Vive en un pequeño apartamento, en compañía del recuerdo de su compañera de vida, con su gato célibe, una exuberante malanga y los “cuatro”.
El pelo canoso y escaso en la frente es lo que queda de una cabellera negra y abundante. Delgado, muy delgado, la mayoría de los hombres de su edad lo eran, aunque él había sido de cierta corpulencia, sin embargo, se decía para sí mismo, que ahora tenía más huesos por fuera que por dentro. Las venas inadvertidamente crean azulados surcos en la piel, está pálido, y aún conserva sus hermosas cejas pobladas. Camina con un leve movimiento de balanceo, su semblante ojeroso, con las sombras que los “cuatro” han pincelado en su rostro.
Sus dos hijos, ausentes, a enormes distancias, diseminados en otras tierras, se han desentendido de la “carga fatal” que representa.
Sin preocupaciones económicas más allá de las cotidianas, pues el monto de la jubilación le alcanza sin sobrar nada, para vivir tan sencillamente como lo hace.
Tal pareciera que ya es inútil todo, los años han ido pasando, las energías se perdieron, la muerte que nos ha de tragar está delineándose.
La compañera de vida está hermosa, inquieta como siempre, con sus zarcillos dorados y su tentadora mirada melancólica de avellana; él desecha todo pensamiento que le traiga imágenes amargas de ella y su final, la recuerda con amorosa delicadeza, reviviéndola cada día.
“¿Cómo los seres que hemos amado tanto pueden desaparecer de este modo tan rápido y brutal? ¿No habrá nada fijo, inconmovible, en el mundo de nuestros amores y de nuestras predilecciones?” (Azorín).
La malanga, hermosa planta tropical que ella plantó en un matero de la sala y él riega con esmero, se apropió de toda la pared que la circunda, subió enredándose en el marco del cuadro y en una decoración peruana, con sus hojas y tallos, verdes y descarados. Él nunca la ve moverse, ni lo más mínimo, pero ella, a hurtadillas, lo hace lentamente, jactada de su hermosura y del afecto que le prodigan.
Desde hace un tiempo conversa en voz baja y grave consigo mismo, con el recuerdo de su compañera, con Maltus, con la malanga, con sus propios pasos y ásperamente en tono violento, con los “cuatro”.
La vejez lo consume poco a poco, invasiva, sin permiso destruye día a día, instante a instante, su organismo, y así como va manifestándose, tal parece que dejará al cerebro como último bocado de su festín. Mientras más viejos somos, más problemas de salud y de otras índoles se amontonan.
Espera pacientemente a que amanezca, aún el sol es tímido como todas las mañanas tempranas. Planea sus “acciones” para ese día: no saldrá del apartamento, le atemoriza el frenético exterior de la ciudad que antes lo cautivó. Y no quiere, mejor dicho, aborrece, que se den cuenta de su letal y progresivo desgaste, siempre acompañado de falsas y necias frases como: “¡Qué bien te ves!”, “Estás igualito”, entre otras, y la que lo saca de quicio: “El tiempo parece que por ti no pasa”, que le hace recordar una expresión que leyó en un libro de historia y que no era discutible: “El tiempo disuelve cruelmente la identidad de los hombres, la transforma o la desaparece”.
Maltus, el gato célibe, lo sigue siempre en absoluto silencio. Desayuna con él y se arrebuja a su lado en el sofá, cuando su “amo” decide que va a leer o ver la televisión. Ya no ronronea, también es viejo, se limita a verlo con escrutadora y parsimoniosa mirada felina. Alguno de los dos se irá primero. ¿A dónde?, a ningún lado, o digamos, a una insoportable eternidad de eternidades colmada de nadas. Tal pareciera que ya es inútil todo, los años han ido pasando, las energías se perdieron, la muerte que nos ha de tragar está delineándose, y serán vanos y estériles los esfuerzos por alejarnos de ella; nadie sabe lo que va a sucedernos, con certeza absoluta una sola cosa, moriremos.
Se levanta despacio, pesadamente a pesar de su delgadez, disimulando para sí mismo. Se dirige al escritorio, prende la computadora… la apaga, hastiado de lo mismo. Mira en derredor, todo atiborrado de libros, papeles, cuartillas, fotografías, tarjetas, cartas y un calendario que pretende estúpidamente controlar el tiempo, y recuerda la frase de su tan amado padre: “No acumules nada, mira que todo lo que existe, en definitiva, es una cruel mentira que se desvanece con la muerte”.
