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Pacto con la eternidad

domingo 10 de enero de 2021
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Pacto con la eternidad, por Heberto José Borjas • Taller de Cuento de Letralia: Antología Nº 1
Te toca definir y darle la tonalidad al ambiente, coordinar cronologías de acontecimientos, presentar a cada personaje sin hipérbole pero sin ser tacaño con los recursos que tienes.

Este texto forma parte de la antología publicada el 10 de enero de 2021 con textos de 15 autores que cursaron el Taller de Cuento de Letralia

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Pongamos que Márquez ya está muerto, que durante la presentación de su nueva novela fue asesinado, que el bolígrafo usado para firmar cincuenta y dos ejemplares recién comprados fue clavado a profundidad en su yugular, que su camisa beige de cuello duro quedó salpicada de goterones seguido de un profuso chorro devenido en una mancha amplia de aspecto achocolatado. Entonces no tendrías nada más a qué dedicar tu atención. Ya te enteraste de una vez del final de una crónica de sucesos, de esas que con mal gusto vienen en periódicos de poca monta acompañadas de una chica de cuerpo formidable en ropa interior o traje de baño. Quizás alguien lea la noticia a vuelo de pájaro, como quien mira caminantes aleatorios desde la ventanilla de un carro andando. Ahora te puede la curiosidad. Tu morbosa curiosidad. Ahora querrás detalles sobre el cómo, el quién y el cuándo. ¡Sinvergüenza! No es la vida del malogrado lo que te interesa sino constatar de nuevo el señorío de la muerte, que siempre prevalece, que tarde o temprano nos saca a todos de la fiesta, que no se aquieta con pataletas. Indolente, a fin de cuentas, como tú. Esta vez fue Márquez la víctima, su apellido quedará como una trivialidad si acaso logra sobrevivir un tanto en la memoria de los consumidores de noticias. En unos días sería el tipo ese que asesinaron en una librería, el escritor famoso que presentó su libro y allí mismo le dieron bola negra, el pobre hombre que después de varios años vino del extranjero a pasar unos días aquí y recibió su dosis de patria. La noticia no es el hecho narrado, termina siendo tu reacción, tu suspiro, tu actitud desencantada de la raza dominante a la que perteneces. Terminas comprendiendo más a los anacoretas que han decidido cortar contacto con sus infames congéneres. Yo sí afirmo con desconsuelo y conocimiento de causa: pobre Márquez, no lo merecía. ¿Tú qué dirías? Ah, qué vaina, Hay asesinos sueltos por doquier, Si te toca, te toca. ¡Por favor, amante del cotilleo! Hasta allí te alcanza la conmiseración. Debes cavar más profundo en ti para sacarle provecho a todo fenómeno circundante.

Fuiste directo al blanco con esta primera pregunta. Eso me gusta. El meollo de este libro que nos reúne hoy, Pacto con la eternidad, está relacionado con mi terror a que seamos una raza finita que no va a perdurar por todas las eras. La sensación de fugacidad de nuestra especie me deja a veces un desgano horrible, me ablanda las ganas mismas de vivir, porque quita toda aspiración trascendente que albergue. Que esto que somos hoy sea estudiado por una raza superior en miles o millones de años, como hoy lo hacemos con los dinosaurios, me inspira una tierna lástima hacia los humanos, un sentimiento que empieza por reconocer mi propio patetismo, señoras y señores.

De matar cualquiera es capaz. Basta con hacer tambalear la base moral de cada quien para que aflore el mercenario dormido que le habita.

Si te contara que apenas diez minutos antes de que el representante de la editorial descubriera el cadáver ensangrentado de Márquez una sala repleta de amantes de la lectura elogiaba a nuestro finado por su obra maestra, ¿te atreverías a acercarte a él con un poco más de humanidad? Sé que el concepto te es difuso. No es para menos. Resulta difícil determinar si lo humano es a fin de cuentas lo que debería ser el hombre o lo que hace. Ni siquiera aquellos asistentes con sus miles de páginas devoradas podrían definirlo con certeza. Pero figúrate a Márquez fumándose un cigarrillo en la terraza contigua a la librería, solo, como lo hacía cada vez que presentaba un libro, fuese en Bogotá, Buenos Aires o en Madrid. No olvides que Pacto con la eternidad era su quinta publicación y apartarse por un rato a darle sus respectivas jaladas a dos cigarros consecutivos se le había vuelto una costumbre.

