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La lectura me guiñó un ojo así

miércoles 26 de mayo de 2021
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La lectura me guiñó un ojo así, por Eleazar Marín
Me cansé del “suplemento” con sus dibujos y me fui a la letra pura, la subliteratura de Silver Kane y Marcial Lafuente Estefanía. No sé cómo no me dieron un tiro en esas balaceras, pero me las imaginaba, las veía clarito en planos secuencia.

El arte de la lectura, antología digital por los 25 años de Letralia

Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2021 en su 25º aniversario

Nací en Irapa, estado Sucre; vine a Maracay de meses. Me crie corriendo con mi perra Amarilla, en un patio inmenso de un caserío llamado Pavo Real, ubicado en la carretera vieja de Palo Negro que va a dar al pueblo de Güigüe, en Carabobo. Ese Pavo Real se llama hoy barrio Francisco de Miranda. Maracay era “el centro” e ir allí era como hacer un viaje al extranjero. Mi mamá y yo íbamos al extranjero todos los sábados para hacer mercado en el Mercado Libre. Nos montábamos en el autobús de Palo Negro (hoy son como un símbolo de ese pueblo), autobús amarillo y verde, ruidoso y camastrónico y llegábamos con nuestra bolsa de papel a llenarla en el mercado. Después de la tarea de caletear, entre los dos, con el mercado, quedaba plata para comprar dos chichas y mi mamá me permitía escoger un “suplemento” entre Tarzán, Memín Pingüín, Aniceto el Brujo y Hermelinda Linda. Este era mi premio por haber aprendido en la cartilla a deletrear: m-a ma, mamá y luego leer de corrido con el libro Mantilla, un librito recargado de letras y de unos cuantos dibujos en blanco y negro, toda una maldad pedagógica. Creo haber sido de los últimos niños en Venezuela que fueron torturados en la escuela con esa ladilla instruccional. Casi siempre me iba para la casa con Memín Pingüín; me hice solidario con él porque era ingenuo y bondadoso (era negrito y pobre, el más pendejo, pues); yo no tenía herramientas para analizar a ese personaje que hacía reír siendo discriminado. Hoy sé que usaban su oprobio como negocio de entretenimiento. Total yo le quería. A Tarzán me cansé de verlo derrotar fieras (después, yo iba al león) y tribus negras enemigas (me pasé para la tribu), siempre bien peinado metido en su guayuco tipo “bóxer” con la mona Chita y la catira Jane disputándose su amor. Los brujos Aniceto y Hermelinda se me hicieron por demás grotescos. Me cansé del “suplemento” con sus dibujos y me fui a la letra pura, la subliteratura de Silver Kane y Marcial Lafuente Estefanía. No sé cómo no me dieron un tiro en esas balaceras, pero me las imaginaba, las veía clarito en planos secuencia. Fíjate que no teníamos televisor, pero yo veía en las novelas de vaqueros mis películas y mi mamá oía las radionovelas de Radio Rumbos: “La emisora de Venezuela” (el locutor estremecía con su vozarrón) y papapapán… comenzaba la historia. Mi papá, quien no sabía leer ni escribir, pero firmaba muy bonito, tenía su propia diversión por dentro: trabajaba en la textilera, sembraba maíz y caraotas en su conuco y los sábados cantaba joropo aragüeño, era “buche”, en el barrio Camburito y en La Pica, otro barrio, cercanos a la Base Aérea de Palo Negro. Por allá, igualmente, improvisaba en las parrandas de diciembre. Lo querían mucho los campesinos y las campesinas… Era poeta.

Fui a visitarlos y me dijo: “Tome este regalo, le va a gustar”. Era Cien años de soledad, de García Márquez.

