La mujer, sin importarle la hora, se acomoda el abrigo y sale de la casa. El claror nocturno es amigable, le infunde aires de confidencias. La avenida es un reptil que se desliza entre el murmullo de los árboles. El desierto reinante no es mayor al vacío que le ocupa el alma. Sabe que está viva porque respira y siente el frío de la madrugada. En las esquinas acecha el peligro, la delincuencia no duerme. A ella le da igual. Sus pensamientos no se esfuerzan por buscar la razón de su osadía. Es noche de luna llena; la busca a través del follaje y no la encuentra. Quizás se esconda detrás de los edificios.
Un poco más adelante, la luz de un farol pinta reflejos sobre las hojas de un samán y recrea la atmósfera para un cuento sobre duendes. La idea logra arrancarle una sonrisa, que se disipa al observar a unos indigentes, y a su noble jauría, parados al pie del árbol. La mujer se acerca y ve que en el suelo yace una figura sucia, descuidada. Siente el impulso de ayudar; se inclina y, entre las sombras, no tarda en reconocerla. “¡Es Matilda!”, piensa. Se arrodilla y la toma entre sus brazos. Aunque el cuerpo despide algo de calor, comprende que se le ha escapado la vida.
—¡¿Cómo es posible esto?! —exclama.
Le azota la angustia el corazón, con la misma fuerza que sintió cuando Matilda se fue, hace mucho tiempo, dejándola varada en la borrasca del desconsuelo. El grito resquebraja el silencio, pide auxilio.
La mujer no era joven cuando la vio por primera vez. Asidua visitante del Mercado de las Flores prefería, más que el dinero, gastar las horas revisando orquídeas y camelias. Era la forma de escapar del aislamiento y el hastío que embargaban su existencia. Una mañana, justo en el momento de regresar a casa, tropezó con la criatura más hermosa que hubiera visto. La mujer experimentó una atracción inusitada frente a los ojazos, la estampa y el andar acompasado que provocaba lisonjas a su paso. No podía dejar de observarla. Tal vez, el magnetismo de su mirada atrajo la atención de la andante. Ambas, designio o destino, intuyeron que debían unirse para continuar el camino. A los pocos días, Matilda destrozaba, con una vitalidad casi infantil, la existencia eremita de una mujer aquejada por la ausencia de los sentimientos nobles.
La mujer mira a su alrededor y se da cuenta de que nadie la acompaña. ¿En qué momento la dejaron los indigentes?
La casa se llenó de cantos y de flores, cosas que se fueron alejando a la par de sus años juveniles. Las dos se hicieron inseparables. No obstante, era notorio lo profundo que la mujer amaba y la facilidad con que Matilda se dejaba amar. Los vecinos criticaban, en las calles y a puertas cerradas, la entrega incondicional de alguien que no tenía reparos en mostrar sus afectos por doquier, la insensatez impulsada por una existencia sin colores. Acostumbrados a la opacidad de la mujer, no eran capaces de entender que Matilda era el cuenco que contenía todo lo que la vecina, en el ocaso de su alma, anhelaba.
Con su presencia, Matilda derrumbaba los barrotes de la soledad que le habían impuesto los amores desventurados de la juventud. A la vez, las actitudes alocadas y caprichosas despertaban los instintos maternales, secuestrados en la aridez del vientre infecundo. Todo se lo permitía porque pensaba que, de esa manera, le proveía felicidad. No tuvo más propósito, desde entonces, que dedicarse a ella: “Mira lo que te compré”, “Te prepararé algo delicioso”, “¿A dónde te gustaría ir?”. A veces, Matilda la dejaba con la palabra en la boca, sin preocuparle si la lastimaba con su comportamiento. Con delicada fortaleza, la mujer le decía que su actitud no era correcta. Luego, la abrazaba y la cubría de besos. Cada noche, antes de dormir, le susurraba:
—Matilda, ¡no sabes cuánto te quiero!
No se imaginaba el resto de la existencia sin ella. Por eso, cuando se fue, la vida perdió de nuevo su sentido.
La mujer mira a su alrededor y se da cuenta de que nadie la acompaña. ¿En qué momento la dejaron los indigentes? Vuelve a poner su atención en Matilda y le pide que reaccione, que se levante y regrese a casa. Le dice que no soportará otra despedida, como la de aquella mañana, cuando al tratar de despertarla… Sacude la cabeza y se pregunta qué pasa. ¿Acaso no la había abandonado tras una penosa enfermedad? “¡No se puede morir dos veces!”, exclama en voz baja. Asustada, cierra los ojos, tratando de escapar de ese suplicio. Cuando los abre, la luna entra por la ventana de su habitación. Suspira. Es un alivio comprender que ha sufrido una pesadilla.
Entre las sombras, siente el deseo de acariciarla, pero las manos sólo palpan el cuerpo de la ausencia. Le invade la nostalgia y acude a los recuerdos. Allá está ella, su Matilda, en el Mercado de las Flores, donde la vio por primera vez, caminando por los pasillos, recibiendo los piropos que arrancaba con su nobleza y su gracioso andar. Matilda, la de los ojazos tristes, la perrita sin dueño que llegó para bordar un arcoíris en el lienzo de la soledad.
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