Si hay gente que se gana la vida matando gente, ¿por qué no tengo derecho a ganarme la mía escribiendo libros? Me río de mis detractores cuando afirman que todo lo que publico es literatura menor, algo para pasar el tiempo mientras estás sentado en el inodoro, porque sólo escribo cosas comerciales que garanticen ganancias. Ellos son de los que piensan que la buena literatura no debe pasar por muchas manos porque casi nadie la entendería. Defienden que un clásico es un deleite exclusivo de unos pocos clarividentes que lo han disfrutado. Y que yo no soy capaz de crear ni lo primero ni lo segundo pues mis lectores son aficionados sin criterio para apreciar a Edgar Allan Poe o a Mario Vargas Llosa. Detrás de sus ataques veo envidia y mediocridad. ¿Por qué me critican con ferocidad? Porque vendo.

Quien consumó el mentado crimen tendría que haber estado presente durante el evento literario, seguido con atención el discurso introductorio de Fabiana Lindo, la periodista que fungió de presentadora, disfrutado el conversatorio entre ella y Márquez, obtenido quizás la firma del autor en la página inicial de su ejemplar, alzado su copa en el brindis celebrado con vino por la buena acogida entre lectores a nivel mundial (y si no, ¿por qué elegir ese lugar y momento para asesinarlo?). Se gozó todo esto en compañía y luego se reservó para sí la exclusiva de ver terminar con la vida del agasajado. Eso sí es estar en la primera fila de un espectáculo. Más poético no podría haber escogido el ritual macabro del asesinato: una obra emerge con un impetuoso plan de mercadeo mientras que su autor deja este mundo por las malas. El perpetrador podría haber sido cualquiera de los asistentes, es obvio, pero no todos tenían motivos. Y en ese punto los asesinos astutos entienden que deben desviar la atención de la investigación. Porque de matar cualquiera es capaz. Basta con hacer tambalear la base moral de cada quien para que aflore el mercenario dormido que le habita. Sea en defensa de un bien, como ataque para arrebatar algo ajeno o como reacción intolerante, se mata. Y de muchas maneras. No sólo quitando la vida. El mismo Márquez era un asesino cuando en sus columnas semanales en The New York Times, Le Monde y El País hablaba de las novedades literarias sobrevaloradas y que terminaban en el fondo de los anaqueles de las librerías. Se ocupaba sobremanera de la literatura criolla. Y con los colegas paisanos era indulgente, pero no siempre. Mató carreras literarias, para decirlo de una forma concreta. Es decir, mató escritores, entendiendo que escritor es alguien que no puede vivir si no escribe, y que si sigue viviendo lo será en modalidad zombi, zurumbática, con la dignidad por el piso. Pero nadie, a juicio de los interrogados por la policía, entre tantos afamados autores congregados en la librería, había sido objeto de recalcitrantes valoraciones por parte de Márquez, más bien habían sido alabados en reseñas y entrevistas cuando a éste se le preguntaba por sus nombres de culto y referencias contemporáneas que recomendar. Varios comparecieron, cinco o seis nombres de alto respeto, sentados codo a codo frente al inminente occiso mientras hablaba de su obra. Pongamos entonces que están descartados ya que (y no evitemos reconocerlo) su obra era superior a la de Márquez. A éste sólo le tocó ser la vedette editorial del momento, el ícono cultural para pensadores acomodadizos de no tanta profundidad, para una generación cuyas bases filosóficas le rendían tributo al más tradicional concepto del pragmatismo: todo era tan bueno o malo según el cristal con que se mirase todo, de modo que definir la realidad era una porfía, una empresa de necios.

No he puesto el nombre del país en alto. Nunca he creído en semejante mentira. Uno escribe porque quiere, porque lo necesita, no por complacer a parcialidades patrioteras ni por representar a ningún territorio. Escribir es un acto íntimo, egoísta. La maravilla de las maravillas es cómo surge la identificación entre el lector y mi visión impuesta del mundo en cada obra. Eso, aunque les decepcione mi respuesta, es un misterio que tiene tantas claves para resolver como lectores tiene un libro. Forma parte del amistoso pacto de ficción que ambos firmamos, generalmente sin darnos cuenta, al comenzar la primera página.

