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La bondad de las piedras

sábado 9 de octubre de 2021
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Todos los héroes acaban por conocer una mujer pero ésta resulta ser una heroína que no desea, realmente, a ningún hombre. Tal vez a su marido; lo ignoro. Tuvo, tampoco sé si para su desgracia, o tal vez para su propósito final, la virtud de conocer a muchas personas, entre ellos a mí, Amancio, quien supo, después de su muerte, que algo más bello y efímero que la poesía quedó suspendido, quieto, estable, en aquellas tardes que pasamos juntos, donde ya me hablaba de las piedras y yo, en mi torpeza, no supe ni pude distinguir cuándo decía la verdad o expresaba la mentira.

Confundir las cosas supone alterar sus conceptos iniciales; no saber interpretar las horas, alterar el sueño o modificar las pautas de conducta. En fin, no incluir otros factores como, sencillamente, la imaginación (que no sólo sirve para la propaganda). Y es que Virginia Woolf me veía y me hablaba, no siempre, como a un detective, con todos los estereotipos que ello conlleva. Un tipo divorciado y disoluto, temerario y enfundado siempre en una vieja gabardina gris, fumando un cigarrillo tras otro. Alguien que, en realidad, nada tenía que ver conmigo. Por aquel entonces, el tiempo ya condicionaba mi destino, las largas carreteras se mostraban sin domesticar, la tinta se secaba sobre papel mojado y el humo se acumulaba entre las grietas de las piedras de las casas viejas. Todos esos caminos y autopistas que interfieren en nuestro pasado, la memoria que a veces finge el olvido y ese lugar apartado donde, de algún modo, acabaremos todos.

Las cosas andaban tranquilas por casa. Los trabajadores del departamento de Obras Públicas acababan de realizar algunas reparaciones en la fachada; dentro del contexto de la piedra, en su pátina de tiempo y transgresión de horarios quietos. Un hito que, como comprenderán, resulta imposible. Tal vez ahí comenzó todo, con esas reparaciones que el tiempo y la lluvia obligaron a ejecutar. Cuando las goteras se permiten ciertas licencias y una mañana te levantas y descubres las paredes húmedas y los techos descascarillados. Analizo, entonces, el cuadro que pintó para mí, o eso dijo, Théo van Rysselberghe, exclusivamente, aunque, y a decir la verdad, no hubiese conseguido distinguir la higrometría del mar, en aquella marina enmarcada en cedro, del reseco aire del desierto. Imposible, ante mi escasa cultura pictórica, distinguir las pinceladas más largas o cortas del mismo Théo, o vaya usted a saber, cualquier otro con un estilo semejante.

Sonó el teléfono y tuve ya esa intuición que supongo soportan los muertos cuando los entierran y a los que todos lloran.

La casa, ahora, mostraba esa tranquilidad de los lugares que se sienten protectores, como en un cuento benévolo que algunos padres trasladaban a sus hijos. La chimenea encendida, el sofá orejero de cuero oscuro, que tantas horas de lectura me proporcionaba, así como esos sueños de media hora que me sobrevenían sin previo aviso. Cáscara, la gata mil razas, desaparecida, una vez más, dormitaría, seguramente, en cualquier lugar aparentemente inaccesible; en una bajo de la cama, tras una cortina haciendo esquina o pasando frío, atrapada por descuido en el frigorífico. Cáscara, esa gata mil razas que me robaba los mecheros para esconderlos bajo el sofá. Algo que descubrí más tarde, ante mi asombro y vergüenza, cuando una asistenta enviada por mi madre se dedicó a limpiar cada rincón de la casa, cada mueble, incluso el polvo de los zapatos.

Mi vida era, lo que se dice, tranquila. Ni más ni menos. Me mantenía con las rentas que mi madre me proporcionaba. Practicaba, por costumbre, la rutina, hasta que, en cierto punto del calendario, y una vez más, de mano de mi madre, tuve que ausentarme del Club de la Esfera, donde, ineludiblemente, acudía cada viernes. Se sumaban a mi rutina la lectura diaria del periódico, la música de Mozart o pasear, de vez en cuando, al perro de mi vecina, la señora Spencer. Y mientras tanto, Cáscara continuaba sin aparecer, si bien no me preocupaba porque su comedero, sin que yo me percatase, se vaciaba cada día, sin que dejase rastro.

Aquella mañana en que me disponía a continuar con la lectura de un libro de Oscar Wilde, sonó el teléfono y tuve ya esa intuición que supongo soportan los muertos cuando los entierran y a los que todos lloran. Algunos, para no desentonar ante el llanto general, ofertan un catálogo repleto de gestos —a veces más allá del esfuerzo— donde el único fin es, evidentemente, homenajear al difunto sin sentir ningún tipo de apego.

“Hijo, tengo que pedirte un favor”.

“Tú dirás, como siempre acostumbras”.

“Verás, resulta que el próximo jueves viene una amiga, no muy íntima, pero amiga, al fin y al cabo”.

