Una profunda, lenta y sutil vibración recorrió la superficie de sus emociones y creencias, haciendo círculos hasta llegar a la orilla, al borde, al límite entre la razón y la fe.
II parte
Conexiones
Constanza
Desde la privilegiada ubicación de su terraza, la anciana podía observar la vasta dimensión del paisaje como la estampa de una pintura de Cabré.6 Una mañana perfecta; sin embargo, Constanza experimentaba una extraña sensación de vacío, una susurrante insatisfacción que no lograba definir pero que sentía tan real como el apetito o el sueño. Lo que luego tomó como una “señal” de cuál podría ser el motivo le llegó de manos de su hijo mayor, Sebastián, quien le había regalado un libro con una dedicatoria que rezaba: “Para alguien que lo tiene todo, una ventana al universo”. Constanza sonrió condescendiente, Sebastián es un soñador empedernido, se dijo. Al día siguiente tomaba café en la terraza cuando se le ocurrió que era buen momento para hojear aquel ejemplar que no le decía nada con semejante título: Unidad. Horas después una voz la trajo de vuelta al momento presente, era la empleada que le extendía el teléfono móvil con la llamada de una amiga. Constanza la despachó con una excusa cualquiera y permaneció en apacible silencio, con el libro cerrado sobre el regazo, ensimismada, pensando en un verso:
somos meretrices
lobos y corderos
soldados, profetas
ángeles también
Una profunda, lenta y sutil vibración recorrió la superficie de sus emociones y creencias, haciendo círculos hasta llegar a la orilla, al borde, al límite entre la razón y la fe: estaba transitando una etapa de la vida en la que la muerte comenzaba a pavonearse en sus narices haciéndole guiños burlescos. No le temía en lo absoluto, sólo necesitaba saber qué era realmente lo que había más allá de la vida tal como la conocía. Otro verso quedó dando vueltas en su cabeza toda la tarde:
…y regresamos siempre
efímeros, eternos
espirales danzantes
que no paran jamás…
Jaro, Tsitsi
—Mujer, necesito tu ayuda, la casa no estará lista para las fiestas del pueblo, después no te quejes de nuestra mala suerte —gritó Jaro molesto y cansado. Otro día que pasaba sin que aquel rancho le resultara algo parecido a un hogar. Habían huido de su país tomado por la violencia racial y política, asentándose finalmente en un poblado fronterizo entre Brasil y Venezuela—. Hace un año que estamos acá, hemos avanzado mucho —Jaro hizo el comentario ante la actitud huraña y esquiva de la muchacha.
—Una cosa es estar y otra pertenecer —exclamó vehemente Tsitsi con evidente desánimo—. Podremos convivir con estas personas, tener hijos en su tierra, trabajar y adoptar su cultura, pero siempre seremos extraños para ellos, no tenemos nada en común.
—Perteneceremos cuando tengamos un pedazo de tierra, ya verás —cortó Jaro tajante.
En plena jornada de trabajo sus ojos buscaron sin éxito la mirada apagada de la chica cuyo ánimo comenzaba a deslizarse por la pendiente harto conocida de la depresión; el tiempo pasaba y no lograban reunir el dinero para comprar el terreno. De donde ellos venían, la tierra era el hogar. El joven recordó que, en días anteriores, había comprado un libro de edición barata en la feria. Hurgó en su mochila, lo abrió al azar y comenzó a leer pausadamente:
unidos estamos en la lluvia
unidos en la sed
con las flores, las algas
el musgo, la raíz…
El libro coincidía con lo que ellos sabían desde niños, su mensaje les recordó el río de la aldea, en cuyas aguas se sumergían para mitigar algún dolor.
Un poema cándido resumía el argumento. Jaro continuó leyendo con su tesitura de bajo, impregnando la atmósfera de serena calma. Hipnotizada por la voz, Tsitsi escuchó el mensaje tratando de darle sentido a través de sus propias emociones, sintiendo el contacto de sus pies descalzos con la tierra, aspirando el olor a pan recién horneado, a leña, observando a través de la ventana la imponente luminosidad del amanecer.
—¿Crees que es cierto, Jaro? ¿Crees que todo cuanto existe tiene un único origen?
