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Santiago Espel:
“Creo que el hombre, al final, de la manera que sea, llegará a ser hombre”

domingo 8 de mayo de 2016
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Santiago Espel
Espel: “¿Cómo sostener después de más de cien años el formato en verso libre de un poema? (…). No me resulta ahora atractivo ni cómodo seguir navegando en ese mismo formato”.

Santiago Espel nació el 26 de diciembre de 1960 en la ciudad de Buenos Aires, Argentina, y reside en la ciudad de Olivos, provincia de Buenos Aires (en el conurbano bonaerense zona Norte). Su poesía fue traducida al inglés, alemán y portugués. Fue incluido, entre otras, en las antologías Grasslands Review Nº 6, University of North Texas, Estados Unidos, 1991; La poésie des Palmipédes, Ed. Albatros, París, Francia, 1992; Nicolau, selección de Wilson Bueno, Brasil, 1992; Sunk Island Review Nº 5, Lincoln, Reino Unido, 1992; El vino en la poesía, Ediciones Poesía Abierta, selección de Aurora Giribaldi y Beatriz Balvé, 1992; 70 poetas argentinos, Editorial Plus Ultra, selección de Antonio Aliberti, 1994; La casa y los poetas, Fundación Rómulo Raggio, 1995; Signos vitales (Una antología poética de los ochenta), Editorial Martín, selección y prólogo de Daniel Fara, 2002; Pequeña antología de la poesía argentina, Editorial Tres Haches, selección de Jorge Santiago Perednik, 2003; Bildstroung, Viena, Austria, 2004; La poesía opaca, Ediciones Recovecos, selección y ensayo de Fernando Kofman, 2008; Erótica, Ediciones en Danza, selección de Javier Cófreces, 2015. Publicó en poesía rapé, 1988 (Faja de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores); Pavesas & muelles, 1990; Misas en Harlem, 1993 (Primer Premio Concurso Nacional de Poesía Ramón Plaza, 1992); Cantos bizarros, 1998; La claridad meridiana, 2001 (mención en Certamen Internacional Letras de Oro 2000, Honorarte); La víspera sí, 2002; Isoca, 2004; Vulgata, 2006; 100 haikus, 2008; Cuaderno acústico, 2010; La penitencia, 2012; Mesa de entradas, 2015. En 1995 publicó la novela La Santa Mugre o El país de Cucaña. En 2013 apareció su libro de ensayo Notas sobre poesía.

 

—¿Foja de servicios?

—Además de los uniformes escolares, usé entre los 11 y los 12 años el uniforme de scout marino, en el puerto de Olivos. Después, en el 79, hice la colimba. Casi voy a la guerra con Chile. En la colimba, no aprendí nada.

Aprendí inglés durante la primaria, en un colegio bilingüe.

También durante la primaria gané algunas medallas en competencias escolares de carrera y salto en alto. Ninguna en matemáticas, ciencia esquiva.

La única herramienta que sé manejar es el sacacorchos.

Y jugué con pasión al fútbol, en la calle, los potreros y en clubes de barrio. Dicen que era bueno, y yo lo creo. Sigo apasionándome con el fútbol, cuando juega River.

En el 81 me recibí de periodista en el Círculo de la Prensa. Estudiaba de noche y ahí me cansé de recorrer la calle Corrientes, sus bares y librerías. Cuando “La Paz” no tenía kiosco ni pecera de fumadores.

Por entonces dirigí y publiqué tres números de una revista cultural que se llamaba Mamut.

En el curso de periodismo publicábamos una revista, La Tecla, que iba en contra de la simpatía de los milicos. Nos dieron vuelta el bulín de uno de los directores y nos invitaron a “suspender” las ediciones o a revisar nuestra ideología. La revista siguió sonando, claro.

Me encantaban los viejos trenes de madera, con salón de fumadores. Hacía viajes de ida y vuelta a Retiro y volvía a la estación Mitre. Leía y escribía en los vagones, como si estuviera de viaje. Hice esto durante más de cuatro años, hasta que se me empezó a complicar el tiempo.

En el 83 comencé a dar talleres de escritura, y aún sigo haciéndolo. Distribuí mi saber en lugares mucho más que insólitos. Entre 2005 y 2014 coordiné talleres en bibliotecas populares del municipio de mi barrio, Vicente López.

Es iniciando los ochenta que me dedico a escribir y a leer, con pretensiones de convertirme en un escritor.

Entre el 85 y el 88 trabajé en la Editorial Filofalsía, que editaba la revista Clepsidra, de la cual formaba parte. Me rajaron sin decir agua va y me quedé sin laburo tres meses antes de casarme. Tenía otras changas que me mantenían los pequeños vicios bohemios.

