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Una piscina en la bodega

domingo 30 de mayo de 2021
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Una piscina en la bodega, por Carmen Sogo
Ama los libros pero sus ojos están cansados. Es amable pero habla muy poco y casi siempre para comentar la historia que estamos leyendo.

El arte de la lectura, antología digital por los 25 años de Letralia

Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2021 en su 25º aniversario

Algunas noches la señora cena con amigos en el comedor de fiesta. Dice que son reuniones informales. Esta casa ya no es lo que fue, pero la Nochebuena en mi familia es mucho más sencilla. Y mi madre se esmera, que conste, langostinos incluidos. Por la tarde, la señora me pide que vaya a la bodega a por tal o cual vino según el menú que le ha dado la cocinera. No me gusta el sótano, es siniestro, huele a humedad o me lo parece.

Bajo las escaleras y tengo a mi derecha el cine, una sala que utilizaban antes de que hubiera vídeo para proyectar películas caseras. Una pantalla blanca y tres filas de butacas rojas. Siempre en tinieblas y con la puerta entreabierta. ¿Para qué? Para asustar. A la izquierda está la piscina interior, no es muy grande y tiene las luces dentro del agua, una iluminación mística. La señora me ha ofrecido muchas veces que me bañe pero yo aquí vengo a trabajar, sé dónde termina la cordialidad. También hay un jacuzzi capricho de la Joven Señora. Ese sí que me gustaría probarlo pero tampoco está a mi alcance.

Y al fondo la bodega. Se abre con una pesada llave de hierro y la temperatura interior contrasta mucho con la de la piscina. Me contó la cocinera que el sótano antes era sólo para guardar los vinos y luego hicieron el cine y después la piscina. Ahora la bodega es pequeña. Busco el vino que me han encargado y me largo pitando y llevo con mimo la botella porque no debe bajar de los veinte euros. Se lo enseño a la señora, me pide que limpie el cristal, lo descorche para que se oxigene y lo coloque sobre la mesa que ya está lista. Esas tardes ayudo a la doncella a preparar a la Vieja Señora. Me da rabia que esté en una silla de ruedas porque se la ve radiante.

Le gusta el sonido del agua, a mí también. Huele tenue este jardín. Abro el libro que traje de su biblioteca, el que ella me ha indicado, y leo en voz alta.

Hay días que me levanto cansada, sin ánimo. Supongo que a todos nos ocurre. Y no son precisamente los días de resaca. Salgo de casa arrastrando los pies. Llego a la desierta estación de Renfe como un zombi. Me subo al tren y busco un asiento libre. No sé si dormito o dejo pasar el tiempo, creo que ambas cosas. Me bajo en Embajadores para coger el metro. Ahí sí me despierto, va llenísimo a esa hora. No hay ni sitio en la barra para sujetarse. No me caigo porque es imposible. Casi nadie habla, no hay ganas. Cuando llego a Moncloa estoy activa. Espero el autobús, el 162, siempre tarda. Consigo asiento y juego con el móvil. El trayecto es largo. Pienso en la señora. Es una parte importante de mi vida. Aunque sea poco comunicadora y mantenga las distancias, es cariñosa. Cuando me bajo del bus y comienzo a caminar por La Florida ya no estoy cansada. Tardo unos diez minutos. No me gusta andar por las calles solitarias, no hay tiendas y se oyen ladridos. Ni se intuyen las casas, sólo se ven árboles, vallas de arbustos enormes. Al menos es lo que encuentro en mi trayecto y creo que toda la colonia es así. Yo camino rápida, a veces casi corro, y cuando cierro la puerta metálica apoyo la espalda en ella y respiro profundo, luego me acerco despacio a la casa. No soy miedosa, en Fuenlabrada no tengo prisa, paseo, miro escaparates. Aquí nadie pasea, ¿para qué? En la casa hay dos coches, los usa el servicio porque no se puede ir a ningún sitio sin coche. La cocinera es la que más los utiliza, para la compra.

Se lo cuento a mi madre y se pone a soñar con que un guapísimo millonario que pasa en un Maserati se enamora de mí y termino viviendo en una mansión. Yo le digo que si fuera medio guapa me disfrazaría para que el hipotético millonario no se fijara mí. No me gustaría vivir aquí. De tan solitario es siniestro. Menos mal que soy fea.

Suelo llegar sobre las diez para tomarme un café cremoso en la cocina, charlar un poco y descansar antes del trabajo. Subo a su habitación a las once cuando ya la ha aseado la doncella y le han servido el desayuno. Me espera sentada en la silla de ruedas mirando por la ventana. Abro la puerta y ella se gira para verme.

—¿Vamos a dar un paseo?

