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Dos relatos de Wilkins Román Samot

jueves 31 de agosto de 2017
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Nota del editor

Estos relatos del escritor puertorriqueño Wilkins Román Samot fueron publicados en el libro Siete cuentos de amor y una oración inesperada de piedad Dios mío; Carolina del Norte, EUA/Puerto Rico, Lulu Press/Instituto de Literatura, 2016. ISBN: 978-1-329-81109-6.

Lo que doña María ruega también lo reza

La casa de don José colindaba con la casa habitada por doña María. Don José vivía con doña María desde no sé cuánto tiempo, pero deben ser unas dos décadas más o menos. Él y ella follaban hasta no más poder todas las noches. Si mal no recuerdo, don José no era soltero. Doña María era viuda. La mujer de don José se llamaba doña Providencia. Esta última era loca. Doña María le cuidaba durante el día en la casa de don José. Así lo estuvo haciendo durante los últimos 20 años. En todas esas duras dos décadas también cuidó de su marido, veterano de guerra. Doña María siempre tuvo perspectiva de género. Don José era el mejor amigo del marido de doña María. Ésta tuvo a su marido encerrado en un cuarto oscuro hasta su muerte. El marido de doña María siempre pensó que era un prisionero de guerra y que su carcelero era don José. Doña María, por su parte, siempre temió que su marido se enterara de su relación con don José tan pronto muriera. Por eso, cuando su marido murió, en esa misma noche, cuando don José entró a su cama se desnudó completa, lo abrazó, y mientras éste la follaba tomó el arma de su difunto marido con su mano derecha y se la puso en la sien a don José, a quien diciéndole en silencio al oído “mira canto hijo de la gran puta”, le metió siete tiros y lo mató. Hasta ese momento don José fue un hombre casado. Don José y el marido de doña María no se hablan ni se pueden hablar desde entonces. Doña María sigue cuidando de doña Providencia todos los días y todas las noches le ruega a la santísima Providencia y le reza también a San José María que don José y su difunto marido no se vuelvan a encontrar.

 

Normas de vida, secreto de Estado

El marido de doña María y yo nos conocemos desde niño. Además de vecinos, hemos sido amigos toda la vida. Cuando yo nací, ya él había nacido. Su madre y la mía se criaron juntas. Así, también, fueron a matricularnos en la escuela. Por unos meses no empezamos a estudiar en el mismo grado. Cuando él se graduó se enlistó en el ejército. Al yo graduarme también tuve en mente hacer la milicia.

Yo conocí a mi mujer mientras completaba el cuarto año. Me la llevé a vivir conmigo. Su padre y sus hermanos, como a los tres días, llegaron a la casa. Ni siquiera tuvieron la cortesía de pedir permiso para entrar. Nos tomaron por sorpresa estando desnudos, entraron y nos cogieron follando. Su padre me cantó sus normas. El precio de seducir a su hija sólo se pagaba o con la vida o con la muerte. Yo lo pagué con la vida.

Providencia y yo nos casamos. A los pocos meses nació nuestro primer y único hijo, de mi mismo nombre. Su padrino y su madrina son él y doña María. A él le dijeron en el ejército que lo podía ser pero que no lo podía decir. Esa era la norma. Con esa norma vivimos toda la vida. Él, tras que vecino, cierto es que ha sido mi amigo del alma. Su casa y su cayado los construí yo con mis manos y sus ingresos. En la vida, como en la muerte, esas han sido nuestras normas de vida.

Doña María sigue cuidando de doña Providencia todos los días y todas las noches le ruega a la santísima Providencia y le reza también a San José María que don José y su difunto marido no se vuelvan a encontrar.

Doña María tuvo siempre sospecha de mi relación con su marido. Tanta ayuda mutua entre sí le parecía demasiado rara. La verdad es que ella me celaba. Tenía toda la razón para hacerlo. Cuando él regresaba, me solía testear:

“Me hace falta una mamá bien rica. ¿Puede ser el viernes por la tarde? O, ¿el sábado temprano?”.

Yo nunca me negaba. Un buen amigo nunca se lo niega a su amigo del alma. Los celos de doña María continuaron hasta su muerte. Tuve que disimular mi hombría durante cada noche en su recámara. Desde que Providencia parió me sacó de la cama. Fue en su casa donde me disteis habitación y techo, todas las noches, hasta que doña María corroboró su sospecha. Fue por culpa del celular.

Doña María lo mató con sigilo. Con el mismo sigilo que lo descubrió todo. Sigilosa, doña María, ese viernes por la tarde lo vio todo. Tú me tuvisteis tal como me lo pedisteis en tu cayado. El sábado por la mañana se repitió la escena. Doña María lo observó todo. Tú me hicisteis tu mujer, de viernes a sábado, dos veces, una seguida de la otra, como tantas veces lo fui, hasta entonces, en nuestro mejor secreto de familia. Doña María había leído todos tus textos, también los míos. Pero fue, entonces, cuando los corroboró, en tu cayado, que entró en cólera. Se dio cuenta de que lo tuyo por mí no eran meros mensajes de texto.

El sábado al mediodía, sigilosamente doña María te preparó sigilo. Tú te comisteis todo el sigilo con el que te mató tu mujer. Sigilosamente, esa misma noche, doña María me recibió en su recámara. Con mucho sigilo, doña María tomó tu arma con su mano derecha y me la puso en la sien, y en silencio, al oído me dijo “mira canto hijo de la gran puta”, me metió siete tiros y me mató.

De la investigación surge que los investigadores investigaron que hasta ese momento yo era un hombre casado. También surge que tú y yo no nos podemos hablar ni testear desde entonces. Doña María sigue cuidando de doña Providencia todos los días y todas las noches le ruega a la santísima Providencia y le reza también a San José María que don José y su difunto marido no se vuelvan a encontrar.

Por su parte, los investigadores, sigilosamente concluyeron que tú habías muerto ese sábado de sigilo, y que doña María, en un ataque de celos, sigilosamente se había tomado, en un insaculo acto de defensa propia, la justicia en sus manos. Nada más pasó, no pasó nada más, desde entonces, entre tú y yo.

Wilkins Román Samot

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