En el 89 me dieron la Faja de Honor de la Sade por mi primer libro, rapé. Pensaba que tenía el campo orégano, y que nada me frenaría hasta ser un escritor reconocido.

Durante este período trabajé también en la revista Video Club, era el boom del video, y redacté más de sesenta reseñas sobre cine.

Y pasé por el departamento de prensa del Sindicato de Telefónicos, en Once, cuando estaba Julio Guillán.

A fines del 89 entré a laburar en el Poder Judicial, como administrativo. Todavía sigo ahí, con el padecimiento apasionado del principio.

En el 90, con un grupo de amigos, comandamos un programa de radio de cultura alternativa bajo el nombre de 8 y ½.

Edité entre el 90 y el 99 la revista de poesía bilingüe La Carta de Oliver. Hoy coordino el sello del mismo nombre, publicando poesía, narrativa, teatro y ensayo. Llevo editados unos setenta libros.

Formo parte de la Sociedad de los Poetas Vivos.

Integré el staff de la revista de poesía Omero.

Traduje poesía del inglés y el portugués al español.

Tengo unos quince libros publicados, uno de ellos es una novela, en 1995.

No tengo Facebook, ni tengo página, ni blog, ni WhatsApp, ni Twitter.

Tengo tres hijos varones.

Practico natación.

La única herramienta que sé manejar es el sacacorchos.

Toco muy mal la guitarra y el acordeón, pero con una copa de más, voy al frente.

Me gusta cocinar y lo hago casi todos los días.

Espero con ansias mi jubilación.

Pertenezco al credo Discepoliano.

Creo que el hombre, al final, de la manera que sea, llegará a ser hombre.

—Club Atlético River Plate, el de los “millonarios”, multipremiado equipo a nivel mundial: ¿tu modo de gozar con las victorias o de sufrir..? Incluyendo sólo a jugadores de River que vos hayas visto a lo largo de tu vida, ¿quiénes conformarían tu plantel ocupando sus respectivas posiciones en la cancha? ¿Qué entrenadores que hayan dirigido tu equipo más valorás y por qué?

—Hincha fana desde la cuna, como se dice. El fútbol constituye para mí uno de los mitos de la infancia. No me olvidaré jamás de la emoción que sentía cuando subiendo las escalinatas de la platea San Martín, en el Monumental, de la mano de mi viejo, veía aparecer el pasto verde y sentía los uuuhhh de la gente ante una jugada que casi terminaba en gol.

Por supuesto que ya no es lo mismo; la pasión, como en muchos órdenes de la vida, se organiza con el paso del tiempo, se “civiliza”, y nos volvemos más cerebrales, aunque no por eso menos auténticos.

Si tuviera que “armar” mi once ideal de los jugadores que vi en cancha, el equipo saldría así, de memoria: Fillol, Hernán Díaz, Perfumo, Passarela y Sorín (o Vangioni); Jota Jota López (o Carlos Sánchez), Mascherano (o Almeyda / Astrada / Merlo) y Alonso; Ortega (o Alzamendi), Ramón Díaz y Francescoli (o Pinino Más).

Entre los técnicos, van: el “Feo” Labruna, el “Pelado” Díaz, el “Muñeco” Gallardo y el “Bambino” Veira. Los tres primeros porque ganaron todo y son “gallinas”, de la casa, y el Bambino porque nos dio la única Copa Intercontinental que luce en el emblemático hall del Monumental.

—Scout marino en tu infancia y nadador. ¿Podés meditar o algo parecido mientras nadás?… ¿Por dónde “nadás” mientras nadás?

—Trato, precisamente, de nadar en “la nada”. El agua es como entrar en otra dimensión, un plano paralelo a la realidad, de hecho, creo, es otro estado de la vigilia, un pasaje ritual, un renacimiento perpetuo, que nos obliga, según la pirueta, a contener muchas veces la respiración; es decir que cuando nadamos bajo el agua entramos en una suerte de suspensión de la vida porque dejamos, por instantes, de respirar. Ese mismo estado nos sitúa en una “nada” donde el pensamiento queda también suspendido, y el viaje que hacemos es una correspondencia entre el cuerpo que nos conduce y el pensamiento que nos ve “desde afuera”, en un tránsito infrecuente y a la vez primario y primitivo. Personalmente, mientras nado, como mientras camino, escribo, fogoneo eso que algunos llaman “inspiración” y otros “estímulo”. Salir del agua es siempre ser un sobreviviente.

Lo de ser scout fue una experiencia de la infancia, un atajo a la obligación escolar que, lejos de interesarme, se transformó en un acto de mortificación. Ese espacio de recreo era para mí volver a lo lúdico, a pesar de ser algo casi marcial por momentos. Claro que yo, por suerte, no lo sabía.

