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Las muertes de tío Alberto

jueves 2 de julio de 2020
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Aquel domingo de abril decidí emplear la mañana en hacer otra visita al tío. Hacía ya dos semanas de su ingreso en el Clínico a consecuencia de un aneurisma en la aorta, que los médicos habían decidido atajar sin miramientos haciéndole pasar por el quirófano. Tío Alberto, hermano mayor de mi padre, rondaba por entonces los setenta y tres, y era la primera vez, al menos hasta donde yo tenía conocimiento, que su salud dejaba entrever algún signo del deterioro inevitable que acompaña al paso del tiempo. Lo cierto es que en la familia siempre había tenido fama de no enfermar nunca o, en todo caso, de hacerlo en forma tan leve y comedida que los demás no llegábamos siquiera a reparar en ello. Tal vez, esa circunstancia unida a su carácter reservado y a cierta excentricidad en el modo de ser y actuar hubiera contribuido no poco a formar en torno a él una aureola de persona un poquito particular, en palabras de mi padre. Pero fuera o no particular, yo le tenía un gran aprecio y ante la mirada aún ingenua de mis veintipocos años venia él a representar un claro ejemplo de hombre independiente, inclinado por naturaleza a entender las cosas según su propio criterio y reacio siempre a subirse al carro de las opiniones trilladas y las verdades a medias.

Al trasponer la entrada del Clínico y dirigirme a su planta pensé en lo duro de verse obligado a permanecer en aquel encierro mientras la primavera inundaba de luz el cielo de Madrid. Encontré al tío sentado en la cama, apoyada la cabeza sobre el brazo derecho y la mirada fija en un amplio ventanal que ocupaba el fondo de la habitación. Volvió la cabeza y sonrió al verme entrar; luego, después de los saludos de rigor y tras repetirle yo varias veces lo bien que le encontraba, me miró con aire burlón y dijo:

—Hombre, no exageres, he conocido momentos mejores.

—Venga, tío —respondí, dándole unas palmaditas en el hombro—, tú tienes cuerda para rato, de ésta seguro que no te mueres.

Empecé ya a sentirme un poco incómodo con esas repetidas alusiones a la muerte y como no sabía qué decir, opté por no decir nada.

Él se quedó pensativo y luego masculló:

—Ya, como si eso de morirse fuera una novedad…

Sonreí, confuso, y por quitarle importancia a la cosa empecé a decir algo sobre si le estaba permitido dar paseos fuera de la habitación. Antes de que pudiera terminar sonaron dos golpecitos y la puerta se abrió bruscamente, dejando paso a una enfermera que se acercó a nosotros hablando a voces:

—¡Hola, cariño! ¿Qué, cómo estamos hoy? Bien acompañado, por lo que veo. ¿Tu hijo?, ¿no? Ah… Un sobrino… ¡Vaya! Bien majo que es, ha salido al tío, ¿eh?

Luego fue hacia el gotero que estaba junto a la cama, agitó un poco el frasco y examinó la vía que el tío tenía pinchada en el brazo. Finalmente le tomó la temperatura:

—A ver cómo vamos… Treinta y siete cuatro. Bueno, menos que ayer, pero esas decimillas tienen que bajar, ¿vale? Pues nada, os dejo, chicos…

La enfermera salió del cuarto como una exhalación y él frunció el entrecejo.

—Estoy seguro de que actúa con la mejor intención del mundo pero me parece un poco fuera de lugar tanta familiaridad con los pacientes. Y no es la única en comportarse así, se ve que es una consigna que dan al personal en los hospitales…

—En los hospitales, en las tiendas, en los restaurantes y en todas partes. Son los tiempos, tío.

—Ya, ya, debe ser eso, está claro que yo pertenezco a otra época… Pero no sé qué me decías cuando ese torbellino ha hecho acto de presencia.

—Nada, que si no te cansas de estar aquí enclaustrado, ya tendrás ganas de verte otra vez en casa… Nos diste un buen susto cuando tuvieron que ingresarte, pero la cosa se ha quedado en eso.