Nunca es más cierta la recomendación de “no contar los pollos antes de nacer” como cuando un artista se encuentra en la gesta misma de su obra.

Si ahora te preguntas por los principales sospechosos, debes apuntar a otro lado. Te llevo, entonces, a la fase en la que ninguna narrativa de un delito puede dar la última palabra ni mucho menos conjeturar con garantía de buen tino. Una vez terminada la historia requerirá tu intervención, un rol activo, no la contemplación del mal estudiante a quien el superdotado del salón le hace la tarea. No me culpes de encauzar una hipotética investigación hacia un derrotero vano.

Antes de las vacas sagradas de las letras criollas llegó a la librería Eleazar Cárdenas, otrora amigo del alma de Márquez. Era un buen escritor, columnista conspicuo, un tuitero constante de esos que no pueden publicar nada si no es a través de hilos extensos que reducen el margen de los malentendidos. Cardenazo llamaban a cada una de sus ocurrencias memorables, que se publicaban como manchetas en diarios o en memes de humor negro. Era Cárdenas, a secas, como lo llamaba Márquez, tan dado éste a llamar a cada quien por su apellido. El escándalo que ambos protagonizaron en el escenario literario internacional tres meses atrás era nada menos que la sombra del plagio cubriendo la próxima obra de Márquez. Cárdenas había denunciado en un juzgado que su ex amigo le había robado la idea y hasta párrafos neurálgicos de una novela que aquél había concebido luego de una estadía de dos semanas haciendo un documental en la selva amazónica, seis años atrás, que le permitió convivir con aborígenes y conocer sus mitos, su cosmogonía y su relación con el hombre civilizado desde los días de la guerra de independencia. A su regreso de aquellos parajes surorientales, sostuvo una reunión con Márquez, de autor a autor, y no ahorró detalles de su proyecto literario, pocos días antes de que Márquez partiese al exterior para engrosar las cifras de exilios forzados en busca de vida digna. Lo demás es un asunto de recordar que dos más dos da cuatro. Por correo electrónico Cárdenas le compartió las primeras páginas de su manuscrito al hoy “sepultado autor con mucho futuro por delante” y demás adornos del caso, de manera que las semejanzas entre los capítulos iniciales del fenómeno de ventas Pacto con la eternidad y el manuscrito de un “autor de poca monta que se peleó con la estrella literaria” y demás alusiones peyorativas del caso, resultaban más que sugerentes. Si bien las premisas dramatúrgicas de ambas creaciones eran casi las mismas (o eso podía desprenderse del manuscrito no terminado de Cárdenas), la sentencia que falló a favor de Márquez se fundamentó en la existencia de una desafortunada coincidencia para el demandante, quien teniendo una idea original y en parte desarrollada no logró concretarla del todo o darle forma a la misma como obra terminada, lo cual sí llevó a cabo el demandado. Márquez escribió la novela, registró sus derechos de autor, la presentó a su editor, firmó un contrato de edición con traducciones a varios idiomas, recibió un adelanto por futuras ventas y se encontraba ahora de gira por varios países hispanoparlantes haciéndole promoción con los gastos cubiertos por la editorial. ¡El ciclo soñado por todo escritor! Es decir, entusiasta de chismes ajenos, lo que se registra son obras terminadas, no ideas que se te vayan ocurriendo. Por eso nunca es más cierta la recomendación de “no contar los pollos antes de nacer” como cuando un artista se encuentra en la gesta misma de su obra. Si se lo cuenta a otro, se la roban. Si no lo cuenta a nadie y no termina su obra, el mundo no cambiará en nada. Pero si lo cuenta y además no termina su empresa o no patenta la autoría correrá el riesgo de haber terminado trabajando para un tercero y entonces perderá el tiempo en sus disputas legales: ningún juzgado decidirá a su favor. Este es el drama de Cárdenas. Él pudo haber sido hoy el afamado escritor cuya creatividad los lectores estarían elogiando. O no. Quién sabe. También puede que él hoy fuese el muerto. Llegó a la librería repleta de posters con el rostro de Márquez y el logo de la editorial y se sentó en un rincón, ojeando novedades, sin cruzar la mirada con nadie. Sabía que su presencia allí no sería bienvenida. Temía que algún conocido, colega o periodista lo reconociera. Pero para ello estaba embutido en un gabán impropio para la temperatura de la ciudad y una boina que le daba un aire de intelectual huraño que logró su cometido. Nadie se acercó a saludarlo.