Mamut. ¿Fue una iniciativa periodística? ¿Cómo la encaraste, quiénes colaboraron, qué asuntos o tipo de textos se difundieron?

Mamut fue una revista de cultura alternativa producida y escrita con suma ingenuidad, pero con un entusiasmo avasallador, propio de la juventud. La dirigía yo, y sumé a varios amigos del barrio que encaraban por aquellos días actividades artísticas. El motor era la vocación que teníamos por lo que hacíamos; a pesar de lo amateur, había una consideración crítica y periodística importante, me parece. Al menos sentíamos que nuestro objetivo era no apartarnos de cierta “objetividad” periodística y hacer de esa experiencia un espacio de reflexión y opinión. Me acuerdo por ejemplo que cuando vino Frank Sinatra al Luna Park, traído por Palito Ortega, tuvimos feroces discusiones en torno a la tapa del número dos. Algunos eran partidarios de escracharlo con alevosía, otros de meter a la Negra Sosa, y otros de ignorarlo y dedicarle la tapa a cualquier otra temática (ganó, criteriosamente, esta propuesta). Esas discusiones acaloradas eran muy sanas y supongo que nos hicieron crecer. Pareciera que hoy ese tipo de debate en el ámbito de la crítica está abolido, o se le aplica una elegante verónica, con lo cual estamos más cerca de posiciones verticalistas o directamente abortivas. El resultado, a la vista, es el empobrecimiento del pensamiento crítico y la falta de independencia de opinión en muchos medios.

De la revista salieron sólo tres números. Algunas de las entrevistas que recuerdo se hicieron a Abelardo Arias, Pedro Raota y Eduardo Gudiño Kieffer. Yo ilustraba por ese entonces algunas notas con dibujos propios, como en la revista La Tecla, que hacíamos en el Círculo de la Prensa, mientras cursábamos la carrera de Periodismo.

—¿Desarrollamos eso de tu saber distribuido en lugares mucho más que insólitos?

—Bueno, eso responde a que empecé muy joven a coordinar talleres de escritura, con el perdón retroactivo de aquellas posibles e involuntarias víctimas. Entonces aceptaba dar clases en donde me ofrecían. Con el tiempo, de todas maneras, esa diversidad que escapaba al “mundillo académico” se fue haciendo más y más habitual, como podemos ver en la actualidad. Me faltaron las cárceles y los hospitales. Di cursos particulares al principio, luego en sindicatos, en clubes de barrio, en escuelas, en plazas, en bares y pizzerías, y por supuesto en bibliotecas populares de mi barrio, Vicente López. Durante un año tuve un taller en el muelle del puerto de Olivos, y también y de manera espontánea, formaba grupos en estaciones de tren del barrio.

—Escribiste más de sesenta reseñas sobre cine, allá lejos. Y ahora, con tantísimos más filmes disfrutados y padecidos, ¿qué cineastas considerás que han sido sobrevalorados? ¿Qué directores cinematográficos, por la totalidad (o casi) de su obra, te resultan insoslayables?

—Empiezo por mis preferidos, aunque no lleguen a ser o considerarse insoslayables, salvo para mi gusto personal. Con predominio del cine europeo, no dejo afuera a Fritz Lang, Chabrol, Jiri Menzel, Fellini, Visconti, De Sica, Bergman, Luis Buñuel, Roman Polanski, Werner Herzog, Jean-Luc Godard, Lina Wertmüller, Hitchcock, John Huston, John Ford, Eisenstein, Manoel de Oliveira, Fassbinder, Losey, René Clair, Alain Resnais, Emir Kusturica, Tarkovsky, Liliana Cavani, Michelangelo Antonioni, Carlos Saura, Ettore Scola. Otro si digo: Kurosawa, Woody Allen, Orson Welles, Chaplin, Buster Keaton, Tim Burton, Lynch, Kubrick, Martin Scorsese, Coppola, Otto Preminger, los Cohen, Cassavetes, Michael Curtiz, Frank Capra…, bueno, como decía Borges, “de las listas lo único que se destaca son las omisiones”, y seguramente en este rosario de talentos hay muchas e imperdonables, así que esto parece una lista de deportados o de beneficiarios a un plan en cuotas para comprar un tractor. En fin, creo que es excesivo y que no aporta demasiado a la inquietud. ¿Quién que guste del cine no incluiría casi a los mismos, además de otros? Si te parece, hacé el recorte o la cita que creas conveniente.

La crítica estaba implícita en la misma selección de textos. No había reseñas ni reportajes. No había bombo ni pandereta. No había el afán de crear un canon poético.