—Ah, sí, y de ésta no me muero…

Empecé ya a sentirme un poco incómodo con esas repetidas alusiones a la muerte y como no sabía qué decir, opté por no decir nada y me acerqué a la ventana fingiendo interés por la vista que se divisaba desde allí. A lo lejos las cumbres aún nevadas del Guadarrama relucían al sol y en primer término algunos edificios de la Ciudad Universitaria destacaban entre manchas oscuras de arbolado.

—¡Vaya! Desde aquí se ve el Colegio Mayor San Pablo —dije—. Ese debió ser de los primeros en abrirse al acabar la guerra, ¿no?

Él parecía no escucharme. Permaneció un buen rato en silencio con la mirada fija en algún punto imposible de precisar y los labios apretados; tuve la sensación de que se había olvidado por completo de mí. Por fin, se frotó los ojos y miró en derredor suyo con inquietud, pero al comprobar que yo estaba junto a él su gesto crispado se distendió un poco, aunque pude notar que le temblaban las manos. Me senté al lado de la cama y traté de dominar el nerviosismo que me producía verle en ese estado.

—¿Estás mal, tío?, ¿quieres que avise a los médicos?

—No, no, ya pasó, sólo estaba recordando algo… Verás, hijo, hay cosas, cosas muy personales, de las que siempre me he resistido a hablar, no sé, tal vez por miedo a no ser entendido, a parecerle un bicho raro a los demás…

—Bueno, a lo mejor ha llegado el momento de que te decidas a hacer una excepción conmigo.

Me invadió un intenso vértigo y sólo mediante un gran esfuerzo fui capaz de mantenerme en pie.

—A lo mejor… De sobra sé que si hay alguien capaz de entenderme o al menos de escucharme con atención eres tú y, sin embargo… En fin, fue algo que me ocurrió cerca de aquí durante mi época de estudiante, allá por febrero de 1968. Recuerdo como si fuera ahora que era una mañana muy fría, a pesar de que el sol brillaba con fuerza en un cielo limpio de nubes, y yo volvía de la facultad. Al finalizar las clases era raro que cogiera el tranvía para regresar a Moncloa, prefería darme un buen paseo subiendo entre los pinos por la cuesta que conduce desde la Facultad de Medicina hasta las inmediaciones del Clínico, y de ahí bajaba luego hacia Argüelles. En aquellos días andaría yo rozando los veintiuno y, por decirlo de algún modo, me sentía como nave a la deriva. Había llegado a Madrid dos años antes con muchas ilusiones en la maleta, decidido a estudiar todo lo que hiciera falta con el fin de convertirme en un señor letrado. El encuentro con la gran ciudad, para alguien como yo que apenas se había movido hasta entonces del terruño, fue al principio como el despertar a una nueva vida llena de promesas. Todo aquí parecía posible, Madrid era como un gran crisol donde lo viejo se abría a nuevas formas, un lugar mágico por el que transitaban las gentes más dispares — artistas, aventureros, intelectuales—, con las que no era raro coincidir en los cafés de moda o en las conferencias del Ateneo. Me sentía en el centro del mundo, capaz de hacer realidad mis sueños, pero tiempo después, cuando cursaba ya el segundo año de derecho, aquel entusiasmo inicial empezó, no sé por qué, a enfriarse, y se fue adueñando de mí un malestar indefinido, algo así como un vacío interior que no lograba entender y me impedía centrarme en cosa alguna. Pasé varios meses en ese estado, hacía continuos esfuerzos para no dejarme vencer por la apatía y, a pesar de mi carácter introvertido, no podía decirse que llevara una vida solitaria; tenía amigos en la facultad y a veces íbamos al teatro —sobre todo cuando estrenaban alguna obra de autores como Ionesco o Beckett, que entonces nos parecían muy transgresores— o bien quedábamos en Princesa para tomar unas cañas y comentar lo que se decía por los pasillos de la facultad. En aquellos días tuve también una novia, estudiante de medicina; creo que en alguna ocasión llegó a participar en la edición de un periódico que circulaba por las aulas de forma clandestina y recuerdo que cuando nos poníamos a discutir de política, ella solía reprocharme lo que llamaba mi falta de compromiso. La universidad andaba muy revuelta por entonces, los movimientos de protesta iban en aumento y las fuerzas represoras del régimen actuaban sin ningún tipo de contemplaciones. Unas semanas atrás, al irrumpir los grises en una asamblea estudiantil multitudinaria que se estaba celebrando en la Facultad de Filosofía, uno de los asistentes había descolgado el crucifijo que presidía el aula, lanzándolo a continuación contra ellos. El escándalo que siguió fue mayúsculo, se efectuó gran número de detenciones y a muchos les costó ser apartados de la vida académica. Soplaban aires de cambio, pero muy a pesar mío yo lo veía todo como en una nebulosa y, aunque pretendiera convencerme de lo contrario, no podía evitar sentirme al margen de esa lucha.

