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Donde habita la soledad

jueves 18 de marzo de 2021
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Aquella mañana descubrí que es posible escuchar el susurro de los muertos. Los murmullos, sembrando de sosiego los cementerios. En esa quietud como de trenes abandonados. La espera y la larga vigilia de quienes viajan y aguardan en los andenes. Nunca te percataste, aunque estuvieran ahí, como los relojes o el tiempo, de que sus voces te reclamaban y reconocían tu nombre. Te implicabas en otras tareas, en esos asuntos cotidianos que requieren de la rutina. Y en esas andabas, complicándote a veces la existencia. Aferrándote a una tabla salvavidas, en medio de un mar cada vez más taciturno. Te sentabas en la mesa de la cocina y pasabas las páginas de una agenda cuyos números de teléfono ibas tachando, a medida que tus seres queridos se ausentaban de la vida. Cuando sólo figuró uno de ellos, te asustaste y comprendiste que ya no quedaban motivos para celebrar nada. Próximo el fin de año, te estabas quedando solo.

Eleuterio te miró y dejó caer la pistola sobre el muslo. Supiste captar aquel gesto. Vuestra amistad surgió a raíz de dos disparos que nunca se produjeron.

En un principio, la vida semeja una tragedia. Te sientes huérfano, malhumorado; reniegas de la fe y del pálpito que abriga toda esperanza. Y aunque pasas cerca, renuncias a entrar en la casa de Dios. Alguna vez hablaste con él. Llegaste a confesarle aquellos recuerdos que habitaban tus miedos y el fracaso. Ni tu mujer, ni tus hijos, ni los amigos lo supieron nunca. Ni lo sabrán ya, después de que enterrases en el olvido la voluntad a perdonarte. Una consecuencia por haber vivido envuelto entre la niebla y la razón del humo. Esos percances que tratamos de evitar y, sin embargo, nos sorprenden en plena huida, camino abajo. Allí donde las personas se mezclaban en un mercado al aire libre, para confundirnos con ellas. Porque hay aspectos en la vida que permanecen como un tatuaje. Anclados a la memoria y a la piel eternamente. Aquello que no pudiste evitar en tiempo de guerra, te persigue mortal en tiempos de paz. Viene a recordártelo el único amigo que te queda vivo, enfermo, ingresado en un hospital al que acudes a visitarle cada semana.

Os conocisteis allí, al final de la contienda. Cuando todo estaba perdido y el Ebro se interponía entre vosotros y la orilla donde os aguardaba el ejército enemigo. Os quedasteis solos. Apoyados en un muro de piedra, fatigados, pronunciasteis vuestros nombres. A vuestro alrededor yacían los soldados de ambos bandos. Eleuterio te propuso rematar a uno de los hombres que agonizaba. Le dijiste que no lo hiciera. El sonido del disparo podría delatar vuestra presencia. El soldado mal herido tardó más de una hora en morir. Durante ese tiempo os mantuvisteis inmóviles, procurando no escuchar sus lamentos y sus quejas. Apenas perceptibles y sin embargo atronadoras para vuestros oídos. Te venció el miedo y el deseo de vivir. Por encima de todo, aunque luego te arrepintieras. Pero no lo sabías, ignorabas que existen cargas que ningún hombre puede soportar. Eleuterio te miraba buscando algún gesto por tu parte. Aguanta —llegaste a decirle—, no tardará en morir. Y en un esfuerzo por engañarte, trataste de razonar: ya no se puede hacer nada. Eleuterio te miró y dejó caer la pistola sobre el muslo. Supiste captar aquel gesto. Vuestra amistad surgió a raíz de dos disparos que nunca se produjeron: el que debió rematar al soldado moribundo y el que iba destinado a ti.

Nunca fuiste bien recibido por la familia de Eleuterio. Jamás conociste el motivo. Pero él mismo te decía: no, en casa no; y ponía cualquier excusa para que no subieras a su piso. Cuando llamabas por teléfono, apenas contestaban y te pasaban con él directamente. Los jueves, de cinco y media a seis de la tarde, dejaban la habitación libre. Ni siquiera se quedaban en las cercanías, en los pasillos del hospital. Al menos te permitían visitarlo media hora por semana. Una tristeza despiadada te invadía cuando le encontrabas postrado, con la respiración asistida. Fueron pocas las ocasiones en las que abrió los ojos. Pero cuando lo hacía, su mirada te transportaba, una vez más, a aquel muro de piedra, también herido. Aquella batalla desigual a la otra orilla del río. ¿Cuánto se perdió, entonces, en aquella inanición? ¿En aquel no asistir a un moribundo? Salías del hospital dejando atrás el murmullo de sus hermanas y sobrinos, hasta entonces ocultos en la sala de espera. Aquellos seres que te culpaban —lo intuías— del largo exilio de Eleuterio en tierras francesas y suizas.

