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Niño Serrucho

jueves 14 de febrero de 2019
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Fray José beato de Santa Bárbara salía de soslayo a las callejas y pubes y oyó tocar a Niño Serrucho los temas relamidos de San Agustín y sus iluminarias. De denuncias y escarnios, mártires e inmigrantes. Y fray José beato de Santa Bárbara reía con su hoyuelo y se colgaba algunas poses de seductor junto al poyo de aquella vieja cocina de Ycoden el alto, recordándolo.

—¿Quién interpretaría a Simón de Cirenne y quién a Judas? ¿Quién iba a hacer de Verónica en aquella Pascua? —rumiaba.

La pequeña hermandad quedó hibernada en el tiempo físico de la pequeña cocina. Afuera, las ascuas de la tea estallaban en medio de la oscuridad en un fogón imprevisible.

Niño Serrucho la emprendió con el contrapunto del Rumblin’ and Tumblin’, y entraba en un sonido propio; Frank “el oreja” estaba alucinando aquella noche en la vieja tronja, que era una guarida musical del extrarradio.

Escribiría poemas sobre gordos reggaetoneros y romances en el paritorio del Amparo, inspirado en sus acordes. Ellos eran una isla aparte: la atmósfera, la música de las palabras que se agolpan y huyen cuando nos despedimos con florcillas blancas.

La vieja quería acorralar a fray José beato de Santa Bárbara en un descuido. Aprovechando quizás su antigua condición de tonelero.

Estaba fray José beato de Santa Bárbara procesado y encauzado en sendas demandas; y por llevar adelante clandestinamente una revista sacropornográfica; siendo aquellos mismos las estrellas principales y otras viejas glorias de diversos conventos y monasterios de la aquesta ysla. Habrían filmado en el Yukón, el Alaska, el baño al fondo en casa de la madre Maruquita “la petuda”. Donde asomaba de cuando en cuando un monje calvo peninsular, conocido de fray José beato de Santa Bárbara, y que cantaba en la trastienda: “Si vas a… Calatayud…”. En el Venecia y en la Perla del Caribe con sor Rosana la Dolores y la hermana Dominica, de bodas y vallenatos caracterizadas como en los tiempos de la colonia.

Niño Serrucho era el recambio generacional perfecto, el antídoto del tópico.

La congregación se había dispersado en la nocturna sordidez. La primavera trabajaba deprisa, y el niño crecía y crecía en creación, y la guitarra daba en el clavo delirante más y más.

Antes, eran adictos a las raleras de gofio y vino. Y a fray José beato de Santa Bárbara le daban un pelo los apodos, él interpretaba los sagrados versículos. Mientras, la mujer del tío lo celaba incestuosamente cuando le despachaba los garrafones para la sacristía.

La vieja quería acorralar a fray José beato de Santa Bárbara en un descuido. Aprovechando quizás su antigua condición de tonelero.

—El que arregla una barrica, bien podía arreglar sus calenturas —se dijo. Desabrocharle aquellos aros de hierro que la mantenían encastrada a la castidad y lejos del placer. Soltarse el moño de sus ansiosas carnes y viajar por parajes de juventud y holgazanería, solazándose como saco de altramuces en orillas desportillado.

Pero a fray José beato de Santa Bárbara no le bastaba saber cómo disfrutaba aquella pagana alma, quería hurgar en sus deseos íntimos y cavilar cada paso catártico de su erótico encendimiento. Entonces oró, sabedor del pasado de san Agustín en Cartago. Y era ese pasado de naos y callaos salvajes, de avistamientos avizorados desde el Peñón de Garachico, lo que le fascinaba. Su negocio había sido el de salazones y la fortaleza su almacén, compraba al tonelero los barriletes para los arenques y se hinchaba de rueda de carreta hasta el Camino del Agua, en Ycoden el alto, en el reparto. Eran tiempos de nieblas y brumas y cuentos de fantasmas que trasladarle a Niño Serrucho, para que paladeara los mitos de la isla enterrados bajo las raíces de dragos de mar. La frustración en cada destino le fue haciendo el hábito hasta la más compleja beatitud.