Aquella mañana de febrero estaba yo peor que de costumbre, había pasado la noche agitado por una pesadilla de la que sólo podía recordar imágenes sueltas de un continuo ir y venir por un laberinto de callejas solitarias y llevaba casi dos horas en la biblioteca de la facultad sin conseguir concentrarme en unos apuntes que tenía frente a mí. Lo mejor era dejarlo por el momento, me dolía la cabeza y necesitaba respirar al aire libre, así que decidí volver caminando hacia Moncloa y emplear el resto del día en solucionar un par de asuntos pendientes. Salí de la facultad y eché a andar por la avenida central de la Ciudad Universitaria para coger el atajo que conduce al hospital. La noche había sido muy fría y el manto blanco de la escarcha cubría aún gran parte del Paraninfo y sus inmediaciones. La avenida estaba casi desierta, pero a la altura de los jardines próximos a la Facultad de Medicina podían verse pequeños grupos de estudiantes que se dirigían con parsimonia hacia la entrada principal del edificio o hacían cola en una parada, esperando la llegada del tranvía en resignado silencio. Sentía en el pecho una opresión creciente que no me dejaba respirar con normalidad, pero proseguí mi camino y empecé a subir entre los pinos hacia los altos del Clínico. Ya casi al final de la cuesta me pareció que el cielo adquiría por momentos una tonalidad extraña (la relacioné vagamente con la oscilación rítmica de un resplandor púrpura). Miré hacia lo alto: sobre mí el sol brillaba con intensidad entre el ramaje pero era como si su luz se perdiera en la negrura de un abismo sin fin. Me invadió un intenso vértigo y sólo mediante un gran esfuerzo fui capaz de mantenerme en pie. Volví la vista atrás obedeciendo a un súbito impulso: allí abajo, el campus de la universidad con sus edificios rectangulares de ladrillo rojo parecía dormitar en una quietud apenas turbada por algún eco distante y, más allá, el verdor de las colinas que se extienden al norte de Madrid se fundía en la distancia con una neblina que ocultaba el horizonte. Cuántas veces no habría contemplado aquel panorama en mis idas y venidas a la facultad y, sin embargo, jamás olvidaré la impresión que me produjo entonces; la fisionomía del paisaje seguía siendo reconocible, pero lo que ahora estaba ante mí era por completo ajeno a la realidad que me resultaba familiar, se deslizaba sobre ella usurpando su apariencia, acababa de nacer en aquel instante y, sin embargo, existía fuera del tiempo. Intenté con todas mis fuerzas distanciarme de aquello, darle alguna forma capaz de mitigar el estupor que su presencia me producía, pero era un esfuerzo vano y al comprender mi impotencia me vino a la mente esa inscripción terrible que Dante imaginó clavada en las puertas del mismo infierno: Vosotros que aquí entráis abandonad toda esperanza… A duras penas había llegado a la arboleda que se extiende frente al hospital. Me dejé caer en un banco del paseo, tenía el cuerpo agarrotado y apenas notaba las manos, estaban frías, heladas. Las miré con sorpresa, rozándose torpemente, buscando cada una refugio en la otra como si las guiara un impulso propio… Cerré los ojos; el mundo había perdido cualquier significado y yo con él, todo era parte de la misma existencia innecesaria, monstruosa, cualquier esfuerzo por negarlo resultaba tan grotesco como la obstinación de una mosca que se golpea una y otra vez con el cristal invisible interpuesto en su camino. No sabría decir cuánto tiempo estuve en ese estado, sólo recuerdo que al cabo me levanté del banco y seguí andando de forma mecánica, sin una intención concreta. Había algunas personas en el paseo y reparé en una mujer joven, atractiva, con un abrigo azul muy ceñido a la cintura que se acercaba, andando con paso decidido. Al pasar junto a mí me miró de soslayo y se retiró con gesto coqueta un mechón rubio que le caía sobre la frente. Algo más atrás venían dos hombres embutidos en batas blancas —médicos del hospital, supuse— paseando bajo los árboles. El más alto, un tipo fornido de calva reluciente, hablaba gesticulando mucho; su acompañante asentía con la cabeza mientras daba caladas a una pipa. Cuando me crucé con ellos pude escuchar parte de lo que el primero le iba diciendo al otro: “…En cuanto me pasen el informe lo firmamos y se lo llevas… Sí, sí, mejor tú, y a ver qué cara pone… Claro, pero ya va siendo hora de que se entere, ¿no?…”. Apreté el paso para alejarme de ellos, no soportaba seguir allí por más tiempo. Una ambulancia pasó muy cerca y se detuvo frente a la entrada principal del hospital. El lugar estaba concurrido, la gente iba de aquí para allá; viejos y jóvenes, serios o risueños, aquél saliendo con muchas prisas de un taxi, ese otro caminando con dificultad cogido del brazo de un familiar, pero todos con un propósito definido, unos y otros enfrascados en sus afanes. Yo me veía como un ser extraño sin ninguna relación con ellos; pensé en los compañeros, los amigos, la familia…