Ahora toma un ejemplar de Pacto con la eternidad sin el celofán de guarda y lo abre para ver si su nombre aparece en algún anexo o dedicatoria que indicara cierta especie de agradecimiento, un gesto que denotara el impacto que su confidencia había tenido en la prestigiosa novela, un mínimo porcentaje del crédito creativo, un personaje con su nombre, quizás. Más que ojear, escudriña el libro por diez minutos, aprensivo, con la furia visible en sus mejillas enrojecidas y sus manos sudorosas, y no halla nada por el estilo.

La amistad. Esa cosa sagrada y delicada de la que nos asimos cuando la familia, la primera institución, nos falla. Muchas de mis escrituras son el producto de las amistades que he tenido la fortuna de forjar y mantener por años. A los amigos les debo mis horas más felices. No hubiesen cabido todos en la página de la dedicatoria. Por eso dejé al final del libro una sección llamada Gratitud en la que nombro a todos los que contribuyeron a la novela que hoy celebramos. Creo que no se me quedó nadie por fuera.

Nadie se explicaba cómo se había atrevido a volver estando a poco de ser considerado persona non grata en su propio país.

Para el momento de la entrada incógnita de Cárdenas ya se encontraba Vanessa Moros en el recinto. Pero no entre los anaqueles atestados sino en la cafetería contigua, zampándose un latte con vainilla. No era asidua a la lectura pero le excitaba como a nadie la interacción con los escritores. Los consideraba iluminados de misteriosa sensualidad que no debían perder el tiempo interactuando con cualquiera pero a quienes valía la pena tratar de conquistar. Algo encontraba más interesante en la existencia del escritor (con sus penurias económicas, rachas de sequía creativa, peroratas filosóficas, inseguridades sobre sí mismos) que en su propia obra. Se había llevado un par de poetas novatos a la cama en sus años universitarios, los alardeó cuanto pudo en fiestas y eventos diversos. Pero cuando le tocó seducir a un narrador no le fue fácil. Y menos cuando en la primera cita con Márquez a éste se le ocurrió preguntar cuáles eran sus escritores favoritos y ella soltó sin recato: “Yo no leo. No tengo tiempo para eso”. ¿Te imaginas la cara de nuestro occiso al escuchar tamaña respuesta de una chica a la que tenía la esperanza de llevar a un motel? No creas que él era maniático sobre el perfil de sus conquistas. El entonces recién publicado autor consideraba que sólo había dos tipos de mujeres: aquellas con las que valía la pena empezar el flirteo y aquellas con las que no. Y Vanessa calificaba para relajar con ella las buenas formas en un lecho de ocasión y de grato recuerdo: cabellera rubia natural, pecas en los hombros, caderas anchas, talla 38B de sostén, un metro con setenta y cinco. No es difícil suponer que si bien la respuesta podría ser calificada de decepcionante para un joven letrado, no tenía que ser óbice para descartar a aquel mujerón que batía su cabello adrede desde la silla de enfrente para lanzar feromonas con el objetivo claro. Ello le ahorró encauzar la conversación hacia sus elogios sobre Miguel de Cervantes y Dante Alighieri. El alivio de no verse obligado a impresionar a nadie demostrando sapiencia en su área de especialidad siempre se agradece en una primera cita. Márquez, años después, llegó a declarar en una entrevista que no se atrevía a juzgar la manera en que conocía a alguien con todo y su reconocimiento de que la popularidad alcanzada recientemente le hacía detectar a las primeras de cambio la diferencia entre un acercamiento sincero y la mera adulación o envidia de sus nuevos conocidos. Esa noche copularon, si a eso querías llegar, mi atleta de la vida ajena. Y si necesitas más detalles, en esa velada fue engendrada Elsa, una bebita rubia de ojos claros que no sacó nada de la piel morena, cabello seco y ojos saltones de Márquez. Su nombre se debe a que sus rasgos eran idénticos a los de una heroína de Disney que estaba de moda. Tú me dirás si con ese aire nórdico de la criatura no tenía Márquez derecho a dudar de la paternidad. El punto es que el frenético encuentro carnal coincidió con la emigración del futuro padre. Fue sabroso el compartir de fluidos, le puedes agregar todos los epítetos que le den ética a una situación eventual y recreativa como aquella, pero Márquez no echó para atrás su plan de probar suerte en un país bienaventurado de Europa a causa del embarazo sobrevenido. Punto. Lo mismo que una vulva atrae a un hombre, una barriga hinchada lo aleja, lo torna huidizo, hecho el pendejo. Pongamos que tienes a la chica, aún atractiva en sus treinta y tantos, ansiosa por ver a su ex amante y reprocharle el no haber contestado los correos electrónicos ni mensajes privados por redes sociales, plataformas que éste usaba en demasía, sin importarle cuánta antipatía se ganaba tras cada post en el que opinaba sin pelos en la lengua y despotricaba y señalaba culpas con nombres y apellidos. Nadie se explicaba cómo se había atrevido a volver estando a poco de ser considerado persona non grata en su propio país por criticar con ferocidad a los líderes políticos actuales sin distinguir entre gobernantes o disidentes. Muchos seguidores habían bloqueado su cuenta de Twitter. Vanessa no, a pesar de no estar de acuerdo con todo lo que producía su verborragia libérrima. Ella siempre esperó un like, un comentario a por lo menos una de las tantas fotos que ella subía de su niña, pero fue en balde. En la presentación de la novela tenía que encontrar un momento adecuado para abordarlo cara a cara y espetarle su resquemor, que ya llevaba seis años, la misma edad de la pequeña Elsa.

