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Primer capítulo de A la hora del cénit: María Elizabeth, de Manuel Lasso

jueves 21 de enero de 2021
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A las 5:00 am, por órdenes del simplista general Baquedano, la armada chilena, compuesta por el blindado Cochrane, el Blanco Encalada, el O’Higgins y la cañonera Pilcomayo, al mando del almirante José Galvarino Riveros Cárdenas, el que concibió el modo de rodear y asesinar al almirante Miguel Grau en Angamos, se ubicó frente al Salto del Fraile y bombardeó la villa de Chorrillos. Este acto fue cometido como venganza por el hundimiento de la goleta Covadonga, asignada a la escuadra chilena, frente a Chancay, unos meses antes. Los cañonazos disparados desde 3.500 metros de distancia de la costa destrozaron, una por una, sin haber justificación alguna y simplemente por seguir de modo personal las reglas del juego de la guerra, las hermosas casas veraniegas y los hoteles del balneario. Con gran estruendo los disparos destruyeron los techos y el frontis de las viviendas, haciéndolas volar en pedazos. Luego descargaron contra la siguiente casa, como si estuviesen disparando contra unos temblorosos patitos de feria en un juego de tiro al blanco. De este modo despertaron a todos los civiles, quienes en la oscuridad, todavía adormilados, pensaron que el ruido infernal que se escuchaba se debía a algún cataclismo que no cesaba. El interior de las casas y las calles quedaron llenos de bloques de cemento, polvo, adobes y trozos de madera que caían sobre los muebles. Pronto se dieron cuenta de que se trataba de un bombardeo y los ocupantes tuvieron que salir aterrados, a toda prisa, envueltos en mantas y frazadas, porque los techos les caían encima junto con la tierra y los desperdicios, en busca de algún lugar donde pudiesen refugiarse, tiritando de frío y de miedo. Los habitantes de Chorrillos aparecieron por las calles, desesperados y llorosos, en medio de las tinieblas, y vieron las casas destrozadas iluminadas intermitentemente por las explosiones y los disparos. Los que evacuaban tuvieron que caminar sobre los bloques desprendidos y sobre las vigas caídas. Algunos quedaron atrapados dentro de los escombros. Observando las grandes llamaradas que ascendían de los techos de las casas caminaron como pudieron cargando sus pertenencias más valiosas, joyas, alcancías con dinero, retratos de familiares hechos por el fotógrafo francés Eugenio Courret, documentos de compra y venta e instrumentos de trabajo. En medio de las explosiones que destrozaban las paredes y los techos con gran estrépito, un anciano de barba gris salió de su residencia en ruinas con dos loros blancos de enormes crestas que hacían esfuerzos por mantenerse aferrados a sus hombros, a quienes llamaba Oskar y Otto y que intermitentemente repetían como en una letanía las siguientes palabras: “¡Chileno ladrón! ¡Chileno asesino! ¡Chileno criminal!”. Otro residente emergió cargando en brazos a un enorme perro rottweiler de abundante pelaje pardo con nariz negra y húmeda, que le lamía la mano fugazmente cada vez que él la pasaba cerca de su hocico. Un médico partero, diplomado por la Universidad de Leipzig, apareció desorientado y somnoliento, con una gorra de dormir en la cabeza y los espejuelos puestos, sosteniendo un espéculo vaginal. Detrás de él apareció su vecino, un viejo ingeniero, semidormido, dando largos bostezos y deslizando de un lado al otro el cursor de su regla de cálculo. En corto tiempo se vieron por todos lados explosiones, caballos muertos, cadáveres, casas y techos venidos abajo. Se percibió el intenso olor del humo y de la pólvora. En las calles los civiles que escapaban hacia Miraflores también fueron bombardeados por la artillería enemiga incluyendo a las mujeres y los niños. Por todos lados se sentía el calor de los incendios. El humo de los cañonazos que pasaba por delante de ellos no les permitía ver por dónde tenían que avanzar. Con otro tiro se vio volar sin piernas el cuerpo de un civil en pijamas; igualmente varios niños con sus madres quedaron tendidos en el descampado completamente inmóviles. Un caballo desbocado, sin jinete, pasó cerca de ellos relinchando constantemente y se alejó con dirección a Barranco.

Algunos soldados chilenos llegaron a Chorrillos cargando gallinas blancas, botellas de pisco y vino de Chacra Colorada, salmón en latas de conservas que devoraron luego de destaparlas con un abrelatas comprado en Valparaíso. Algunos de los soldados traían en alto, atravesados en sus bayonetas, los quepis blancos con cubrenucas de los peruanos muertos. Uno traía en alto el quepí de paño colorado de un teniente coronel peruano fallecido en San Juan. El humo se elevaba muy alto y empezó a cundir el desorden y el horror. Por su parte, el comandante Baldomero Doublé Almeida, quien acababa de avasallar el morro Solar con sus tropas, sin dejar sobrevivientes, recibió la orden de atacar Chorrillos, en nombre de la grandeza de Chile, tras haber sido bombardeado por José Galvarino Riveros Cárdenas hasta quedar convertido en escombros. Tuvieron que avanzar a pesar del fuego de los cañones peruanos que también les disparaban desde la batería Mártir Olaya.

Manuel Lasso
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