En cuanto a los “sobrevalorados”, considero que sin entrar en casos particulares, te diría que el cine argentino, de los noventa para acá, en mi opinión, ha sido sobrevalorado, con excepción de algunas producciones de verdadera calidad. Me parece que hay cierta prensa funcional a un producto que necesita justificar las inversiones que hizo el Estado, sobre todo en este período, y que forma parte integral de este proceso de producción cinematográfica, al que se acoplaron gran cantidad de artistas. Preveo que de los últimos años va a quedar poco en el recuerdo, al menos en lo personal. Tal vez Carlos Sorín, tal vez Eliseo Subiela, algunas cosas de Adolfo Aristarain. Y claro, para atrás, y en contrapartida, no puedo dejar de pensar en grandes realizadores: Leopoldo Torre Nilson, David Kohon, Sergio Renán, Leonardo Favio, Hugo Santiago… (¡y volvemos a la cita de Borges!).

Más allá de este esfuerzo meramente enumerativo, hace un tiempo largo que estoy alejado del consumo de cine, por distintos motivos, entonces mi devolución es parcial, o más bien pobre, y hasta algo desinteresada.

—Es con Matías Serra Bradford que dirigiste La Carta de Oliver, aquella revista bilingüe (castellano-inglés). Ambos traductores. ¿Cómo describimos a nuestros lectores esa propuesta? ¿A qué criterios se atuvieron? ¿A quiénes tradujeron y publicaron? ¿Quién es Oliver? (Un “Oliver Honeymoon corretea por toda la casa…” en tu rapé.)

—La idea y el dogma que nos impusimos de entrada fue difundir nuestra poesía en otra lengua, en este caso el inglés, y a la vez permitirnos conocer lo que se escribía en esa lengua y traerla a nuestro español, que es el argentino. La revista era enteramente bilingüe, hasta los créditos. El método era sumamente restrictivo, porque seleccionábamos autores que estuvieran vivos y trabajos estrictamente inéditos. Esa restricción se transformó, a mi modo de ver, en una de las virtudes de la revista. Buscábamos la novedad, la difusión de poesía sin adicionarle comentarios críticos ni apoyaturas del tipo “el poeta del momento”. Queríamos lograr un producto que obligara al lector a coleccionarla y difundirla en el boca a boca. Nuestro criterio de selección era abierto, extremadamente diverso, al punto de la falta total de línea ideológica o estética. La crítica estaba implícita en la misma selección de textos. No había reseñas ni reportajes. No había bombo ni pandereta. No había el afán de crear un canon poético. El poema, exclusivamente, era el actor del asunto, solo, solito, despojado de voceros o muletas rimbombantes.

Intentamos acercar y acercarnos a la poesía del interior de nuestro país. Son muchos los poetas que fueron traducidos y publicados. También salió una separata con poesía mexicana traducida al inglés, todos con poemas inéditos que nos mandaban los autores.

Recuerdo con gran alegría algunos de los poetas divulgados: Arnaldo Calveyra, Alfredo Veiravé, Rodolfo Alonso, Mario Trejo, Francisco Madariaga, Juan Carlos Moisés, Víctor Redondo, Marcelo Cohen, Paulina Vinderman, Susana Villalba y María del Carmen Colombo, entre otros. De los extranjeros, te voy a nombrar apenas un manojo: Gary Snyder, Paul Backburn, Wilson Bueno, Roberto Piva, Ira Cohen, Ruth Fainlight, Emmanuel Bove, Edoard Roditi y René Char.

Salieron nueve números que incluían, además del castellano-inglés, una separata (que llamábamos “solapa”) en otros idiomas. Publicamos poesía en castellano-francés, castellano-alemán, castellano-italiano, castellano-portugués, y así con el gaélico y el galés. Los contactos e intercambios se hacían vía postal, traduciendo y contestando cartas a la vieja usanza. Todas las publicaciones contaban con la aprobación de sus autores. Muchas bibliotecas y librerías del Reino Unido, de Estados Unidos y de países de Latinoamérica, tenían nuestra revista en sus catálogos.

Después llegó “la interné” y se terminó el proyecto, aunque yo arranqué en ese momento con el sello editorial del mismo nombre, que aún hoy coordino.

El nombre “Oliver” deviene de una remembranza infantil de Dickens, y de un descubrimiento adolescente de Girondo. De ahí ese maridaje.

—¿De qué poetas de habla portuguesa o inglesa te agradaría ofrecer tus versiones al castellano de la obra completa? ¿Tu elección de autores depende de cierta afinidad poética o no es imprescindible que ésta se tenga que dar?

—Tengo la idea de publicar en algún momento un volumen con los autores con los que trabajé, cerca de cincuenta, entre inglés y portugués. Y en cuanto a la obra completa de alguno de ellos, no estoy particularmente interesado, ni desvelado, no cuenta entre mis proyectos. Supongo que ya las hay, y seguramente más profesionales o menos intuitivas. Sí una antología con el conjunto, que es variado y aleatorio, y que incluye por ejemplo a músicos de rock, como Peter Hammill, Ian Anderson y Patti Smith, o a clásicos como Dylan Thomas, Patrick Kavanagh, Denise Levertov, Robert Graves o Mario de Sá-Carneiro.

