Cogí el ascensor con la intención de bajar al metro pero este subió y subió lejos de las calles, por encima del asfalto, alejándose de las casas, huyendo de la ciudad.
De tal impulso llegamos al cielo, allí, en abriendo sus puertas entró un aire fresco con olor a nube recién puesta.
Dudé; entre cerrar los ojos y no moverme o salir al espacio donde se había varado el elevador. Me aventuré; a sacar un pie de forma similar a cuando deseamos catar la temperatura del agua en piscinas y mares, tanteando audazmente. Decidí; dar el paso y me quede ahí varado en el cielo con el temor añadido de haber caído preso de los delirios mistificadores de mi cerebro, instantes que apenas duraron un parpadeo pues enseguida me dejé llevar para comprobar si eran tan mullidas las nubes como aparentan.
El ascensor de improviso cayó, sobresaltándome, hacia un espachurramiento cierto. Más tarde lo corroboré por esa nube de polvo formada después del impacto.
En la distancia se distinguían los aluminios y los cristales cubriendo una amplia extensión de terreno. Me puse a reflexionar: era una oportunidad o un abandono, perdido en el cielo varado entre algodonosas nubes. No llegué a ninguna conclusión y ello me guio en mi determinación. Si estoy aquí en el cielo seguro que hay algo al alcance, algo que hacer.
Me acerqué a meditar a una nube de apariencia francamente confortable y me tumbé; iba a decir que me tumbé a la bartola que debe ser una manera especialmente despreocupada de acostarse. De todas formas, al no saber exactamente la postura a la que debía acogerme me decidí por hechuras tradicionales, quiero decir, tumbarme a la manera que habitualmente hago cuando no quiero hacer nada.
Curiosamente por el lugar se oía el frufrú ligero de un aleteo, tenue pero persistente, que fui incapaz de localizar, y eso que miré por todos los lados posibles, incluso me incorporé un tanto para otear mejor, llegué a levantar alguna nube por si fuese un roce entre nubes.
Desistí y me dejé llevar.
Estando de este jaez tumbado entre algodonosas nubes, entrecruzados los dedos de las manos en mi nuca, me cubrió una extraña pereza, un estado parecido al alcanzado por meditadores profesionales.
De lo que pasó entonces no podría afirmar nada pero quedó en mi cerebro una impronta narrativa, es decir, una especie de cuento o cuentos angélicos a los que pienso dar forma en las siguientes entregas.
Hasta la semana que viene.
Fin de la emisión.
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