Esta rencorosa madre soltera recuerda en este instante la costumbre de Márquez de apurar un par de cigarrillos a solas en las presentaciones de sus libros luego del brindis de rigor. Esta es la oportunidad de tenerlo de cerca y sin estorbos.

El afable José Ramón (caballero, leal amigo, optimista siempre a pesar de ser librero y escritor modesto) abrió la librería a las nueve en punto de la mañana el día del asesinato. Limpió sin ayuda de sus dos empleadas cada rincón del recinto y dispuso todo el mobiliario necesario para que el encuentro literario fuese una ocasión impecable y su autor recibiera el trato de un noble. Según la pesquisa que hizo en internet, supo que Márquez amaba la deferencia que de la boca para afuera le prodigaba el mundillo literario internacional. Los sucesivos estrechones de manos, las cenas de gala organizadas por embajadas y centros culturales, las tertulias entre intelectuales consagrados, las entrevistas improvisadas a periodistas insistentes lo deleitaban como nada. Dos años atrás Márquez había ganado dos concursos literarios internacionales de prestigio y considerable premio en metálico con apenas seis meses de diferencia. El mercado se vio saturado de su nombre y su rostro. Pacto con la eternidad era su tercer libro en los últimos veinticuatro meses. No faltó el osado que lo llamara en los medios el Rey Midas de la narrativa: lo que escribía era un boom, un fenómeno del que todos, hasta los neófitos de la lectura, hablaban. Y José Ramón, consciente de ello, hizo un esfuerzo descomunal por evitar cualquier error organizacional. Alquiló cuarenta sillas adicionales a las diez propias de la librería, puso a enfriar el vino y compró copas de plástico para el brindis, compró pétalos de rosas rojas para el momento simbólico del bautizo de un ejemplar de la obra, dispuso de los afiches del libro para que su ubicación no estorbara sino que invitara a la compra. Por último, dejó la mesa en el centro con un par de vasos de vidrio, frente al ventanal, con dos sillas y a la mano un cable para micrófono. Cualquiera diría que su nuevo ídolo literario estaría a gusto con tal recibimiento y que hasta se sonrojaría de tan halagadora atención.

Pongamos que Márquez, de entre todos los escritores nacionales, era el más garciamarquiano de su generación.