No elijo rigurosamente por afinidad. Trato de privilegiar mi curiosidad de lector y no mi filiación poética. En el caso de Philip Larkin, publiqué en el sello que dirijo un tomo con diez poemas, prologado por Fernando Kofman. Y en breve saldrá una antología con seis poetas ingleses nacidos del 60 para acá. Ellos son Don Paterson, Simon Armitage, Jackie Kay, Ian McMillan, Lavinia Greenlaw y Alice Oswald, con mis traducciones, y prólogo de Kofman.

—Como cocinero, ¿con qué tipo de platos te gusta sorprender? ¿Improvisás variantes mientras cocinás?

—Me doy dique con el asado, las pastas amasadas, las lentejas a la española, el risotto, el gulasch, y especialmente cualquier preparado con el wok. Ahí me suelto y mezclo lo que se me ocurra o tenga a mano, conservando siempre el secreto de las especias y el calor sacramental del fuego. La cocina para mí es un arte de composición. Es un visaje de hechicero. No sigo recetas; sigo mi intuición. Casi como en la poesía.

—En un volumen de 1986 titulado Cuentos 1 estás incluido. ¿Prevés publicar algún libro íntegramente de tu autoría con narrativa breve? ¿Cómo “te sienta” la escritura de ese género?

—Ya no escribo narrativa, hace años. Lo último que escribí es una nouvelle, La orilla, en el 97, que está inédita. Digamos que se trata de una siniestra fábula urbana. No creo que vuelva a incursionar en la prosa respondiendo a los requerimientos de un género, sean microrrelatos o cuentos breves. Mi búsqueda está orientada hacia algo que llamo “distorsión expresiva”, que trata de salirse de los moldes o géneros convencionales para explorar otras formas, formas que tal vez diluyen sus contornos a medida que avanzan. Es una exploración lateral a las convenciones de género, un atajo. Esto lo hago extensivo al poema, porque… ¿cómo sostener después de más de cien años el formato en verso libre de un poema? Si se rompió una vez con las formas clásicas y rígidas del poema, y se encontró en su momento la novedad del verso libre, no me resulta ahora atractivo ni cómodo seguir navegando en ese mismo formato.

—Luis Benítez, en su prólogo a tu primer poemario, lo retituló “El libro de las sensaciones imaginarias”. ¿A dónde te traslada ahora rapé y aquel análisis de Benítez? Informemos, Santiago, que instalaste una extensa cita de José Lezama Lima, que comienza así antes del primer texto del volumen: “¿Lo que más admiro en un escritor?, que maneje fuerzas que lo arrebaten, que parezcan que van a destruirlo. Que se apodere de ese reto y disuelva la resistencia”.

—Creo que ese prólogo mantiene los méritos y aciertos del momento de su publicación, en 1988. Es una lectura prismática sobre ese texto, llena de observaciones y relieves que acuden en socorro del lector en más de una ocasión. rapé es una digresión sobre los sentidos llevada a los tambores de la prosa poética. Quiere ser un texto percusivo. Y en su parte final tiene un puñado de poemas “casi barrocos”, con algo de floripondio literario. En la contratapa agregué unas palabras en las que hablaba risueñamente del nacimiento del pop-barroco. Esa apoyatura en Lezama Lima, a quien leía mucho por entonces, quiere legitimar ciertos excesos. Me parece que en su conjunto se salva hoy del chicotazo y de la hoguera, y que de alguna manera multiplica su eco en cosas que escribo de tanto en tanto. Su huella está visible aún, como el rastro de una savia iniciática.

—Diste a conocer La Santa Mugre o El país de Cucaña. ¿Qué historia se cuenta allí, cuál es su estructura?