“Ya”.

“El caso es que, como bien sabes, todas mis propiedades se encuentran arrendadas y yo, bien lo sabes, no soporto la convivencia con nadie”.

“Entiendo, en tu casa, quieres decir”.

“Déjate de ironías. La cuestión es que he planificado para ti algo que te puede resultar muy interesante”.

“Ya, supongo, como siempre sucede”.

“Menos sarcasmo, mequetrefe. Es bien sencillo. Le cedes tu casa, que te recuerdo, no deja de ser otra más de mis propiedades y, como estaría mal visto que compartieseis techo, te vas a pasar el fin de semana a casa de una amiga, Julia, en St. Ives. Tiene una hija, una mujer un tanto extraña, Virginia, que además escribe, por lo que he pensado que, si no metes la pata, como en ti es habitual, acabaréis congeniando”.

“De sobra sabes que nunca pongo objeciones. Dime dónde tengo que ir y me pongo con el equipaje”.

“Buen chico”.

Y aunque quise acudir sólo a aquella casa, emulando a Andre Gide, quien pretendiese recorrer sin compañía de nadie la Bretaña, al igual que le sucediese a él, mi madre me acompañó como la suya se reunió con él, con Andre, en las primeras etapas de su viaje. Mi madre presumía de haber conocido a la madre y al padre de Virginia, que ahora vivía con su marido en St. Ives, en Cornualles, después de haber vivido en Kensington, pero supongo que todo esto carece de importancia. Tampoco quise plantear a mi madre que bien pudo evitarme el viaje, cediendo ella su casa a su amiga, que, luego supe, ejercía de detective privado. Lo descarté porque sabía que, del mismo modo que no soportaba vivir con nadie, tampoco consentiría convivir conmigo, su propio y único hijo.

Algún tiempo antes, en realidad algunos años, cuando Virginia había escrito Una habitación propia, yo, por entretenerme con algo, malgasté el tiempo —o eso creí— redactando un artículo para una gaceta. Recuerdo que manifesté su postura feminista, lo que desagradaba a ciertos sectores de la burguesía, así como que formaba parte del grupo Bloomsbury. Después de la publicación del artículo me olvidé de ella, y es ahora cuando me arrepiento o me disgusto porque, entonces, no fui capaz de comprender que Virginia ya caminaba descalza sobre las piedras, aguardando que se transformaran en guijarros puros y sin aristas, perfectos en su naturaleza de coleccionista.

Poco a poco, con mis escasos conocimientos del español y la férrea voluntad de Germán Gabriel, fuimos entendiéndonos mejor.

Creo haber dicho que mi madre conoció a sus padres; a su madre Julia, de quien decían era una belleza famosa, y a su padre, un novelista y montañero, sir Leslie Stephen. No se trata, tampoco, de redactar una lista de nombres, si acaso, sacar algo en claro, en esta historia que comencé a narrar al regreso de aquella visita y otras posteriores. En un intuir su final, pero desconociendo, lo reconozco, la mayoría de los hechos, pues yo también, como Virginia cuando vivió en el número 22 de Hyde Park Gate, coincidí con otras personas que, luego, resultaron ser comunes, como Alfred Tennyson, Thomas Hardy o Henry James. Pero ya digo que no es cuestión de elaborar una lista de nombres innecesarios, sino de pequeñas piedras, que acaso seamos todos, y que me hicieron comprender, más tarde, que el destino, en ocasiones, es tan sencillo de prever como evidente. Y que por ello mismo, por su sencillez, lo desechamos tantas veces.

Germán Gabriel, el chófer español de mi madre —que no soporta las esperas—, llevaba siempre tres o cuatro ruedas de repuesto, confiando con ello en que nunca llegara el quinto pinchazo, lo cual hubiese supuesto un grave contratiempo; aguantar sobre todo el enfado y la frustración de mi madre. Un enfado que le hubiese obligado a buscar la quinta rueda o aguardar pacientemente la llegada de algún otro vehículo que tuviera la amabilidad de detenerse y echarle una mano. Germán Gabriel era un tipo curioso que llegó de una España convulsa políticamente, como, supongo, sucede en todos los países, de cuando en cuando, o tal vez se trate de algo perpetuo y hereditario. Cuando comenzó a trabajar para nosotros apenas sabía decir —que no lo que significaba— yes, house y, algo así, creo recordar, como to get drunk (pillarse una borrachera), a lo que, en español, añadía: espantosa. No tardó mucho Germán Gabriel en interesarse por cuestiones no sólo relacionadas con nuestras costumbres y los coches, el motor, sobre todo, del viejo Ford. Pues es preciso aclarar que, entre sus funciones, se encontraba, precisamente, tener a punto el motor del viejo coche. Poco a poco, con mis escasos conocimientos del español y la férrea voluntad de Germán Gabriel, fuimos entendiéndonos mejor, él dominando, día a día, nuestra lengua inglesa. Gracias a ello, pude conocer a un hombre cuyas inquietudes y conocimientos sobre la historia universal me asombraron, en esa idea preconcebida que uno tiene de la servidumbre. En ese concepto erróneo de que jardineros, chóferes o criados no abarcan otra cosa más allá de sus funciones.