Miras de frente y a tu espalda, a ambos lados, y ya no queda nadie de los tuyos. En ese momento reconoces el verdadero peso de la soledad. La distancia que traza la tiza en el encerado, entre la oportunidad y la nada. Una soledad que atesora dos caras, como el dios Jano; el dios de las puertas, los comienzos, los portales, las transiciones y los finales. Una soledad que arrastra conflictos y derrotas; fotogramas de aquellas vidas que formaron parte de la tuya.

Eleuterio y tú seguisteis los pasos de Antonio Machado y llegasteis hasta Colliure. Aconteció una fría mañana de octubre de 1938. Distinguiste lo que sería el campo de concentración de Argelès-sur-Mer y sentiste un escalofrío. Allí irían a parar decenas de miles de refugiados españoles. Pero, para entonces, vosotros ya no estaríais allí. La intuición os guio en la precipitada huida y seguisteis caminando, jornada tras jornada, hasta llegar al pueblo suizo de Zermatt, al pie del Matterhorn. Fue duro, al principio: aprender la lengua, adaptarse al clima, conocer las rutas de los antiguos comerciantes de mulas. Aprender a escalar las montañas y esquiar. Para servir, luego, como guías o instructores. Trabajar también en los viñedos. Poco a poco os fueron aceptando en su comunidad. Hasta pasados unos meses no ocupaste una habitación propia. A Eleuterio le acogieron en otra casa. En vuestro tiempo libre paseabais por el centro de la ciudad, siguiendo el río Mattervispa, hablando, cada vez menos, de vuestro regreso, algún día, a la añorada patria.

Ya ni siquiera te lo planteabas. ¿Qué valor tenía la patria? Al fin y al cabo, no significaba otra cosa que un error. La fuerza de un destino al que llegaste de manera casual. Ni siquiera tuviste la oportunidad de escoger el bando en el que te enrolaron. La juventud y el valor, también los sueños, quedaron enterrados bajo una tierra que defendiste sin ser consciente de ello. La juventud y la ignorancia son traicioneras cuando se ven forzadas al exilio. Sabías que el perdón no existiría tras la contienda. ¿Es tan frívola la patria que sólo condecora a sus héroes? Discutías con Eleuterio, hasta tal extremo que un día te contestó airado que tú fuiste el culpable de todo. Que tú permitiste morir a aquel hombre. Un temblor te recorrió el cuerpo y bajaste la mirada por no atestiguar con ella tu decepción y la derrota. Desde entonces, vuestra amistad fue otra. Tú asumiste tu parte. A él, nunca se lo dijiste, le tocaba cargar con el hecho de que había sido testigo y partícipe mudo. Tomó una decisión, como tú tomaste la tuya.

Primero llegaron los susurros, en su desnudez amable, y luego las frases pronunciadas como en una misma boca.

En el silencio de la noche se concentran los insomnes, los artistas, quienes ocultan algo. Para estos últimos supone la vigilia ante el monumento de lo irremplazable. Supiste de la muerte de Eleuterio cuando aquel jueves fuiste a visitarlo y te encontraste la habitación vacía. Con él moría el último de los amigos y un secreto que, ahora sí, ya nadie más compartiría. Tu mujer murió hace unas primaveras, aquejada de un infarto. Tu único hijo falleció en un accidente de tráfico. Sólo quedabais tú, la soledad y una herida que, por más que lo intentabas, no dejaba de supurar.

Ahora visitas el cementerio diariamente. Al principio, no eras consciente, o no distinguías, como se hace al escuchar jazz; el lenguaje de los muertos. Y allí se congregaban todas sus voces, como los trinos de los pájaros. Primero llegaron los susurros, en su desnudez amable, y luego las frases pronunciadas como en una misma boca. Allí se concentraban las voces de tu mujer, tu hijo, Eleuterio, el resto de tus amigos. Cuando entendiste con claridad lo que decían dejaste de visitar el cementerio. Te percataste de que ya no se hacía necesario porque os lo habíais dicho todo. Al regresar a casa y cerrar la puerta por dentro, te sentiste con ánimo para limpiar el cristal de los portarretratos y también los espejos. Abrir las ventanas, incluso. Porque, quién iba a entrar, a estas alturas, en una casa deshabitada durante tanto tiempo.

Adolfo Marchena
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