La voz apenas susurró las preguntas, pero el joven se sintió eufórico. Tsitsi se incorporó sonriendo con picardía; Jaro le devolvió la sonrisa con los brazos extendidos. Sus raíces culturales honraban a la naturaleza, se reconocían como parte de ella viviendo según sus ciclos y ritmos, una visión ancestral y cosmogónica que explicaba, a través de metáforas casi infantiles, lo que a sabios, científicos y escritores les había llevado siglos de investigación, complicadas fórmulas y teorías. El libro coincidía con lo que ellos sabían desde niños, su mensaje les recordó el río de la aldea, en cuyas aguas se sumergían para mitigar algún dolor. Se sumergieron en las palabras para aliviar el dolor del desarraigo, reconociéndose también en aquella tierra mágica, la selva amazónica.
Gerard
El hombre miró el reloj y dio un brinco. Tendré que organizarme o terminaré enfermo, pensó mientras conducía su vieja camioneta por la ruta A-2 de Madrid. Trabajaba en la industria del entretenimiento: música para cine y varios proyectos adicionales para fundaciones y empresas privadas. Ese día tenía que grabar una nueva maqueta.
Llegó al estudio y se dispuso a esperar al ingeniero de sonidos hojeando un libro que reposaba sobre uno de los atriles, pasando las páginas para distraerse de la creciente ansiedad que la tecnología musical solía generarle. Al cabo de un rato sintió la necesidad de esbozar algunas notas pero se contuvo diciéndose a sí mismo que aquello merecía mayor atención; además, la grabación estaba por comenzar. Al llegar a casa se dio una ducha, se vistió con un cómodo atuendo deportivo, sirvió una copa de vino y, con ceremoniosa actitud, se sentó a leer un ejemplar recién adquirido de Unidad, el libro que había estado mirando antes de la grabación. Como todo artista genuino, Gerard anhelaba concretar sus propias creaciones, el problema era que no lograba encontrar un tema que lo inspirara al punto de crear de la nada un conjunto de melodías.
“No es fácil hacer algo propio cuando debes pasar días y noches componiendo spots publicitarios y piezas por encargo”, se lamentó con amargura. Fue el azar el que le dio una nueva perspectiva, aquel bendito libro que él jamás habría adquirido de guiarse por su presentación. Concluida la lectura se propuso descansar, pero le fue imposible, las ideas continuaban dando vueltas y vueltas en su cabeza impidiéndole relajarse. Se sentó frente a su computadora; necesitaba investigar acerca de la teoría de Pitágoras7 conocida como “armonía del cosmos” o “música universal”. El planteamiento pitagórico afirmaba que “los cuerpos celestes producen sonidos que al combinarse forman la llamada música de las esferas”.
Sabía que todo lo expuesto había sido posteriormente descartado por filósofos como Aristóteles y científicos en diversas épocas. Impaciente, continuó buscando. “Estoy seguro de que debe haber algo más actualizado”, pensó. Efectivamente, el tema había adquirido vigencia de nuevo a partir de 1998 cuando el satélite Trace (por sus siglas en inglés Transition Region and Coronal Explorer) encontró las primeras evidencias de música originada en un cuerpo celeste.
Un “ultrasonido solar” que interpreta una partitura formada por ondas trescientas veces más profundas que el sonido de las más profundas vibraciones audibles por el oído humano. No estaban tan erradas las teorías pitagóricas como tampoco el enunciado de que el universo se rige por una gran armonía según Isaac Newton.
Después de revisar la mayor bibliografía posible, Gerard comprendió que tenía mucho que investigar para poder comenzar a esbozar las primeras partituras; se sintió agradecido, a quién o a qué no podía definirlo, sólo sabía con absoluta certeza que ese extraño libro llamado Unidad le había proporcionado una fuente de inspiración, un punto de vista nunca antes considerado, que por añadidura le hacía sentirse integrado, mitigando su profunda sensación de soledad y el deseo de compartir ese nuevo estadio a través de sus propias composiciones, un regalo, se dijo, un regalo como el que yo recibí.
Después de la cena y varias copas de vino, cayó en un sueño profundo y nada reparador.