La silla es eléctrica pero tengo que empujarla hasta el cansado ascensor. Una vez abajo, la señora conecta el motor y va por delante. Sale de la casa y baja la rampa bastante deprisa mientras yo procuro salvar los tres escalones después que ella. Lo primero que hacemos es recorrer el jardín, cuando se cansa de las flores nos paramos frente a uno de los bancos de piedra y me siento cerca de la pequeña fuente. Le gusta el sonido del agua, a mí también. Huele tenue este jardín. Abro el libro que traje de su biblioteca, el que ella me ha indicado, y leo en voz alta.

Ama los libros pero sus ojos están cansados. Es amable pero habla muy poco y casi siempre para comentar la historia que estamos leyendo. Le gusta que la contradiga. Debe de ser que le recuerda su juventud, fue abogada.

Vive con su sobrina, a la que llamamos la Joven Señora o la señorita. Es soltera y arquitecta. Andará por los cincuenta. No sé bien si es alta porque con los tacones que lleva hasta yo lo parecería. Siempre viste impecable. Es casi rubia y casi flaca. A nosotros no nos ve. A veces se acerca al jardín para despedirse de su tía y no interrumpe la lectura. Habla, un amago de beso y adiós tía. Intento que no me dé rabia pero no lo consigo. La cocinera dice que le pasa lo mismo.

Cuando su sobrina se va, la Vieja Señora suspira y me mira fijamente.

—Anda, continúa.

Hay veces que no quiere terminar el libro, la mayoría los ha leído y se los sabe de memoria. Yo debo poner cara de lástima porque siempre me dice llévatelo a casa pero no lo deteriores. Los trato con esmero, cada vez los amo más.

 

Cuando llueve nos quedamos en lo que ella llama el salón, que es la sala de la televisión y que antes era su despacho. Pero no por eso abandonamos la costumbre de la lectura. La casa sí tiene un salón, es enorme, en forma de L, y la señora lo llama la biblioteca. Se divide en tres estancias mediante puertas correderas que se cierran en pocas ocasiones. Una de ellas, con las paredes abarrotadas de volúmenes de todos los tamaños y colores, y un enorme sofá. En las otras dos también hay librerías, pero además están amuebladas con vitrinas, chimenea y muchas cosas innecesarias. Yo sólo entro para recoger y dejar libros.

Cuando se pone nostálgica me habla de los bailes elegantes a los que iba en los años setenta. Un día me hace subir a su habitación para enseñarme el vestido que le regaló su marido para uno de esos bailes, una mujer espectacular cantaba viejas canciones alemanas. De color crema, el favorito de la Vieja Señora. Bordado con cristales que forman dibujos de rosas. Sin mangas, el escote cerrado, en contraste la espalda descubierta hasta casi el culo. Muy ajustado y desde las rodillas va tomando vuelo.

—Es maravilloso, señora. Nunca he visto nada parecido.

De ese día creé una historia, y desde entonces me pide que invente relatos, le divierten mis ocurrencias y yo me siento como cuando de niños le contaba cuentos a mi hermano.

—Pruébatelo.

La miro con la boca abierta. ¡Yo con ese vestido! Ni en sueños lo hubiera imaginado.

—Vamos, póntelo. Te irá algo suelto porque yo era más fuerte que tú. Por nada del mundo se lo dejaría probar a mi sobrina, lo impregnaría de su fragancia.

La Vieja Señora odia los perfumes. La señorita siempre va demasiado perfumada. Creo que le duran los frascos dos días.

Pesa muchísimo y, efectivamente, me queda ancho y largo. Pero, aun así, parezco una princesa. La señora sonríe.

—Estás hermosa.

No es cierto. No soy guapa. Mi melena lacia, de ese color castaño mate, cae por detrás.

—Recógete el pelo. Yo llevé un moño precioso. Ese vestido es para lucir la espalda.

Me lo cojo con la mano y giro para verme por detrás. Ella ríe.

—Encima de mi coqueta hay horquillas, póntelas. Y hazte una foto para que la vean tu familia y tus amigos. Dame a mí el móvil, que saldrá mejor.

No le enseño la foto a nadie, ni la subo a Instagram. Es un tesoro.

De ese día creé una historia, y desde entonces me pide que invente relatos, le divierten mis ocurrencias y yo me siento como cuando de niños le contaba cuentos a mi hermano. Cada vez me los pide más a menudo.

Todos los días a las dos menos cuarto tomamos el ascensor para ir al cuarto de la señora. Ya en la habitación la ayudo a peinarse, lavarse las manos y refrescarse la cara. Luego bajamos al comedor de diario que está junto a la cocina. Nos acomodamos a las dos en punto. No le gusta comer sola, por eso me siento a la mesa con ella. No hablamos. Alguna vez se dirige a la cocinera para pedirle algo o comentar que algún plato no está a su gusto. Pero aun así cuando terminamos le dice, sin excepción:

—Todo exquisito, gracias.

La cocinera guisa extraordinariamente. Casi tan bien como mamá.