Pongamos que era tal su obsesión con Márquez por aquellos días que nadie podía afirmar con certeza si lo idolatraba sin reparos o si lo odiaba en secreto pero empeñado en disimularlo. Fue su principal tema de conversación durante los dos días previos al evento. Las empleadas de la librería ya le contestaban con monosílabos sin entonación especial cada vez que lo escuchaban hablar del señor “M”, como se les dio por nombrarlo para no pronunciar el apellido completo que, aunque corto, ya les taladraba las orejas con el énfasis de suavidad que José Ramón le imprimía a la erre de la primera sílaba: Máraquez. Ignoraban que el librero tenía razones para su obsesión. No dejemos por fuera en medio del hechizo de tu avasallante morbo que José Ramón emprendió, como otros tantos tercos, el oficio de contar historias. Según había comentado la crítica nacional y los lectores aficionados, su novela La casa era excelente, un digno producto de exportación para otras latitudes que tenia merecido el haberse vendido en la Feria del Libro de Fráncfort a editoriales de veintidós países antes de su publicación. Un fenómeno editorial que aún no había terminado de nacer. Consistía, pongamos, en la ambiciosa narración de una saga familiar en donde todo ocurre dentro de la casa donde los principales personajes moran: los visitantes llegan con sus cuitas y cambiados se van de la casa, los problemas empiezan y se terminan dentro de la casa, la obra misma empieza con el primer ladrillo de la edificación y termina con su derrumbe. No sé si lo detectaste, pero el argumento era nada menos que la consecución y ampliación de ese proyecto frustrado de Gabriel García Márquez que nunca vio la luz, tras intentos baldíos de hacer que todo ocurriese dentro de la casa, y que luego de mutar en diversos aspectos se convirtió en Cien años de soledad. Ya te habrás dado cuenta de que semejante osadía se hacía muy bien o sería relegada, junto al autor, al infierno de los libros de mala reputación.

Pongamos que Márquez, de entre todos los escritores nacionales, era el más garciamarquiano de su generación. Leyó el libro recién salido al mercado y de inmediato escribió una reseña para diversos medios y revistas culturales en español, inglés, francés e italiano. Fue publicada casi simultáneamente en los cuatro idiomas apenas dos semanas después del lanzamiento internacional de la novela de José Ramón. Su dictamen fue tajante: La casa era un sacrilegio, una abominación, una osadía demasiado imprudente como para tratarla con miramientos. El fundamento de su crítica se componía de una adoración del mito de los proyectos inconclusos de las luminarias de las letras universales, como lo era su adorado Gabo, y que por mucha buena intención que albergase el corazón de José Ramón, La casa no era una forma rendir un tributo post mortem sino una manera de profanar el misterio de cómo hubiese sido el proyecto original del Nobel colombiano de haber seguido adelante y hasta el final con su ambiciosa obra. Me atrevo a asegurar que el resultado habría sido algo tan genial como Cien años de soledad, reza una de las líneas finales del artículo. En el primer párrafo no negaba méritos estéticos ni de técnica a La casa espuria, como la rebautizó a partir de entonces, pero en las siguientes líneas se afincó en la trivialidad de una trama simplona y de lento ritmo que adormecía si la lectura no venía acompañada de considerables cantidades de café. Repitió la misma crítica en ferias de libros, tertulias privadas y entrevistas. El artículo se hizo viral en redes sociales. Ocupó espacio en tabloides. Hubo programas enteros de radio que polemizaron sobre la novela misma y la opinión del autor insignia del momento. Las redes sociales prodigaron memes que ridiculizaban a José Ramón y ensalzaban la sabiduría siempre certera de Márquez. Al cumplirse el segundo aniversario del fallecimiento de García Márquez, el diecisiete de abril, ya se había extendido en el mundillo literario local e internacional la especie de que José Ramón había cometido una imprudencia, una falta de respeto, una afrenta a la memoria y el legado de un autor que logró llevar la gloria y la miseria del gentilicio latinoamericano en su obra digna de todos los laureles y lisonjas recibidas por décadas. El artículo, para redondearte la anécdota, provocó un alza inmediata de las ventas del libro, pero fugaz. Al parecer, la mayoría de los lectores convalidó las razones que Márquez acuñó para denostar la novela. O el artículo ejerció influencia sobre ellos. No se sabe si lo que ocurrió fue la reacción de una comunidad lectora que le dio la razón a Márquez o que aquélla ya estaba predispuesta a rechazar la novela por haber leído primero el artículo. La casa fue flor de un día. Por eso te nombro a su autor por su primer y segundo nombres, pues nadie por aquellos días recordaba su apellido como escritor cuando Márquez fue ultimado. No faltaron notas de prensa y entrevistas donde José Ramón se defendió de tan incisivo ataque por parte de su paisano y colega. Alegaba que había descubierto códigos lingüísticos en la obra de García Márquez apoyado en un programa informático que detectaba tendencias expresivas del narrador colombiano y probabilidades para asignar nombres de personajes, y que con base en los hallazgos arrojados por esta herramienta el resultado final era un texto escrito con la guía de una información minuciosa que hacía de La casa algo inquietantemente cercano al estilo de su también adorado Gabo por la época en que publicó las obras que componen el fantástico universo de Macondo. Pero todo descargo fue en vano. Márquez ya había hablado primero y desde una amplia plataforma, recostado de su creciente palmarés de escritor de moda y de críticas envidiables. Y la novela se hundió en el olvido y en el fondo de los anaqueles de atrás, cuando no fue objeto de notas de devolución por parte de las librerías que de por sí ya habían hecho pedidos modestos a la editorial del caso que, por supuesto, no le aceptó más manuscritos a José Ramón. Su agente literario rescindió el contrato de representación. José Ramón se vio obligado, dos años después, a autopublicar en Amazon un nada desdeñable compendio de cuentos que logró un par de reseñas de compradores en versión digital (pongamos que provenían de amigos que asumieron la publicación con más lástima que admiración). De allí no pasó el sucinto ruidito que produjo la novedad literaria de alguien que una vez llegó a ser el autor de la novela más esperada de la temporada en Hispanoamérica. Dado que no sabía hacer nada mejor que hablar de libros, se metió a librero. Y la librería que ahora administraba había sido elegida por un poderoso grupo editorial para empezar la gira de promoción de Pacto con la eternidad con la presencia de su autor, contra todos los pronósticos, luego de casi siete años ausente de su suelo natal. Y entonces José Ramón asumió la presentación del libro como un asunto de Estado, prioritario, de vida o muerte.