III parte
El legado
Lara
Al día siguiente de la despedida frente al ascensor, Lara despertó con una sensación de confusión que amilanaba su ánimo. Se sentía agobiada. ¿Podría ella realmente dar forma y sentido a la petición de Widmann? Se levantó y fue a darse una ducha, desayunó con frutas y se dispuso a escribir, con la certeza de que una vez que comenzara, las ideas fluirían como siempre sucedía. Ya frente a su computadora, inició un relato que la llevó a otra época: “Seguía a un sabio que compartía sus vivencias con un grupo de acólitos entre los que se encontraba ella, recorrían los caminos polvorientos del desierto, comían frugalmente y meditaban durante largas horas en un estado de contemplación inalterable, guiados por la voz que hablaba de la rueda de la vida, la rueda kármica…”.
Las próximas semanas la mantuvieron concentrada en su trabajo haciendo esbozos, escuchando grabaciones, consultando libros, comparando y ordenando ideas y conceptos, en un vertiginoso viaje a través del tiempo y del conocimiento. Finalmente se sintió satisfecha, había completado un extenso relato, pero aún faltaba mucho para que todo encajara debidamente y para que el final arrojara una conclusión coherente.
“Ya tengo el argumento, el resto lo haré en casa, quiero regresar, necesito un descanso, dejar enfriar lo escrito y revisarlo en mi estudio, estoy agotada”, pensó, echando de menos su hogar y la compañía de sus amigos. Anotó en su agenda las tareas pendientes: confirmar el pasaje de regreso, salir de compras, escribir a Alicia y darse una vuelta por los senderos para tomar fotografías como era su costumbre cada vez que viajaba. Cenó en su habitación mientras disfrutaba una película; el tiempo antes de partir sería sólo para relajarse y disfrutar. Después de la cena y varias copas de vino, cayó en un sueño profundo y nada reparador.
Avanzaba por un sendero cubierto de densa niebla, guiándose por lo que parecía ser una vieja trocha empedrada que describía curvas ascendentes. Llegó a lo alto del terreno, una explanada no muy extensa cubierta de flores color lila. El silencio la arropaba como un manto pesado, se sentía confiada y continuó caminando hasta que se topó con una fuente que brotaba de un montículo de piedras blancas que parecían haber sido colocadas en forma de gruta. Un impulso la llevó a inclinarse y beber directamente; estaba sedienta y sintió en su boca y garganta el frío contacto del líquido como un bálsamo. Se sentó a un lado del camino y miró hacia arriba, al cielo. Miles, millones de estrellas brillaban luminosas y lejanas. No supo explicar ni se lo preguntó siquiera, de dónde procedía aquel sonido que asemejaba una vibración profunda e irregular que encontraba eco en su propio pecho haciendo que su cuerpo vibrara al unísono. Una paz infinita, inalterable y serena se apoderó de su ser por un momento que pudo haber durado segundos o siglos. Lara se ausentó por completo de todo cuanto la rodeaba, perdiendo el sentido del espacio-tiempo.
Despertó empapada de transpiración, su temperatura corporal se había elevado significativamente y le costaba enfocar con precisión, como si observara las cosas a través de un velo ligero, su visión era definitivamente borrosa, carecía de tono muscular en sus extremidades, le estaba costando incorporarse, hizo un gran esfuerzo y tomó el teléfono a su alcance en la mesita de luz, pidió ayuda. Esa fue su última acción consciente aquella mañana. El encuentro con Henry Widmann y el colapso físico, que requirió traslado especial en aeroambulancia, marcaron el regreso de Lara a la casa de sus padres. Después de los análisis correspondientes, los médicos le anunciaron la presencia de un tumor cerebral, un glioblastoma multiforme8 sin posibilidades de ser removido con cirugía; Lara debía dar su consentimiento para iniciar una agresiva terapia con químicos.
La recomendación general era mucha tranquilidad, descanso, el mayor disfrute posible de las cosas que la hacían feliz, medicamentos y controles diarios. Su habitación se transformó en un cuarto de hospital: cama clínica, equipos para monitorear signos vitales y actividad cerebral y material descartable. Los médicos no estaban de acuerdo en que Lara leyera y mucho menos escribiera en su portátil, pero ella insistió alegando que si no podía hacer lo único que realmente quería y necesitaba, entonces se iría a Suiza, aludiendo claramente a la muerte asistida.9
A partir de ese momento trabajó con el apoyo de sus padres, superando limitaciones físicas y períodos depresivos, tenazmente, hasta cumplir una tarea que, si bien no había buscado, le llegó en un momento crucial, y ella terminó aceptándola como un reto a su propio poder creador. En el tintero quedaron cientos de interrogantes: la posible expansión del universo, los hoyos negros, la pequeñez de la Tierra en aquella vastedad, su sentido, su lógica. El libre albedrío, las injusticias, la maldad humana, la desigualdad, el azar, las enfermedades de nacimiento. Lara luchaba por abarcar la complejidad de la creación con sus maravillas y sus horrores. Siempre inclinada a mirar las cosas desde la sensibilidad de su nobleza, optó por enrumbar aquel viaje literario hacia ese camino que siempre la había llevado a buen puerto y que en ese momento crucial la sostenía incólume: su propia fe. Finalmente el encargo quedó plasmado en un libro hermoso que familiares, amigos y lectores celebraron por igual.
