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Vórtice

martes 24 de enero de 2017
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—¿Quién chingados cortó el agua? —gritó Francisco Real desde las duchas comunales del Marcel Proust.

El vozarrón del mexicano recorrió las instalaciones una y otra vez.

—¿Quién chingados cortó el agua? —y nadie le respondió, pero oyó, alejándose, la voz de Giorgio Madietino. Reconoció al italiano por su timbre agudo e intentó entender, sin éxito, por qué razón se angustiaba.

Si no fuera por el mostacho sobresaliendo del rostro se hubiera podido decir que Francisco Real era redondo.

El sonido del agua y el ensimismamiento en la trama de la novela a la cual intentaba darle un final consistente, verosímil, sorprendente, no lo habían dejado enterarse de los pasos apresurados de sus compañeros abandonando la edificación. Sólo el corte del agua lo sacó de su mundo paralelo e intuyó de inmediato que algo grave había pasado. Pensó en Rebeca. Estaba acostumbrándose a las bromas pesadas de Rebeca Portuondo, “la profeta”, e imaginó una nueva chanza de la neoyorquina. Rebeca Portuondo le había augurado en uno de los primeros talleres de escritura creativa “serás un escritor sin finales”.

—¿Quién chingados cortó el agua? —volvió Francisco Real a estremecer con su vozarrón las instalaciones del Marcel Proust, pero nadie contestó.

Preocupado por las noticias que pudiera llevar la voz de Madietino, Francisco Real dejó sus vaqueros y su camisa colgados en el gancho de ropa y sólo tomó apresuradamente la toalla con el escudo de las Chivas Rayadas de Guadalajara, terminó de quitarse el jabón del cuerpo, se envolvió en ella y calzó unas botas tejanas. Al salir de la ducha el espejo le devolvió la imagen de un hombre joven en el cuerpo equivocado. Demasiado alto para su nacionalidad y los ojos de un azul irlandés que revelaban sus ancestros europeos. Si no fuera por el mostacho sobresaliendo del rostro se hubiera podido decir que Francisco Real era redondo. Las botas eran demasiado pequeñas para aquel corpachón que recordaba a Obélix, el personaje de las historietas de Astérix.

Francisco Real no se interesó en las condiciones climáticas de aquella mañana tropical de sol inclemente y llovizna pertinaz y salió del Marcel Proust sin otra protección que la bandera del equipo de sus pasiones. Echó a andar, casi a correr, ajustándose de manera recurrente el anudado de la toalla. Cuando se acercaba al Yasunari Kawabata gritó desde su voz de guitarrón mexicano con la intención de detener al grupo. Sólo Olma Cipagauta volteó a mirarlo, y no pudo evitar una sonrisa precaria. Se detuvo a esperarlo. Este hombre está loco, pensó la nicaragüense.

—¿Qué haces? —le preguntó sonriente y enfatizando el timbre del mexicano continuó—. Te vas a resfriar, manito.

Francisco Real detuvo su carrera de mastodonte como si hubiera advertido el despropósito. Los graznidos del uruguayo Roberto Caniglia pasaron de largo junto a ellos cuando Olma Cipagauta le proponía buscar algo para cubrirse.

—Ninguno de los cuates tiene mi medida —respondió Francisco Real.

Sin embargo, ella lo encaminó con suavidad al Yasunari Kawabata. Tropezaron con el afán de Rodrigo Borja, quien apenas los saludó de pasada.

—¿A quién asesinaron?

Ninguno de los dos respondió y los rostros de extrañeza impulsaron a Rodrigo Borja a correr de nuevo detrás de la noticia.

La mano cálida de Olma Cipagauta siguió guiando el corpachón de Francisco Real hacia la edificación. Pero mientras él continuaba interesado en la noticia de Madietino, su cuerpo comenzó a reaccionar ante la conducción tibia de la chica. Subió alelado las escaleras de caracol del Yasunari Kawabata detrás de la joven, sujetando la toalla y tratando de ocultar la tumescencia que empezaba a hacerle el honor al equipo de Las Chivas Rayadas de Guadalajara. Francisco Real no podía creerlo pero estaba pasando. Conducido por la suavidad de Olma Cipagauta volvió a sentir la atmósfera irreal de estar viviendo un sueño. La misma atmósfera fantástica cuando la había conocido al bajar de la limusina. Para crearles a los estudiantes de El Túnel Azul la ilusión de privilegiados, los administradores del Instituto Internacional de Artes, Iidea, los habían recibido con el estallido festivo de una banda musical, el sonido de las botellas de champaña al descorcharse y un pasacalle colorido con el texto:

“Escritores del mundo, la inmortalidad los espera”.

El rostro de ancestros mayas de Olma Cipagauta estaba entre los hombres y mujeres que esperaban. Para él no pasó desapercibida la juventud morena, los labios delineados y los pómulos acentuadamente indígenas de la centroamericana, pero los ojos de la chica apenas brillaron con desencanto cuando lo vieron descender de la limosina y prefirieron detenerse en el rostro del joven estadounidense Charles Smith en una actitud de arrobo que él calificó de colonial. Desde entonces, Olma Cipagauta fue para Francisco Real: la Malinche, y alimentó por ella una relación amor-odio que lo consumía en las noches de placeres solitarios. Ahora le parecía irreal caminar detrás del cuerpo menudo y bien torneado de la chica buscando en las habitaciones del Yasunari Kawabata la ropa de alguno de sus compañeros para protegerse de la intemperie. Habían tenido la oportunidad de encontrarse en muchas actividades académicas pero la relación no había pasado del trabajo propio del taller y el comentario escueto, acertado o no, sobre los textos. Sólo en una de las dinámicas iniciales de presentación Francisco Real pudo conocer algo de la historia de Olma Cipagauta. Se definió como una libertaria escapada de la pobreza. Ella sabía, lo dijo con seguridad, tomar lo que quería y cuando lo quería. Era egresada del programa de Literatura y Letras de la Umani —Universidad Masónica de Nicaragua. Editó, de su propio bolsillo, varios folletos de poesía que la decidieron por el estudio de literatura después de haber intentado medicina e ingeniería. Sobrevivía como profesora de colegio antes de llegar a El Túnel Azul. Y aunque había incursionado en cuento y novela sus trabajos no encontraron acogida entre la crítica local.