Hasta aquí te acompaño. No puedo ayudarte más. Tienes ahora tres atractivos sospechosos (con sobrados motivos para asesinar) sobre los cuales sostener el suspenso de tu narración.

Una hora antes de la llegada de Márquez casi se le olvida el cenicero junto a la silla que correspondía a éste, por si le diese por fumar en plena charla con la presentadora. Respira hondo con los ojos cerrados. Su tinglado inolvidable está listo. Al parecer no falta nada. Se toca el bolsillo de la camisa y recuerda el bolígrafo negro que quiere poner a disposición de Márquez para la firma de ejemplares. Antes de dejarlo sobre la mesa lo empuña cual daga, apretándolo con toda la fuerza que le permiten sus dedos cerrados. Imagina a Márquez a esa hora descansando en su habitación de hotel luego de un check-in obstaculizado por gente que lo reconoce y quiere tomarse una selfie con él.

Agradezco y valoro mucho la presencia de colegas en este espacio. Me honran con su interés en mi novela. He escrito y hablado sobre ellos en entrevistas y reseñas y siempre recibirán de mí elogios, porque los admiro. Al opinar sobre autores paisanos yo me pongo muy indulgente. Es algo que no se puede apreciar con ojos de literato. Sus obras me llegan mucho más al corazón que al cerebro.

Entonces, mi diletante de la dramaturgia, ¿qué harás con toda la información que te he suministrado? ¿Ya se perfila un culpable en tu psiquis?, ¿piensas en algún giro que muestre uno de tus ases bajo la manga como entidad narradora? Hasta aquí te acompaño. No puedo ayudarte más. Tienes ahora tres atractivos sospechosos (con sobrados motivos para asesinar) sobre los cuales sostener el suspenso de tu narración. Te toca definir y darle la tonalidad al ambiente, coordinar cronologías de acontecimientos, presentar a cada personaje sin hipérbole pero sin ser tacaño con los recursos que tienes, moldear un primer párrafo que enganche y uno final que satisfaga y a la vez deje con la miel en los labios a tus lectores.