—La novela se publicó en 1995, en Grupo Editor Latinoamericano. Ahí se cuenta la historia de un grupo de marginales, dementes, estrambóticos y libidinosos, perdidos en el puño de la putrefacción de un reformatorio en 1351, año de una feroz peste en el viejo continente. La que yo describo y escribo es una Edad Media que transformo en gran medida, adaptándola programáticamente a lecturas y situaciones personales y equivalentes con nuestra propia realidad. Claro que los escenarios y la época están respetados, son científica, topográficamente reales. Las acciones se desarrollan en los Países Bajos, Flandes, Jutlandia, etc. La estética que intenté redoblar es la de El Bosco, que es la misma estética sórdida que se repite en muchos casos de la actualidad. Y avanza y atraviesa ecos de François Villon, de Rabelais, de Quevedo y de Baltasar Gracián, entre otros representantes del exceso y el disparate. Un elemento muy presente en el texto es el de la picaresca española, tan generosamente adoptada y ejercida consecuentemente en nuestro país. Quien quiera leer correspondencias y guiños en la novela, podrá hacerlo. El relato cuenta una fuga; concretamente una fuga al país de Cucaña, o Jauja, que era un lugar paradisíaco que se tenía como concreto en ciertas cartografías, pinturas y escrituras del momento. Es a la vez un canto a la liberación y una invitación a soñar con una utopía protegida por los anhelos de la anarquía. Una de las propuestas del texto es demostrar que transcurridos más de 700 años, el hombre sigue siendo un bárbaro y cometiendo atrocidades. Lo único que ha variado es la sofisticación de las armas. Pero la quirúrgica de barbarie es exactamente la misma, en mi opinión, con el imperdonable y paradójico condimento del progreso mediante, en todos los ámbitos durante este largo período de la historia.

La claridad meridiana está escrito como respuesta y antídoto a una etapa muy dura de mi vida, plena de una adversidad galopante.

Escribí cuatro versiones completas del libro antes de dársela al editor, el poeta Luis Tedesco.

—“Conjuro del libro egipcio de los muertos” es lo que se reproduce en la tapa de La claridad meridiana. Y está conformado por un único poema con título “Obertura” y otros treinta y tres, cada uno constituido por seis versos. Hablemos de esta decisión, de este plan. Hablemos de esa claridad, de ese conjuro.

—Empezando por la gráfica del libro, en la que ya se contienen ciertas bromas y claves, y siguiendo por las sextinas que componen ese poema trenzado, te diría que La claridad meridiana es mi primer libro conceptual, y que es un fósil de lo que llamo hoy “distorsión expresiva”. La viñeta de tapa, del libro egipcio de los muertos, es una imagen críptica y ajena a nuestra cultura, salvo como souvenir exótico. Esto se contrapone claramente con el título del libro, en el que se habla de “claridad”, cuando en realidad la entrada a la lectura, desde la misma tapa, ofrece un cerrojo. Por eso la broma en clave se cierra en la contratapa, con esa pequeña puertita con la leyenda debajo: “Exit”. Casi una salida de emergencia a un suplicio en el que uno resulta “manteado”. Ahora, los poemas, que son sextinas casi octosílabas, pretenden echar luz sobre los temas que abordan, y hasta resultan en algunos casos necesariamente sentenciosos en sus remates o conclusiones. El libro está escrito como respuesta y antídoto a una etapa muy dura de mi vida, plena de una adversidad galopante. Es así que durante cerca de un año incursiono en una práctica budista intensa, haciendo mis oraciones y disciplinas diarias. No entro en el asunto a través de lo religioso, pero sí a través de la búsqueda de un soporte que me permita ver una salida, un tránsito hacia otro estado. Y en este sentido fue muy beneficioso el intento. El resultado de esas reflexiones se ve en los poemas, que son poemas que a la vez de indagar y preguntar fijan rotundamente posiciones, demarcan un terreno, que era el que yo necesitaba encontrar para mí y para el resto del mundo en el que me movía en ese momento.

“La claridad meridiana”, de Santiago EspelLa “obertura” es una puesta en marcha de la maquinita que vendrá después, apenas una elongación que enciende los foquitos de un escenario.

—“La poesía es un surtidor en el desierto…”, comenzás afirmando en la contratapa de ese poemario con tres secciones: “El desfile”, “Las comparsas” y “Campo minado”, el que obtuviera un primer premio a comienzos de los noventa: Misas en Harlem.

—Y después retomo esa idea o cita en la tercera parte de mi libro Cantos bizarros. Es casi una obviedad, pero creo que esto habla de una prédica en el vacío, una composición en la que los actores están disociados en un espacio que no les será nunca común ni propicio, pero que a la vez funciona como la posibilidad de encontrar la salvación, el oasis, sin olvidarnos de que este mecanismo parte de una ilusión, es decir que se trata de un espejismo, algo en lo que ya entra quirúrgicamente la fatalidad, lo macabro. Esas tres secciones que dividen el libro refieren una idea de aproximación en torno a los límites que nos imponen o prestan; tanto el orden extremo de cualquier tipo de desfile como la dispersión extrema de la diversión nos conducen a un campo minado, a un verdadero cul-de-sac.

—¿Compartimos con nuestros lectores una singularidad de Cuaderno acústico?: el texto (“Numismática”) de tu hijo Juan Ignacio, escrito a sus diez años de edad, que vos denominás “Una suerte de catálogo de museo” y que opera a modo de prólogo.