—Es hija única, y huérfana, es poeta y miembro del Taller Literario El Oso de Anteojos, un alegre grupo nica de poetas experimentales, y experimentales quiere decir experimentales, en toda la extensión de la palabra —habría subrayado con maledicencia Roberto Caniglia, especialista en literatura centroamericana, en alguna de las reuniones informales en El Túnel Azul.

—Ni mujer será —concluyó desde su nariz prominente y con visible mala leche aquel hombre con aspecto de pingüino.

La Cipagauta arrojó con mayor fuerza la prenda de vestir y Francisco Real no tuvo otra opción que agarrar la prenda con las dos manos. El esfuerzo lo dejó desnudo y la chica se le acercó con lentitud de gata.

“Experimentales en toda la extensión de la palabra, ni mujer será”, resonaban aún las palabras de Roberto Caniglia en el cerebro de Francisco Real mientras avanzaban por el segundo piso en busca de alguno de los cuartos.

—Este, este puede servirte —dijo Olma Cipagauta.

El mexicano levantó los ojos y leyó: Charles Smith. “Será chingona la Malinche esta”, pensó y encajó un golpe directo al orgullo propio. La protuberancia en la toalla desapareció y el visible descenso no pasó desapercibido para la mujer, quien, sin embargo, le ocultó una sonrisa maliciosa y lo condujo hasta el fondo de la habitación. Era igual a la habitación de cualquier estudiante de El Túnel Azul: un cuarto alargado de 2,5 metros de ancho por tres metros y medio de fondo, un camastro individual extensible, colchón resortado, el cubrecama azul petróleo con el logotipo del Iidea. Lo diferenciaba la mesa con el computador portátil, incrementada con múltiples aparatos titilando incesantes frente al mapa de Estados Unidos salpicado con alfileres de distintos colores. En la biblioteca metálica unas pocas novelas e innumerables libros de texto sobre computación, física cuántica y matemáticas. El carácter psicorrígido del muchacho se apreciaba en la pulcritud del cuarto y en la distribución de su ropa en el closet.

Olma Cipagauta sacó una camiseta universitaria de fútbol americano y la olió con deleite mientras su mirada anhelante cubría de deseo el cuerpo del mexicano. Sin poder definirse entre el apetito y el desconcierto Francisco Real naufragó en los ojos profundos de la Cipagauta y una erección volvió a ocupar su cuerpo y a extender la sonrisa en el rostro de la chica. Ella le arrojó la camiseta y él pudo detenerla al vuelo con una mano, sin soltar aún la toalla. La Cipagauta sacó otra prenda del closet, un pantalón camuflado, y pareció maullar de placer mientras olía la prenda. Seguro pensaba en Charles Smith. Sus ojos brillaban en la penumbra de la habitación. Esta vez la Cipagauta arrojó con mayor fuerza la prenda de vestir y Francisco Real no tuvo otra opción que agarrar la prenda con las dos manos. El esfuerzo lo dejó desnudo y la chica se le acercó con lentitud de gata.

Francisco Real nunca se había sentido indefenso frente a una mujer. La Cipagauta —pensó el mexicano— lo estaba conduciendo a un trío simbólico. “Experimentales en todo el sentido de la palabra”, volvió a oír la voz de Roberto Caniglia. Detrás de todo este juego estaba la figura, para él inaceptable, de Charles Smith. En sus múltiples cuentos y en la propia novela a la cual trataba de encontrarle un final adecuado él había planteado tríos de dos chicas con un hombre. No se le habría ocurrido plantearlo al contrario. Acostumbrado a llevar la iniciativa era la primera vez que su orgullo de macho se acoquinaba frente a la indefensión. Estupefacto aún, no pudo disfrutar a plenitud los primeros besos de la chica en su pecho, pero empezó a sentir un placer ignorado, el goce de los pezones rítmicamente succionados y estimulados por la humedad de una lengua maestra que lo dejaba al borde del orgasmo masculino. La lengua siguió su camino y se detuvo repetidamente en el ombligo, penetró una y otra vez en la concavidad como si lo estuviera desvirgando. Aunque quiso hacerlo, no fue capaz de gemir de placer. Él siempre había sido el chingón, nunca el chingado. Los labios de la chica llegaron a su sexo cuando alcanzó la máxima rigidez. Para entonces él se había entregado por completo, soltó las prendas de vestir para agarrarle las orejas y empezó a participar, a ser coautor de la caricia. La condujo con firmeza aumentando el placer mutuo, acercándola y alejándola, produciendo chasquidos rítmicos, mientras el deseo los catapultaba a un torbellino de sensaciones donde eran posibles todos los sonidos de la selva cercana, todas las humedades vegetales de los cuerpos propios y extraños. “Ni mujer será”, intentó interrumpirlo la maledicencia de Roberto Caniglia, pero las emociones habían alcanzado el vórtice del paroxismo y no le importaron ya las improbables noticias de Madietino, ni las profecías de Rebeca, ni la presencia simbólica de Charles Smith, ni el final de la novela y mucho menos entender cómo, ni por qué, ni quién chingados había cortado el agua.

Carlos Alberto Villegas Uribe
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