Está bien, está bien. Sólo un empujón más…

Todo parece indicar que dos de los tres sospechosos aludidos tienen un objetivo distractor. Pongamos que son Cárdenas y Vanessa. Ellos en esta etapa creativa son cosas que puedes poner aquí y allá. Pero dales alma. Si su aparición será escueta o fugaz, hazlos intensos, terriblemente humanos. Al fin y al cabo ¿qué cosa humana no tiene una polaridad terrible? Dibuja a José Ramón atractivo pero acomplejado de poquedad, brillante pero sin denuedo para defender un ideal, impulsivo. Márquez tiene que ser arrogante (supongo que ya tenías esa cualidad prefigurada), robusto como un oso adulto, oloroso a perfume caro y de sonrisa amplia pero esporádica. Su vocación intelectual contrastaría con un continuo sentido del humor, y lo que él quiere es que lo tomen en serio, que todos callen al oírle hablar, o al leerlo, pero sin duda preferiría el micrófono enfrente y una cámara con el botón de Rec encendido. Para él un escritor conspicuo merece el mismo trato de divo que una rockstar.

Yo me figuro una esquina en la cual Márquez está en una ubicación triangulada con Vanessa en uno de los ángulos, Cárdenas en el otro, y José Ramón justo entrando para convertir el triángulo en un cuadrado, pero con la ventaja de estar más cerca de la puerta trasera que da al patio donde Márquez piensa fumarse el par de cigarrillos de su ritual. La muchacha y el escritor plagiado son distraídos por amigos que los saludan y les entablan una charla forzada que aquéllos son incapaces de cortar al instante. Ya Márquez ha firmado cincuenta y dos ejemplares y se ha tomado incontables fotos con conocidos y extraños, tiene calor y ganas de fumar, sale por la puerta del fondo hacia un patio de árboles tupidos, nadie lo acompaña por el momento. La librería está abarrotada de lectores que terminan su traguito de champaña del brindis y ojean las primeras páginas de Pacto con la eternidad, han tirado por ahí el celofán de guarda (no pases por alto que aun en las mentes ávidas de arte la búsqueda de un cesto de basura para botar un desperdicio no es algo que amerite un esfuerzo especial), José Ramón recoge de la mesa el bolígrafo que le había entregado a Márquez cuando éste hubo llegado (dejo a tu imaginación la tirantez del momento del estrechón de manos y los comentarios parcos para no acentuar el silencio incómodo entre ambos), lo empuña de nuevo como si estuviese presto para un repentino combate.

La construcción del resto no será mi trabajo. Deseo que forjes un lance mortuorio épico, shakesperiano, digno de un duelo de los que pueden verse en un western gringo. Dale al protagonista la suficiente humanidad para que los lectores se pongan de su lado. Haz que la víctima despierte la misma fascinación que el asesino. Introduce diálogos reveladores del occiso, como me di a sugerirlo hace rato. Intenta echar el cuento desde el final y termina por el instante en que Márquez se baja del avión luego de nueve horas de vuelo desde Madrid y pisa de nuevo su país, donde ya no se siente como pez en el agua pero reconoce de inmediato su clima templado, el barullo de siempre en el aeropuerto (no esperaba nada distinto) y su acento natural, que no ha olvidado. Que el primer diálogo provenga del representante de la editorial, quien lo ha esperado durante una hora con su ejemplar de Pacto con la eternidad bajo el brazo (para que se lo firme de una vez, por supuesto) y lo ve salir por la puerta de arribos con su maleta unos segundos antes de decirle con sobrada efusión: “Buenos días, señor Márquez. Bienvenido de nuevo a su tierra”.

 

Heberto José Borjas

Heberto José Borjas

Escritor venezolano (Maracaibo, Zulia, 1981). Reside en Bogotá (Colombia) desde 2010. Es abogado, docente, traductor y actor. Ha publicado las novelas Los hermanos mayores (Negro Sobre Blanco Grupo Editorial, 2014) y Las verdades cuadradas (Escarabajo, 2020), y el libro de relatos Desde la nada (FBLibros, 2017). Ganador del VII Concurso para Autores Inéditos de Monte Ávila Editores Latinoamericana en su mención Narrativa (Venezuela, 2009) con el libro de relatos Duendes en mi casa (2010); finalista del IV Concurso Internacional de Cuento Ángel Ganivet, auspiciado por la Asociación de Países Amigos (Finlandia, 2009); mención honorífica en el III Concurso Nacional de Cuento Contemporáneo de Colombia, organizado por la revista y centro cultural Cuatrotablas (2012) y participó en la antología de cuentos de ese certamen (2013).

Heberto José Borjas
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