—Ese texto nace de una sensación óptica. Un día en que llego a mi casa y abro la puerta me encuentro con mi hijo de diez años frente a la computadora, escribiendo con esmero y dificultad. Al acercarme a la pantalla veo que el texto se organiza a la manera de un poema. Te podrás imaginar mi impresión: entre el vértigo y la emoción. La cuestión es que se trataba de un listado repartido en dos o tres líneas que hacían referencia a distintos objetos que él seleccionaba y ordenaba en una estantería de su cuarto. Debajo de cada elemento iba la referencia, debidamente recortada. Son los objetos que aparecen etiquetados en ese texto, “Numismática”. Monedas, caracoles, llaves, cangrejos, huesos, piedras, etc. Ese universo desopilante formaba en su conjunto una iconografía personal en su mundo de coleccionista. De ahí la idea del catálogo de museo. Bueno, con su aprobación, decidí apropiarme de ese “poema” que se extendía hacia abajo en estrofas y usarlo como prólogo a mi libro.

—“Zona de derrumbes” es el título complementario de Notas sobre poesía, ese volumen constituido por 180 fragmentos. ¿A lo largo de qué lapso, Santiago, fuiste reflexionando, indagando, “derrumbándote” y concibiendo la obra? ¿Cuándo pero también cómo se te fue imponiendo el proyecto?

—El título complementario remite a la sensación de que en la poesía todo es transitorio y está puesto en duda. Por eso es una zona sísmica, atestada y amenazada por derrumbes continuos. Ese volver a hacer o “rehacer” permanente es, según mi opinión, el que le da riqueza infinita a la poesía, y el que a la vez pone en cuestión y desbarata cualquier intento de establecer alguna idea o plataforma de absoluto o de sentido hegemónico en el tema.

Los 180 fragmentos fueron pensados y retorcidos en el mortero a lo largo de muchos años y se redactaron casi de manera fluida durante el año 2011. Como toda bitácora, esas y otras anotaciones existían de manera provisoria en libretas y papelitos, y se fueron acumulando con el transcurso del tiempo. Muchas de esas notas surgieron a partir de preguntas ajenas o propias en torno al acto de escribir y de leer poesía. En esto juega un papel importantísimo para mí el taller, que resultó siempre una cantera de inquietudes, planteos, iluminaciones fugaces y dudas, muchas dudas que desembocaban en preguntas.

El proyecto se me impuso pensándolo desde la utilidad, desde el vislumbre de hacer el intento de decirme y decirle al lector qué me pasa a mí en el momento de escribir un poema o de leer uno que no me pertenece. Intenté mostrar el lado de adentro del guante, aunque en algunos casos pueda resultar repulsivo, u obsceno. La intención es ser generoso con uno y con los otros, desde el momento de tratar de desentrañar los mecanismos sinuosos de la poesía. Por otra parte, como ya dije más de una vez, es un libro escrito desde la necesidad de un lector, a mí me gustan este tipo de libros, los considero un rara avis, un objeto preciado de lectura.

Con Whitman, entre otros, nace la poesía moderna en América, y Nicanor Parra continúa sin duda esa tradición, enriqueciéndola con sus visajes laterales aplicados al género.

—¿Hojas de hierba u Hojas de parra?

—Esto me lleva a esos versos de Ezra Pound: “Haré un pacto contigo, Walt Whitman, tenemos la misma savia y la misma raíz…”. Creo que hay una visible sucesión entre Whitman y Parra, y que en ese vector entran muchos otros poetas de la poesía universal. Con Whitman, entre otros, nace la poesía moderna en América, y Nicanor Parra continúa sin duda esa tradición, enriqueciéndola con sus visajes laterales aplicados al género.

—Editaste con Fernando Kofman la revista de poesía y pensamiento FranKBaires. ¿A qué necesidades respondía ese proyecto? ¿A qué autores difundieron?

—Ese fue un proyecto de Fernando Kofman, quien luego me invitó a participar activa y generosamente del mismo. La revista salió entre el año 2005 y el 2007. La propuesta era cruzar la poesía con la filosofía y la política y desembocar en algunas consideraciones de tipo crítico. Un instrumento para generar debate y pensamiento. Por eso el guiño a la escuela europea de Frankfurt.

Algunos de los autores publicados fueron Giorgio Agamben, Theodor Adorno, Walter Benjamin, Gilles Deleuze. Otro sí digo: Jorge Santiago Perednik, Juan Carlos Moisés, Jorge Rivelli, David Birenbaum, Juana Bignozzi y Wislawa Szymborska.

