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Él

jueves 13 de agosto de 2020
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No acostumbro a usar el Metro, el transporte subterráneo que me provoca cierto estado de claustrofobia, pero en víspera de Nochebuena y con el tiempo lluvioso, subir a un taxi era una hazaña imposible. Miré la hora en mi reloj. Era tarde y ya quería estar en casa. Haciendo a un lado mi resistencia, bajé las escaleras y, después de un oleaje de empujones y dos trenes, pude entrar al vagón. Por supuesto, ni pensar en sentarme. No me quedó otra cosa que respirar los vahos de los trajes húmedos y los humores corporales. Alcé la cabeza, cual periscopio de submarino, para aspirar (ilusa yo) un poco más de aire. Entonces, lo vi.

Ya no era el vagón, sino la noche eterna a su lado, esa que no sucumbiría a los avatares del destino.

Un hombre tenía sus ojos fijos en mí. Sin embargo, giré la cabeza a ambos lados para comprobar si, en efecto, era a mí, y no a otra persona, a quien sonreía. No estaba equivocada. Me hice la desentendida pero, al rato, me di cuenta de su insistencia. Fruncí el entrecejo; a esas alturas de mi vida yo no iba a caer en un absurdo coqueteo. ¿Y si era alguien conocido? ¿De dónde, de dónde? Paró el tren y muchas personas bajaron en la estación. Eso me permitió detallarlo.

Nos sentamos frente a frente. Vestía bien, con los privilegios del éxito económico. De las mangas del abrigo sobresalían unas manos cuidadas. Cabellera y barba casi blancas, obra de un buen estilista. Me extrañó que ese hombre, tan elegante, ajeno al pasajero habitual, usara ese medio de transporte. Quizás le había sucedido lo que a mí. Seguía sonriendo. Yo decidí hacer lo mismo, con la distancia que requería el caso. No encontraba nada familiar en su rostro hasta que, entre los pliegues de la edad, pude rescatar la profundidad familiar de su mirada. Lo supe. Bajé la mía para darle a entender que yo no lo recordaba.

—¡Eres tú! —pude decirle; la culpa me abrumó.

Ingresé a una galería de imágenes: las clases en la universidad, las fiestas, los paseos por el parque. Las canciones, los poemas. Salvar el mundo, las protestas. Los besos, las caricias y siempre él. Ya no era el vagón, sino la noche eterna a su lado, esa que no sucumbiría a los avatares del destino, que no es otra cosa que el cuenco de nuestras propias decisiones:

Busco la luna y no está en el cielo; recorre sin premura las líneas de tu cuerpo. Mi piel siente celos porque no es ella la que te descubre y moja los montes que resguardan tus deseos. No sé si soy yo u otra persona la que te contempla y permite que el rocío y los grillos se lleven los temores. Tu cuerpo sobre el mío aplasta mis prejuicios, y yo descifro con mis dedos sobre tu espalda el significado de nuevos versos. Entre caricias y promesas, nos dejamos ir con la corriente… Desfallece el vientre, se escapa el alma, y yo respiro la fragancia de una noche que se esfuma.

Buscas en mis ojos lo mismo que yo busco en la profundidad de los tuyos. Nos damos cuenta de que, en ese instante, los dos soñamos el mismo sueño. Levanto el velo y dibujo sobre tu pecho los matices de futuras mañanas nuestras. Se levanta el sol, se enciende el deseo, y consigue que el tuyo y el mío se conviertan de nuevo en un solo cuerpo. Siento el dulce dolor de la virginidad deshecha, siento que la existencia trae ahora un nuevo sentido. Mis manos, orfebre novel, te moldean con libertad, y yo me rindo a las tuyas entre profundos suspiros. “Somos aves de un mismo cielo”, pienso. En el silencio juras: “Te amaré por siempre”. Yo: “Por siempre, seguiré contigo”. Busco tus labios convencida de la certeza de nuestros juramentos, sin imaginar que nuestro sueño descansa sobre un almohadón de lejanas estrellas.

Yo intuía que él deseaba hablarme. Yo no. ¿Para qué? ¿Para enterarnos de cómo nos había ido?

Volví al vagón, con el peso de mi juramento roto. Era yo muy joven y me había dejado arrastrar por mis propias aspiraciones, hacia otros lares. “¿Cuándo volverás?”. “No lo sé”. Quiso ir tras de mí, no lo dejé. Yo necesitaba mi propio espacio y mi propio tiempo. Mis cartas y mis llamadas se fueron alejando, hasta que él comprendió que, a pesar del amor y las promesas hechas, no volveríamos a vernos…

Después de tantos años, regresé y, ahora, me encontraba frente a él. Yo intuía que él deseaba hablarme. Yo no. ¿Para qué? ¿Para enterarnos de cómo nos había ido? A simple vista, le había ido muy bien. No era necesario que yo le contara sobre mí. ¿Mentiras? No se las merecía. Llegamos a otra estación. A través del reflejo de la ventana, lo vi salir, ya sin la sonrisa. En el andén, levantó una mano, a modo de despedida. Yo también. Lo dejé ir sin que supiera lo que había sido mi vida sin él.

Olga Cortez Barbera
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