Es casi imposible imaginar el espanto de sentir que el mundo, nuestra propia vida, aquello que somos o creemos ser, es algo tan insustancial como el vapor que empaña la superficie de un espejo.

El tío quedó en silencio. Parecía agotado y lamenté haberle animado a confiarse a mí de esa forma. Pero tras una breve pausa se incorporó un poco y continuó hablando en un susurro:

—Ninguno habría podido ayudarme… Aquella soledad, ¿no era la muerte?

Al oírle hablar así no pude evitar un gesto de impaciencia.

—Sí, la muerte —añadió, elevando el tono de voz—, y no en un sentido figurado, ¿eh?, no se trata de una hipérbole: la muerte misma.

Le observé con tristeza; me costaba reconocer en él al hombre cabal, inteligente, a quien yo tanto admiraba. Tal vez, aquella estancia forzosa en el hospital tras someterse a una operación complicada había alterado de algún modo su equilibrio mental; tampoco sería tan raro en alguien que ya no cumplía los setenta… Sin embargo, para mi sorpresa tío Alberto pareció recuperar en un instante toda su energía, me dio una palmada cariñosa en el brazo y, como si adivinara mis pensamientos, dijo:

—Deja de preocuparte, te aseguro que me hace bien hablar contigo y eso aunque lo que digo pueda parecerte una locura.

—Bueno, tío, no voy a negar que me sorprende…

—Ya, ¡qué vas a decir! Para quien no haya pasado por algo similar a lo que acabas de escuchar, es casi imposible imaginar el espanto de sentir que el mundo, nuestra propia vida, aquello que somos o creemos ser, es algo tan insustancial como el vapor que empaña la superficie de un espejo.