—El nombre “Yago” forma parte de tu “histórica” dirección de correo electrónico. Procuro rastrear ese nombre y obtengo: “Yago es la castellanización de Iago, forma antigua gallega y asturleonesa de ‘Iacobus/Iacob’, del hebreo Jacob. Forma parte del origen del popular nombre de Santiago, fruto de la unión de Sant + Iago”. Por otro lado, tenemos que Yago es un personaje fundamental en la tragedia Otelo, el moro de Venecia, de William Shakespeare. ¿Te hice un pase gol o apenas te tiré un centrito?…

—Todas tus citas sobre el nombre son precisas, con lo que casi huelga agregar a la ristra etimológica algo más. Tal vez decir que también tiene procedencia en España y que deriva del apelativo Sant (Santo) y se junta con Yago. De ahí resulta Santiago. Por último, debo aclarar que carezco absolutamente de dotes histriónicas, por lo que no creo estar cerca de ningún santo y mucho menos de las características del Yago del genial bardo inglés.

 

Santiago Espel selecciona poemas inéditos de su autoría para acompañar esta entrevista

El vendedor ambulante de biblias

Lleva la palabra de Dios de casa en casa.
Sabe unos versículos de memoria que recita
proféticamente cuando le abren la puerta.
Ego sum qui sum y alza los globos oculares.
Por su eficacia infalible en las ventas
para el dueño de la empresa es el mesías.
De casa en casa lleva la palabra de Dios.
Frente a los compradores ensaya
una exégesis deliberadamente críptica.
Si no fuera por la circunstancia de criar
ovejas negras en la terraza de un piso 20
sería un hombre perfectamente normal
además de un imbatible vendedor de biblias.

 

El acorde místico de Scriabin

La vibración rebota en los gruesos
paños de la sala: aros perforando
las paredes de agua del sonido.

Es la meditación del instante
hecha coágulo en la eternidad.

A miles de kilómetros de distancia
entre serpientes y carnavalitos
canta el arroyo y rezonga el carancho.

 

Babieca

Tratando de entender las propiedades
abstrusas de los carbones y los aldehídos
en plena clase, en la noche cerrada,
tu cuerpo abierto de ciervo rojo bajo la luna.

Nada de lirismo, me dijiste, haciéndome
…………………………….lugar en la cama.

 

El hacha de sílex

Rebajada a vitualla arqueológica
el mango rústico abraza los cantos de la piedra
y se pierde en vaguedades de estilo, la forma
en que caía sobre el lomo del animal
………………o sobre la espalda del adversario.

Una tipificación celosamente estudiada
hace de la bravura de antaño un visaje,
una elegía para el asombro del museo.

Ríos de sangre intactos aún corren
por su filo irregular, y van a secarse
………………………en el liquen de los muros.

De esa doctrina abrevan los hombres,
sin enjuagarse las manos, ni mirarse a la cara.

 

La esponja con vinagre

Forzó al límite la vanguardia
y se perdió de noche en el contraste de la salina.

Se impuso la penitencia del soneto
y la extravagancia del verso yámbico.

Lo encontraron disecado y con los ojos en el cielo.

 

Crónica de la muerte del autor

Podría ser un primerísimo y magistral plano de Chabrol,
porque llueve en París, y el viento golpea con fuerza
en los toldos de los cafés, mientras un hombre con
sobretodo cruza la calle con un diario bajo el sobaco
y un cigarrillo en los labios, pegado a la comisura.
Sigue otro plano en perspectiva plana y casi velada:
Una camioneta de lavandería dobla una esquina
y embiste al hombre que no ha terminado de cruzar
ni de llegar a la Sorbona, donde al parecer, se dirige.
El cuerpo acusa el impacto y queda laxo en la calle.
Estamos en la Rué des Écoles, es 25 de febrero de 1980.
Un travelling recorre de pies a cabeza al viejo canoso
que ha perdido sus zapatos y el diario del día.
De alguna extraña manera, el cigarrillo sigue pegado
a su boca, y el fino papel se empieza a teñir de rojo.
Después de amagar algo que parece una disculpa
o un gesto impávido de asombro e indignación,
el hombre que maneja la camioneta con ropa limpia,
planchada y perfumada, se aleja del círculo de curiosos
y dobla con vehemencia la esquina, dejando el rastro
de los neumáticos borrándose en la película de agua.
El hombre que maneja la camioneta es una silueta
que no sabe que acaba de atropellar a un viejo canoso
nacido Roland Barthes que habló de la muerte del autor.
El viejo canoso morirá un mes más tarde en un hospital.
Predijo la desaparición y la muerte metafórica del autor.
Encontró una mañana de frío y de manera involuntaria
el signo más concreto de su semántica y su fatalidad.
Los dos inciden en el pensamiento contemporáneo:
Uno por haberlo gestado. Otro por haberlo interrumpido.

Un dibujo inédito de Santiago Espel.
Un dibujo inédito de Santiago Espel.

Rolando Revagliatti
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