Mirar de frente el origen de todo cuanto existe.
Todos sabían que, a raíz del viaje y el encuentro con el anciano, Lara había comenzado un proceso de transformación interior que decidió compartir con el prójimo. Unidad no era un libro de autoayuda ni un escrito testimonial, se trataba de una novela. La obra versaba sobre la búsqueda del origen del universo vista a través del camino recorrido en distintas épocas por sus personajes: un místico, un filósofo, un científico y una escritora. En el texto se describían personas, eventos y lugares con una belleza que rayaba en poesía, llevando al lector a experimentar una sensación de integración con el cosmos difícil de explicar.
Su mayor logro, no obstante, era el hecho de haber franqueado las barreras de lo místico y lo científico, ofreciéndose al público como un libro cuya lectura llegaba a ser verdaderamente placentera: la energía, primero abstracta, inmaterial, luego expresada, manifestada, posteriormente organizada y diversificada en millones de formas, era la respuesta simple.
No era nada nuevo, lo innovador era la forma en que el proceso había sido narrado, diferentes voces y tiempos, el conocimiento de sabios y doctos, filósofos y eruditos, elevado a la enésima poesía. Mirar de frente el origen de todo cuanto existe, que ese hecho fuera revelado ante los ojos de los lectores a través de la belleza y recibir por añadidura la certeza de ser parte del proceso, de ser uno con el universo, con la vida, con la creación. La mujer no aspiró a nada más, no encontró el eslabón perdido, encontró la paz. En la intimidad de sus exequias, los padres de Lara rindieron homenaje a su memoria leyendo un poema que expresaba la esencia de su última publicación:
Unidad
Somos polvo de estrellas
fino polvo luminoso
somos rocas, lágrimas
hojas de otoño, mar
madera, rubíes
pantanos, volcanes
maizales, guijarros
fuego y mineral
somos meretrices
lobos y corderos
soldados, profetas
ángeles también
prisioneros somos
libres como el viento
sabios e ignorantes
almas sin edad
unidos estamos en la lluvia
unidos en la sed
con las flores, las algas
el musgo, la raíz
y regresamos siempre
efímeros, eternos
espirales danzantes
que no paran jamás
espíritus viajeros
orbitando el tiempo
polvo de estrellas somos
cuántica unidad
- Poemas de Vilma García Monasterio - miércoles 1 de junio de 2022
- Unidad - lunes 24 de mayo de 2021
Notas
- Niels Bohr (7/10/1885-18/11/1962). Físico danés, Premio Nobel de Física 1922.
- Walt Whitman (31/5/1819-26/3/1892). Poeta, ensayista, enfermero voluntario y humanista estadounidense.
- Werner Heisenberg (5/12/1901-1/2/1976). Físico alemán.
- Friedrich Nietzsche (15/12/1984-25/8/1900). Filósofo alemán, poeta, músico, filólogo, escritor.
- Buda Gautama (c. 483-368 a.C.). Nepal. Sabio, fundador del budismo.
- Manuel Cabré (25/1/1890-26/2/1984). Pintor hispanovenezolano conocido como “el pintor del Ávila”.
- Pitágoras (c. 569-Metaponto, c. 475 a. C.). Filósofo y matemático griego considerado el primer matemático puro. Contribuyó de manera significativa con el avance de la matemática helénica, la geometría, la aritmética… aplicadas por ejemplo a la teoría de pesos y medidas, a la teoría de la música o a la astronomía.
- Glioblastoma (también conocido como glioblastoma multiforme o con las siglas GBM) es el tumor más común y maligno entre las neoplasias de la glía.
- En alusión a Dignitas, grupo suizo que asiste y ayuda a morir amparado por la legislación de ese país.