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Está linda la mar o la nieta de Margarita Debayle

sábado 19 de agosto de 2017
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León, Nicaragua, París y Lima, Perú, 1960-1983

Cuando era una cría, escuchó el poema que hubiera escrito para su abuela hacía sesenta años Rubén Darío. La nena solía dormirse en el regazo de su abuela arrullada por la métrica segura del poema, el viento en las palmeras y el son de las olas meciéndose en la playa. Cuando tenía ya cinco o seis años, sabía de memoria la mitad de las veinte estrofas. Estaba convencida de que su abuela era la princesa del poema que había cruzado el cielo para cortar una estrella y ponérsela como prendedor. Sus partes predilectas del poema eran el palacio de diamantes del rey, su rebaño de cuatrocientos elefantes y la benévola ayuda de Jesús justo cuando el rey castigaba a su hija mandándole devolver la estrella al Señor. A los doce años declamó el poema en el colegio y emocionó al público con la estrofa en la que el rey regaña a la hija por haber robado la estrella. Ganó el listón azul. Aunque sabía que su abuela no era la princesa, todavía seguía hurgando en el joyero de su abuelita buscando la estrella. A los quince ya no creía en Dios pero le gustaba correr carreras con las tormentas y tomar limonada con la abuelita en la veranda después del cole. A los veinte, vivía exiliada en París como estudiante donde no la odiaban por ser la sobrina nieta de un dictador y algunos amigos conocían la obra del poeta que había escrito el poema para su abuela. Le faltaba tiempo para escribir a su abu pero ciertas noches el poema reverberaba en su memoria acompañado de las ranitas, las palmeras y el vaivén de las olas.

Margarita, está linda la mar,
y el viento
lleva esencia sutil de azahar;
yo siento
en el alma una alondra cantar;
tu acento.
Margarita, te voy a contar
un cuento.

Al final del invierno, llegó un cable: Falleció abuela. Venir inmediatamente.

Entrando en la capilla le sobrevinieron el calor, las llamas de tantas velas, el olor a rosas y azahar. En un ataúd acolchonado de seda blanca, la abuelita sonreía como una joven princesa traviesa. Agachándose para despedirse de la abuela con un beso, brilló ante sus ojos una luz que al instante se apagó.

—¿Qué hicieron con la estrella de la abuela? —el grito de la nieta resonó en los gruesos muros de piedra.

 

Lois Baer Barr
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