Un día mi tía Nuncia, embarazada de su primer hijo, se mudó a mi casa para que mi mamá la cuidara. En la mudanza venía una caja llena de revistas. Habían unas llamadas Lux. Yo tomé la más nueva y ella, muy cariñosamente, me alborotó el cabello diciéndome que eso no era para mí. Esto me despertó la malicia. Yo suponía que había algo interesante que ver o leer y le logré pillar una del techo del escaparate. La revista Lux era de orientación ginecológica. Así que me decepcioné y volví a mis vaqueras y a jugar con mi perra y un caballito bayo que el marido de mi tía trajo a los días y lo amarró al árbol de tamarindo que estaba en el patio. De ese árbol salía jugo para el almuerzo y chaparro para mis canillas cuando me ponía fastidioso. Mi mamá me daba dos chaparrazos (eso sí pica), y con esto tenía para salir disparado a sobarme en el fondo del patio, acompañado de mi perra Amarilla; ella cada vez que podía me traicionaba, acorralándome o tumbándome, evitando que me salvara del bejuquito picante; luego se me pegaba atrás moviendo la cola como si nada, y yo… bien jodido.

Cuando iba a cumplir trece años, ya mi tía hacía tiempo que se había mudado con mi primo al centro de Maracay. Fui a visitarlos y me dijo: “Tome este regalo, le va a gustar”. Era Cien años de soledad, de García Márquez (de quién más); quedé lelo, no creía que tanta mentira pudiera ser verdad, además me absorbía la hora diaria que le dedicaba, rallaba, doblaba la punta de la hoja para marcar dónde quedé, ¿dónde se me perdió otro Aureliano?, no sabía que era mala educación hacerles eso a los libros, pero era mi libro, “mi” primer libro serio. Lo alternaba con las aventuras de Martín Valiente: El Ahijado de la Muerte, por la radio, vaina tan buena. Casi una hora de embustes auditivos. Con los Cien… y con Martín…, tenía que usar la imaginación para ver lo leído y lo escuchado.

Después que conocí el hielo, me regaló mi tía, quien se había inscrito en el Círculo de Lectores, El lobo estepario, un tipo con una vida reflexiva, dolorosa y angustiante, aislada del mundo exterior, a veces cerca del suicidio, lleno de vericuetos inciertos: “sólo para locos”, la frase escrita en el cartel que anunciaba la entrada al laberinto. Leyendo supe que se le atribuía a la propia vida de Hermann Hesse, al separarse de su esposa. Lo pasé y fue mi entrada a la lectura obligada de El túnel, de Sábato. Obligada digo por el liceo, porque ya yo sabía cómo se comportan los locos gracias a El lobo… y ningún Juan Pablo Castel me iba a convencer de por qué mató a María en lugar de pintarla en un retrato como Leonardo a la Gioconda.

Un día me encontré tirado en el piso a Francisco Massiani con su Piedra de mar; también era obligado, pero a mí no me lo mandaron a leer, lo compré en el remate de la acera, por recomendación de un amigo. Yo creía que era el único tipo enamorado solo, lleno de preguntas y cagado de miedo en el mundo. No, Cara e’ Corcho era yo, tenía mi Carolina, me faltaba un desgraciado como Marcos de amigo, pero yo no quería, como Corcho, ser escritor. Me gustaba leer, la música, cantar con mi cuatrico: “Luna de Margarita es…”, y el basquetbol; pero el teatro y la literatura me estaban aguardando en la esquina. Leía en casa de unos amigos Humor y amor, de Aquiles Nazoa. El viejo Celis quería mucho ese libro y yo lo podía leer sólo en su casa; su hija Yllermina me lo traía, yo leía y de paso me daban jugo. El viejo Celis me llamaba señor René, por René Descartes. Decía que le gustaba hablar conmigo y me prestó, para llevar, Papillon, de Henri Charrière. Leía y comentábamos las aventuras exageradas del francés irreverente, quien vino a Venezuela y, en una entrevista por Venevisión, llamó puta a Sofía Ímber y lo sacaron del aire.