Almuerza frugalmente, nunca tiene apetito al mediodía, mejor dicho, a ninguna hora, cada día come menos, el cuerpo le reclama menos. Ni pensar en una siesta, los “cuatro” no se lo permitirían. Desanda sus pasos, regresa al sofá cómplice de su vida diurna. Terminó el libro que leyó en la mañana, La ciudad y los herejes, de un escritor venezolano, relatos sobre su Maracaibo que atrapan al lector; se recuesta con un nuevo libro que toma al azar de su rica biblioteca, Lugar común la muerte, de un escritor argentino.
Se asoma al ventanal, contempla la calle, las casas tan bajitas, desteñidas en sus colores, y alguno que otro árbol empecinado en ostentar su follaje. Llega el atardecer, un chubasco surge amenazador en el cielo. Piensa que traerá frescura a las plantas que la ciudad indiferente contempla, a las hojas asfixiadas por el polvo y la falta de riego, además, lavará los techos de las casas que desde su octavo piso divisa colmados de basuras como si fueran sitos de reciclaje de residuos. Y por encima de todo, el sonar de la lluvia, ese sonar le encanta, siempre le fascinó, desde niño, allá en la calle Vargas, la calle de su infancia, en pleno centro de Maracaibo.
Nunca fue excéntrico ni rebelde, en estos momentos cómo le hubiera gustado haberlo sido. Trabajó 32 años como profesor universitario de la historia de su país en una universidad pública, en su patria Venezuela; se esmeró en el desarrollo de cada tema y lograr el entender del alumnado, a sabiendas, de la fantasía aglomerada en falsos recuerdos repetidos sin cesar en las cronologías, de la soberbia, la indulgencia, las justificaciones absurdas y la violencia desmedida que cobija la historia. Claro que los logros dignos, la valentía y el sufrimiento de los hombres y mujeres la resarcen con creces.
Recuerda un sueño de una de esas noches benefactoras que logró dormir alrededor de casi una hora: alguien desconocido le regalaba una cadena para el cuello de la que pendía una piedra brillante de color verde limón con la forma y tamaño de un trompo. El desconocido le dice que se la cuelgue al cuello y frote la piedra rotándola entre las palmas de las manos, y así logrará traer a la vida de nuevo al ser que su corazón más extrañe, pero no se la puede engañar. Se la cuelga al cuello y con sus huesudas y venosas manos la hace girar, pensando en un torbellino de seres queridos. Recostada en un sillón aparece su compañera, la de los ojos de mirada melancólica y color de avellana y… despertó.
Es un hombre muy triste, muy solo, muy enfermo, muy anciano. Rumia el sueño que recordó y atesoró en su memoria. Decían que los sueños, para que no se cumplieran, había que escribirlos. Una estupidez sin sentido, de todas maneras jamás lo escribiría.
Bosteza, rara vez lo hace, muy rara vez.
Atormentado, no quiere imaginar el día de mañana, otro igual, y lo que es muchísimo peor aún, otra infernal noche con los “cuatro” siempre unidos, harto de la tenacidad y la crueldad con que asaltan su cuerpo y su mente, no cree soportar más la zozobra, el miedo que se está volviendo terror; mas “tiene” que acostarse y cumplir con el rito de “intentar dormir”, como si eso le fuera posible cuando los “cuatro” se apoderan de él y de la habitación. Se precipita poco a poco, como en una pesadilla en la que cae por un acantilado, el equilibrio se pierde o se lo arrebatan. No podrá librarse esta noche tampoco, como las infinitas otras noches que intentó dormir.
Durante meses y meses, ha cumplido con las normas que el médico le recomendó: apagar la luz, no realizar ninguna actividad previa (imagina que esta indicación se refiere solamente a las actividades físicas y no a las de la mente, ya que estas últimas no pueden programarse y mucho menos evitarse), nada de lecturas ni televisión en el cuarto, las cortinas echadas. Está harto de cumplir todas esas medidas con exactitud y sin resultado alguno; y, cuando se atrevió a hablarle al doctor sobre los “cuatro”, este se limitó a recetarle fuertes analgésicos que de nada le valieron y dosis “adecuadas” de psicofármacos, que adquirió enseguida. De nada valieron ni los analgésicos ni los hipnóticos. Cada vez que iba a la consulta, retiraba el récipe y oía al médico con desgano. Sólo se toma los analgésicos, por costumbre nada más, a pesar de haberse vuelto totalmente inútiles. Se da cuenta de que los soporíferos le producen un temblor que llega a ser casi incapacitante, además de que no le resultan para nada, por lo que deja de tomarlos.