—Puedo entender que una experiencia como esa pueda ser algo terrible —dije yo—, pero el hecho cierto es que aquello pasó, te recuperaste, no sé si antes o después, pero fuiste capaz de superarlo, ¿por qué hablar entonces de muerte?

—Querido sobrino, después de aquello no puede en rigor decirse que yo siguiera siendo quien había sido hasta entonces. Otra vez tuerces el gesto, te parece que sólo es una forma de hablar, ¿verdad? Bueno, yo mismo no entendí entonces su significado, sólo era consciente de que algo inexplicable me había golpeado con una fuerza inaudita. Con todo, podría decirse que con el correr del tiempo llegué a recuperar una cierta normalidad; acabé los estudios de derecho y empecé a trabajar en un despacho de abogados. No sentía un especial interés por lo que hacía pero había allí un buen ambiente, el personal era amable, los jefes parecían estar satisfechos conmigo y eso me ayudó a no dejarme vencer por mi tendencia al aislamiento. Alguna vez llegué incluso a pensar que después de todo no había nada en mí que me hiciera diferente de los demás, pero seguía sintiendo la vida como una corriente oscura que si continuaba su curso era por pura inercia, sin rumbo ni fundamento. Pasé años obsesionado con descifrar aquella realidad innombrable cuyo recuerdo se había grabado en mí como un estigma. En el tiempo que me dejaba el trabajo apenas hacía otra cosa que leer, leía libros y más libros con la secreta esperanza de encontrar alguna respuesta entre sus páginas. Por mis manos pasaron relatos de Chesterton y Borges, novelas de Malraux, Sartre, Hesse, y hasta algunas obras de místicos… Un día, estando en París durante unas vacaciones, iba paseando por las inmediaciones del jardín des Tuileries cuando pasé por azar frente a la conocida librería Smith and Son. Me detuve a mirar las obras expuestas en el escaparate y, no sé bien por qué, llamó enseguida mi atención un librito casi oculto en una esquina, de título Freedom from the Known, es decir Liberarse de lo conocido, escrito por un tal Jiddu Krishnamurti. Entré en la tienda y tras pedir el libro le eché un rápido vistazo; en sus apenas ciento veinticinco páginas se hablaba de la naturaleza humana, del dolor y el placer, del tiempo, el amor, la muerte… Desde luego no tenía el formato habitual de un ensayo filosófico y menos aún de una obra divulgativa adscrita a tal o cual doctrina… “Bueno”, me dije, “por los ocho francos que cuesta no voy a quedarme con las ganas de leerlo”. De modo que lo compré y proseguí mi paseo en dirección a Chatelet, donde había quedado a comer con unos amigos. Aquella mañana me sentía casi reconciliado con la vida, el mes de junio llegaba a su término y en las calles se respiraba ya ese ambiente alegre y despreocupado que se adueña de París con la llegada del verano. Poco después, mientras aún seguía en la ciudad, decidí un buen día coger algún tren que me llevara a Reims; hacía tiempo que quería ir allí y ver su famosa catedral, así que sin pensármelo dos veces me presenté a primera hora de la mañana en la Gare du Nord. El próximo tren no salía hasta cerca de las diez y pensé que lo mejor era buscar un sitio en la estación para desayunar con tranquilidad hasta que se hiciera la hora; además, mientras daba cuenta de un café y unos croissants podía echar otro vistazo al libro de Krishnamurti, que había cogido al salir del hotel con la intención de empezar a leerlo durante el viaje. Tal como ya me había parecido cuando lo descubrí aquel día en Smith and Son, el libro no se dejaba clasificar fácilmente; llamaba la atención sobre todo su estilo, directo y vibrante, como de alguien que reflexionara sobre sus propias vivencias al margen de cualquier posición ideológica. Fui saltando de un capítulo a otro, leyendo aquí, volviendo atrás… A medida que recorría sus páginas se iba desplegando ante mí un modo de entender la realidad sin relación alguna con nada de lo que yo hubiera sido capaz de imaginar hasta ese momento. Para aquel autor, de quien yo jamás había oído hablar, liberarse de lo conocido parecía equivaler a terminar con la tiranía del pensamiento y descubrir un sentido insospechado de la vida.