—Los tubos volcánicos hablan de isla a isla —dijo— y nosotros ponemos el oído.

Está próxima la partida de fray José beato de Santa Bárbara; en el pescante saluda el timonel. El silbo gomero apura las amarras, el lanchón se aparta del dique seco.

Son riesgos que hay que correr. Huir del oficio precario de los toneles, del pescado salado y de la vieja buscona, de la justicia y del escarnio de quienes no siguen su crudo verbo. Las aguas se vuelven a su oscuridad y sólo el petromax hachón de tea queda prendido. Afuera está el vapor a la espera del pasaje. Se intuye una gran sombra tras los brazos que reman siguiendo al divino maestro. Negro Marcelo bracea en mitad del metálico azabache de las aguas. Mar adentro.

Pasaban por su mente remembranzas de piratas y trapiches, de ron y mieles de palma. Oteando bajo el circular barranco, los guiños de traficantes de salazones del norte. Cuántas veces armó la canoa y bajó hasta la playa de Las Calaveras, para obtener el botín y lanzar la barca afuera. Tenía un traje térmico de época, confeccionado con sacos de henequén y tapas de corcho, como un nativo buscador de perlas.

Viviría como Diógenes, un poco estrecho, aunque los toneles de Ycoden dan para mucho.

Fray José beato de Santa Bárbara recogió la bolsa con las monedas y centenes para partir hacia Cuba aquella misma madrugada si fuera posible. A lo lejos el faro de Buenavista, la casa del Marqués de San Andrés, la guarida de Cabeza de Perro y el mítico océano que recorrer con unas pocas talegas de gofio y pétreos quesos curtidos en las alforjas. Sin embargo, la vieja logró, en la que iba a ser una cordial despedida, que fray José beato de Santa Bárbara se introdujese en el tonel para calafatearlo adecuadamente. Estuvieron un buen rato a pesar de las premuras y preparativos, él adentro y ella fuera. Le narraba detalles edulcorantes y le detallaba los motes de su infancia. Luego dijo que asomara un ojo por el orificio del tonel. Entonces fray José beato de Santa Bárbara, no daba crédito a aquellas fogosas montañas que la mujer sostenía trabajosamente y que amasaba como dulce masa de horneo. No supo a ciencia cierta si eran unas monumentales nalgas o los fornidos pechos que aun lozanos ansiaban el roce o la lujuria, como quiera que fuese y en su desesperación por allí la introdujo y así aferrado a los bordes altos del tonel apenas con la punta de los dedos, comenzó a serruchar aquellas carnes tolendas que se ofrecían tras el mágico y troquelado ojo, desbrozándolas. Ocupaba el ancho todo de la amura y por tal efecto tomó una inaudita dureza, de suerte que satisfecha de inmediato, y enrasada por los mismos bríos de su insatisfacción pretérita, hizo y abjuró de todo. Trajo del establo la banqueta de ordeño y así hasta la extenuación, acabó por llamar a una desvergonzada sobrina que aprovechó lo que pudo el fascinante hachón de la candela; desgreñándose y puesta de espaldas levantaba graciosamente sus faldas propinándose sublimes favores.

Mientras, la vieja oraba en su reclinatorio, arpía y devota y presta a repetir antes de colocar la tapa del tonel para que la esencia de fray José beato de Santa Bárbara, a quien creerían más temprano que tarde, en Santiago o en Sancti Spíritu, no se le escapase. Viviría como Diógenes, un poco estrecho, aunque los toneles de Ycoden dan para mucho. Ellas retirarían la pieza del grifo barraquero y le pasarían algunas viandas, raleras con vino de Malinowski y una hermosa tinaja de barro con aceite de hígado de bacalao que mantuviese el vigor de quien tan claramente sería Santo.

Roberto Cabrera
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