 

Me sentí inquieta cuando me pidió que le hablara de Fuenlabrada. Ella no lo conoce. No supe qué decir.

—Pues es normal.

—¿Qué es normal?

—No sé, señora… Casas, tiendas, cines. Hay mucha gente joven. Es como cualquier pueblo de Madrid. Normal.

—¿Como Móstoles?

—Supongo.

Yo nunca he estado en Móstoles pero no creo que las cosas sean muy diferentes. Son pueblos que han crecido mucho, no tienen misterio.

—Yo conocí Móstoles cuando era joven. Un pueblito sencillo con mucho encanto. Fui con mi marido, entonces éramos novios, y unos amigos. Comimos en un restaurante de la plaza principal un cocido fantástico… Volvimos a Móstoles poco antes de que mi marido enfermara. Aquello ya no era un pueblo. Era una ciudad, y no pequeña. No me gustó nada, a él tampoco. Ha crecido tan rápido que es caótica. Vas a cualquier ciudad del mismo tamaño y tiene entidad, raíces. En Móstoles no hay nada de eso. ¿Y en Fuenlabrada?

No sé lo que quiere decir. A mí me gusta porque vive mi familia, y gente del pueblo de mis padres, y mis amigos. No tiene nada de especial. Pero aquel día la señora se empeñó tanto que terminé describiendo mi instituto, el colegio, los edificios, el cine, y no le hablé de la plaza donde hacemos botellón para no revelarle mi intimidad.

 

Abro la ventana y entre la doncella y yo la colocamos en la silla. Luego jugamos al parchís, al dominó, a las cartas. Intentó enseñarme el ajedrez pero no me gustó en absoluto.

Las tardes con la Vieja Señora son insufribles. Después de comer y de ocuparme de que haya tomado su medicación vemos la tele. Entre la doncella y yo la colocamos en el sofá recostada, para que descanse, y la señora culta que me apasiona por la mañana se convierte en una anciana como las de mi pueblo. Pone una serie de esas de amor y desengaños y a los cinco minutos está dormida. Así que tengo que tragármela solita. La habitación en penumbra. He probado a cambiar de canal pero entonces se despierta sobresaltada.

Lo único que puedo hacer es jugar con el móvil, pero como en la casa no hay wifi me quedo sin datos. La señorita se lo ha pedido muchas veces, que todo el mundo necesita Internet, ande tía que tampoco es una ruina, lo pago yo, si hasta el servicio lo echa de menos. Pero ese es precisamente el capricho que no le concede, el que a mí me vendría de perlas.

Cuando termina el serial, la señora se despierta. Abro la ventana y entre la doncella y yo la colocamos en la silla. Luego jugamos al parchís, al dominó, a las cartas. Intentó enseñarme el ajedrez pero no me gustó en absoluto. Otras veces nos entretenemos mirando fotos, el primer año me interesaban, mucho lujo, fiestas, ahora me aburren. Me gusta una en la que está sola, un día de verano muy luminoso, recostada al lado de la piscina del jardín. Lleva un bañador rosa fuerte y cubriéndole el pelo un gorro de goma del que sobresalen margaritas. La sonrisa es fingida. Me hacen gracia la postura forzada y el gorro. Tiene un par de recortes de la revista Hola donde se ve al matrimonio con una actriz guapísima.

Luego llega la hora de merendar y después, a las siete, le acaricio la mano derecha y me largo.

 

La señora amaneció con fiebre. Todos tenemos miedo. Vino el médico temprano y dijo que sólo es un resfriado. La Joven Señora se pasó por su habitación. Yo pensé que a la señora le molestaría el sonido de los tacones sobre la madera. Toc, toc, toc. Iba totalmente vestida de rojo, pantalones, chaqueta, zapatos y bolso. No creo que eso sea elegante pero el traje es precioso. Se acercó a la cama, le puso la mano en la frente con delicadeza. Le preguntó cómo se encontraba, le acarició la mejilla y el adiós tía de cada día. Luego salió y yo respiré cuando oí alejarse los tacones brillantes.

—Abre un poco la ventana. Me asfixia su fragancia.

Que digo yo que sabiéndolo se podía haber puesto la colonia después de venir a verla. A mí me encantan los perfumes pero el de la señorita es empalagoso. Así que a la señora, que ni soporta el olor de una barra de labios, le debe molestar muchísimo. Pero no le dice nada. Cerré la ventana al poco tiempo, me daba miedo que empeorara.

Se va deteriorando cada día, está muy frágil. Últimamente, al salir de la casa, mientras voy hacia la parada del autobús, pienso en qué haré cuando muera. No me gustaría cuidar a otra anciana y menos en La Florida. Tal vez podría buscar un trabajo de dependienta en Media Mark, como mi hermano, aunque en Zara sería mejor, rodeada de ropa bonita. Si pudiera elegir me pasaría el resto de mi vida inventando cuentos.

Carmen Sogo
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