Sólo muriendo podemos descubrir, entender la muerte… Y acaso, empezar realmente a vivir.

En fin, enfrascado en la lectura como estaba, perdí la noción del tiempo; cuando quise darme cuenta eran más de las once y hacía mucho que mi tren se había ido. Así que, por el momento, Reims y su afamada catedral se iban a tener que arreglar sin mí… Pedí otro café y volví al libro. Fue entonces cuando, casi al final de un capítulo sobre el tiempo y la muerte, leí algo que me sacudió como una descarga: To find out actually what takes place when you die you must die.1

Mi tío quedó pensativo y por respeto a él me aguanté las ganas de decir alguna chanza a propósito de aquella sentencia tan lapidaria. Él me observó un momento con mirada perspicaz y dijo:

—Parece cosa de broma, ¿eh?, pero al reflexionar entonces en esas palabras sentí como si de repente alguien hubiera encendido la luz en una habitación que llevaba mucho tiempo a oscuras… Ahí estaba dicho todo: sólo muriendo podemos descubrir, entender la muerte… Y acaso, empezar realmente a vivir.

—Perdona, tío, pero eso es un contrasentido, a menos que te refieras a una vida de ultratumba…

—Como tú sabes, me interesan muy poco las cuestiones de ultratumba. Pienso que no nos concierne el más allá sino el más acá, lo que está ahí, frente a nosotros aunque tan rara vez lo veamos. Eso que a ti te parece un contrasentido es la clave que a mí me faltaba, lo que no había alcanzado a comprender cuando años atrás pasé por aquella experiencia de pesadilla. Entonces me encontré por vez primera con la muerte pero no fui capaz de desvelar su secreto.

—Pues no entiendo nada…

—Vayamos paso a paso, ¿qué es lo que se entiende por muerte?, pues, claro está, el fin de la vida orgánica, el cese definitivo de toda actividad cerebral, ¿no?… Bien, pero si nos contentamos con esa definición, ¿no se nos queda algo fundamental en el tintero?

—La verdad, no sabría decirlo.

—Dicho de otro modo: sólo hablamos de muerte cuando el organismo deja de existir como un todo armónico, es decir que pensamos en ella como lo contrario de la vida y nada es menos cierto: muerte y vida son dos caras de lo mismo.

—No sé, tío, eso me suena a recurso poético…

—¡Estupendo! Seguro que un poco de poesía no nos estorba si pretendemos penetrar en el significado de una cuestión de ese calibre. Pero ante todo hay que atreverse a bucear en lo profundo de las cosas, aunque ello suponga salirse de las ideas al uso, de la tradición, de las creencias. ¿Tiene sentido pretender averiguar qué es la muerte sin aclarar primero qué entendemos por vivir? A nadie le cabe la menor duda de que su vida ha de terminar en algún momento y esa certeza nos atemoriza, ¿verdad?, no queremos pensar en la muerte aunque sepamos desde niños que todo lo vivo se transforma, decae y desaparece antes o después. A menudo la vida nos pesa, la sentimos como un problema, una sucesión inacabable de preocupaciones y conflictos. Ni siquiera cuando las cosas parecen irnos bien llegamos a estar de verdad tranquilos, quién sabe lo que puede pasar mañana, basta muy poco —cualquier hecho fortuito que escapa a nuestro control, tal vez una simple llamada telefónica— para que todo se venga abajo en un instante… Y si vivir es eso, ¿tiene sentido temer su final?, ¿podría alguien desear el castigo de que algo así se prolongue durante toda una eternidad?