La habitación está en una aparente deliciosa tranquilidad y en penumbras, el suave resplandor nocturno se escondió al cerrar la cortina, sin televisión, sin libros a su alcance; sin embargo, la corriente turbulenta de un pensamiento que ya rumiaba desde hace un tiempo se agolpa desbocada en su mente. Una lucha, una porfía entre él, débil, y los “cuatro”, tan fuertes, que con brío se apoderan de la habitación y de él.
El viento final de la muerte se agitará un día, mejor una noche, hasta destruir todo. De todas formas, a nadie interesa su vida y menos su muerte.
La noche siempre intensifica y vigoriza al grupo de los “cuatro”. Se cuelan furtivamente en la habitación. ¿Desvíos de la realidad? No, ellos están allí en su dormitorio, se meten escurridizos entre las sábanas, agarrotan sus huesos, arrugan sus órganos, estremecen los años vividos y persisten destructores en su tenacidad y aislamiento. Para él ya no hay otra realidad más allá, al margen de los “cuatro”. Chasquea fuertemente agitando los dedos obligándolos a callar; inútil, todo es inútil. Los increpa en voz alta, “ya está bueno”, “qué ganan con atormentar a este hombre tan solo, tan enfermo y tan viejo”, “¿quién los envió?, ¿acaso la cara oscura de un dios?”.
El pensamiento en esos momentos habla un dialecto confuso de imágenes que ya conoce muy bien y le ha acompañado insistente esta última parte de su vida. El viento final de la muerte se agitará un día, mejor una noche, hasta destruir todo. De todas formas, a nadie interesa su vida y menos su muerte. De repente, la fuerte sensación de haber “tocado fondo” lo sosiega. Sabe, ahora con determinada certeza, que los “cuatro”, cuando no compartan su cuerpo, sobrevivirán feroces en otros seres, pero al menos el de él, ya no, descansará… descansará. Siente lo tantas veces pensado y esa noche tan enérgicamente, es la única escapatoria. Ya ha ensayado diferentes formas de atacarlos y ninguna le valió.
Hace meses les había dejado a los vecinos de enfrente, que conoce desde hace tantos años, copia de las llaves de su apartamento y un escrito: “Si no los llamo como siempre lo hago, al anochecer, abran el apartamento. Donde les indiqué encontrarán los papeles para el entierro. Ya está todo cancelado, no tendrán que preocuparse. Seré cremado. Y mis cenizas, ruego sean lanzadas al lago de Maracaibo”.
“Porque no quiero morirme, pero ya no tengo ganas de vivir” (Fernando Savater).
Una sobredosis muy alta de los psicofármacos acumulados acabará con los “cuatro”, se dice para sí mismo. Sabe que la muerte es muy puntual y no le fallará a sabiendas de que la llama por adelantado. Y decide, con un ademán hasta sorpresivo para él, ingerir una cantidad fatal para la vida, tomará por sorpresa a los “cuatro”.
Violentamente, con enloquecido frenesí, los “cuatro”, al darse cuenta, se arrojan sobre él, estrujan su vejez en cada arruga, aíslan mortalmente su ser, ennegrecen más aún la alcoba. Repentinamente en su cuerpo se van dibujando negras espirales, se torna áspera la lengua, se reseca totalmente la voz, mengua la respiración, siente las angustiosas palpitaciones en la garganta, está muriendo…
Y los “cuatro”: insomnio, dolor, soledad y vejez, se alejan despacio hasta desaparecer, atormentarán a otro desvalido ser. Y ¿el horizonte?, ¿dónde se encuentra? Ya no existe el horizonte.
Lo logró, les ganó la batalla. En la eterna eternidad no existe nada de nada, ni los “cuatro”.
- Luz Machado Aguilera “con fronteras de piel, aire y palabras” - lunes 30 de octubre de 2017
- Luis Fernando Álvarez: el poeta de la muerte y de la soledad - viernes 23 de junio de 2017
- Los “cuatro” - jueves 16 de febrero de 2017