Abordé a José Antonio Ramos Sucre por un montaje teatral que hice con Alejandro de Jesús Liendo y Héctor Bello, una adaptación de La vida del maldito; Ramos Sucre es críptico, pero fluido a la vez, rico en imágenes y vocabulario, un oxímoron: obscura claridad. Leímos casi todo: El cielo de esmalte, La torre de timón, Las formas del fuego y parte de su vida hasta el pistoletazo final. Al Chino Valera Mora lo leí en la universidad, fue en el mismo año cuando murió (1984), costaba conseguir su Amanecí de bala, lo consideraban “peligroso”. “¡Odien! ¡Hártense de poesía!”, ese lema como preámbulo del libro es estremecedor, una voz denunciante que profería: “en este panfleto puedo romperme los dientes”, y luego confesaba que “este odio mío es puro amor”. El Chino me conmovía y me conmueve. Contumaz y generoso en la palabra. En ese tiempo Alí Primera exclamaba: “Tristeza a veces, alegría a veces… equilibrio, hermano, equilibrio”. En la misma universidad empecé y terminé de leer Crimen y castigo, quizá mi condición de estudiante con poco o ningún dinero y muchas angustias me llevaron a identificarme por momentos con Rodión Románovich Raskolnikov, sus justificaciones sociales ante el detective, pero no maté a ninguna usurera ni me creía Napoleón. Dostoyevski, un psicólogo construyendo personajes en medio de la miseria espiritual y social, me llevó a otro descarnado y tragicómico: Gógol, él con El capote fue maestro de varias generaciones de escritores decimonónicos rusos y del mundo. Después, al ver El espectáculo Chejov, una obra teatral montada por un grupo de Maracay en los años ochentálicos en homenaje al gran cuentista y dramaturgo, me hicieron recalar en él. Su faceta humorística en La dama del perrito y otros cuentos es genial, pero su giro a lo dramático en el maniático hospital de La sala número 6 es sobrecogedor. Para el teatro Chejov me aportó conocimientos. El Teatro de Arte de Moscú, dirigido por Konstantín Stanislavski, padre del método de actuación más renombrado, abrió sus puertas a fines del siglo XIX con La gaviota, obra exclusiva de Chejov.

He dado frenazos en el leer y escribir, en la vida ni se diga; sin embargo, sigo en mi caballo que ha crecido conmigo.

Leer me llevaba a escribir, como a casi todo el mundo, pero con mucha inseguridad, hasta que me inventé, en un pasillo de la universidad, un mural para publicar literatura y lo llamé “Muro de sueños”; también sacamos un panfletico político, Avanzada, y allí colaba un cuento corto o aforismos y epigramas contra los “contrarios”. Por esos años se abrió ante mis ojos la París enmarañada y delirante de Henry Miller, un verdadero transgresor, capaz de hacer ruborizar a un asesino en serie. Irreverentemente erotizado y con caídas delirantes en trances narrativos hermosos y un humor negro intimidante… Miller, coño e’ tu…, y él se reía de mí.

Tanteando, en un grupito literario que se inventó Agustina Ramos llamado Alcantarilla, logramos publicar en un periódico regional. En el grupo conocimos el estilo desenfadado, mordaz, chispeante de Chevige Guayke, el único poeta venezolano, creo yo, que se inventó un pueblo. Otros autores geniales crearon su Comala, Yoknapatawpha y Macondo, pero él fundó Krepuscolia o Salcolia; allí se mete bajo el Sol íngrimo, con una tristeza y soledumbre sin sosiego, espantando la muerte que se pasea buscando a Ritakrista, su madre. En ese lugar están todos los Difuntos en el espejo. Un desesperado suicida, Paique, lo dio a conocer al resultar ganador del Premio de Cuentos del diario El Nacional. No me extiendo más, pues se trata de un acercamiento a la lectura, después que me aproximé no he parado… Bueno, he dado frenazos en el leer y escribir, en la vida ni se diga; sin embargo, sigo en mi caballo que ha crecido conmigo.

Le agradezco tanto a la lectura, por las emociones y sensaciones, las ideas, las búsquedas y hallazgos que me ha regalado… Hay más libros que vida, pero vengan en físico (empecinados) o en digital (con sus avatares), les reconozco su nobleza. También hay tantos y tantas artistas, algunos amigos inclusive, que he podido leer y conocer, editores y ediciones donde han recibido mis textos con aprecio, pequeñas ventanas que he abierto junto con amigos algo alucinados, también han servido para expresarnos con nuestros fantasmas. Si hay que escribir algún día acerca de mis tributos por la poesía heredada y otorgada, lo haré con gusto. En profundo. È vero.

Eleazar Marín
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