—Pero al decir eso pareces olvidar a quienes creen que les espera una vida mejor más allá de la muerte…

—Ya hemos vuelto a topar con el más allá. Quienes creen, dices… ¿Creen o necesitan creer para alejar de sí ese espectro amenazador que nos persigue desde el nacimiento? Fíjate bien en esto: creyentes o no, todos buscamos seguridad, querríamos que alguien, no sé quién, alguien que estuviera muy por encima de nosotros, alguna autoridad suprema, nos diera una respuesta definitiva, poder tener por fin la certeza de que el alma es eterna o, quizá, de que la ciencia llegará en un día no lejano a desentrañar el gran misterio y descubrir la forma de acabar por fin con eso tan tremendo a lo que llamamos muerte. Sea como fuere, no logramos dejar de pensar en ella, de preguntarnos si será el fin absoluto o si habrá algo después… Ahora bien, ¿no te parece extraordinario que nunca preguntemos por la vida?, ¿tan claro tenemos lo que vivir es? Me parece a mí que si tememos tanto a la muerte es porque no entendemos la vida.

Cuando uno no teme adentrarse en ese silencio extraordinario que sólo llega cuando lo viejo y gastado terminan, la muerte es, ella misma, vida, creación.

—Bueno, tío, reconozco que es un punto de vista ingenioso…

—Si no fuera más que eso nos serviría de bien poco. Uno puede derrochar ingenio, tener grandes ideas o, tal vez, hacer suyas las que otros tuvieron antes y aun así seguir en el mismo punto donde estaba. Yo creo que en el fondo la cuestión es bastante simple: el miedo forma parte de nosotros, nos angustia poder llegar a perder lo que tenemos, lo que somos, el entramado que hemos ido construyendo con tanto esfuerzo —posición, reconocimiento, familia, sentido de nuestra propia valía personal—, y eso nos parece la cosa más natural, a todo el mundo le pasa, ¿no? Al final nuestra vida se convierte en una búsqueda interminable de seguridad y por eso no sabemos qué hacer con la muerte.

—Ya, tal vez sea así, pero el hecho cierto sigue siendo que la vida llega antes o después a su fin, termina en la muerte.

—Bien, ese es un hecho innegable…

—¿Entonces?

—Es un hecho innegable, pero no tendría por qué ser un problema.

—¿Cómo que no? ¡Nadie quiere morirse!

—Y, sin embargo, cada vez que uno muere a todo lo que conoce, a los principios propios de su cultura, a sus creencias, a sus ideales, a tantas cosas a las que nos aferramos para acallar la angustia de quedarnos solos ante una realidad que no sabemos nombrar, cuando uno no teme adentrarse en ese silencio extraordinario que sólo llega cuando lo viejo y gastado terminan, la muerte es, ella misma, vida, creación.

—Pero tío, tú juegas con los conceptos, llamas muerte a algo que sería más bien transformación, expansión de la mente o, no sé…

—¿Liberación, despertar?

—Qué sé yo, quizá…

—Quizá…

Los dos nos quedamos en silencio. En la lejanía se escuchó la sirena de una ambulancia que se aproximaba con rapidez; pasó muy cerca y enseguida el sonido comenzó a debilitarse hasta desaparecer. El tío parecía ensimismado otra vez en sus pensamientos y decidí que era el momento de despedirme de él y dejarle descansar. Además, no me importa reconocer que me sentía un poco confundido después de una charla como aquella. ¿Qué pensar de esas vivencias suyas y, sobre todo, de su forma de argumentar sobre la vida y la muerte? Tal vez se tratara sobre todo de las divagaciones propias de un hombre solitario que siempre había tendido a refugiarse en su mundo interior, o tal vez era algo más… En fin, nunca lo iba a saber con certeza.

Eché un vistazo a mi reloj, pasaban de las doce y media, casi la hora del aperitivo. Me hacía falta estirar un poco las piernas, podía bajar hacia Rosales atravesando el parque del Oeste y buscar luego alguna terracita donde sentarme bajo los castaños acompañado por una buena jarra de cerveza, sin otro plan que disfrutar de aquel luminoso día primaveral…

Carlos Montuenga
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Notas

  1. Con el fin de descubrir lo que en realidad acontece al morir es preciso morirse.
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