Ante tal acontecimiento se coló en mí la sospecha de que no dejaba de ser tan burgués como mi madre. En cierto modo, ese español que echaba en falta su pueblo, próximo a Ávila, me consagró hacia otros derroteros, expandió lo reducido de mis ideas y me demostró que no se debe jerarquizar ni juzgar a un ser humano como si fuese un dado o una pieza en el tablero del ajedrez, cuyo juego rehúyo, dada mi torpeza y desconocimiento. Nunca supe adelantarme a la jugada, como si el futuro de las piezas no dependiese de la fragilidad o el peso de un simple movimiento.

Hay cosas, sucesos, amores que se nos escapan sin darnos cuenta. Pretensiones que son hachas sin afilar en manos inexpertas. Deterioros y obstáculos que forman el ángulo de algunas pesquisas, de ciertas dudas que nos persiguen, que nos atosigan y no nos permiten dormir por las noches. No era, sin embargo, mi caso, si bien la primera vez que fui a St. Ives, a la casa que conocían como Talland House, donde Virginia Woolf se pasaba la mayor parte del tiempo escribiendo, o padeciendo y soportando terribles jaquecas, a instancias de mi madre, claro, supuse que, una vez más, me sucedería alguna desgracia.

El viaje no fue del todo incómodo. Salimos temprano, una mañana primaveral donde Germán Gabriel me recogió en casa, con la inevitable presencia, en el asiento del copiloto, de mi madre. Detrás, donde apenas cabía una maleta más, tuve que adaptar mi cuerpo al espacio, y no a la inversa, que hubiese sido lo sensato. Y digo que no fue incómodo, a pesar de todo, porque la conversación de Germán Gabriel acerca de la República en España, apenas fue interrumpida por mi madre, a la que, he de ser sincero, la República y España le importaban bien poco, mientras iba contando con los dedos, supuse, las millas que quedaban o la cantidad y variedad de sombreros que no se desplazaron un ápice en todo el trayecto, como yo, que me inserté en la entrepierna una de las sombrereras, con lo que llegué a Talland House con unos terribles calambres en los muslos.

No conocí a Virginia hasta después del almuerzo y no pronunció palabra ni tampoco pareció sorprenderle la presencia de un extraño que la miraba, he de reconocer, como a una hechicera de palabras y ojeras oscuras. Las primeras frases que recuerdo suyas ya hacían mención a las piedras. Me dijo: El mundo es controversia, la literatura, la vida, la muerte y lo único que encuentro ordenado, en su anarquía de piedras, es mi jardín y los bosques.

De regreso, instalado de nuevo en mi casa, mientras limpiaba el polvo que se había acumulado en los muebles y las estanterías, recordé las vistas que desde mi ventana, en Talland House, me daban los primeros momentos de felicidad del día; la playa de Porthminster y el faro de Godrey. Quise escribir una crónica sobre ello pero, por una causa u otra, lo fui postergando. Me sumí en un profundo deseo por volver a reencontrarme con Virginia, a escuchar alguna de aquellas frases que, como sentencias, me postraban siempre, pensativo y dubitativo, ante esas piedras que ya se agolpaban en su interior, en sus jaquecas, en su desgana y en sus escritos.

Pero somos dados al descuido e ignoramos algunos hechos, o todos, y durante una temporada quise olvidarla. Olvidé a aquella mujer que también me dijo: Cualquier objeto innecesario se vuelve vulnerable cuando haces uso de él. Y con ello quiero decir, también, que desacredité mi incipiente enamoramiento, lo confieso, cuando regresé a mi hogar y, en el Club de la Esfera, tuve la oportunidad de conocer a Ingrid Bergman. Supongo que las casualidades se suceden de vez en cuando, ese algo orquestado que uno no es capaz de discernir convirtiéndose, entonces, en una eterna casualidad a la que llamamos destino. Encontré a Ray, uno de los miembros del Club de la Esfera, sentado en uno de los sillones del Arpegio. Pude apreciar que se había dejado un bigote fino, muy a la moda y desfavorecedor, por cierto. Le comenté mis días pasados en Talland House, donde conocí a Virginia Woolf, y me constató conocerla también del grupo de Bloomsbury. Ray, que evidentemente no deseaba seguir con el tema, me dijo:

Fue una suerte, supuse, llegar a tiempo para conocer a Ingrid, pero no encontré en ella ese misterio que me dejó, como en un pozo, muy hondo, la presencia de Virginia.

“Seguro que también conoces a Ingrid Bergman”.

“Creo que sí, es la que interpreta junto a Leslie Howard un remake de Intermezzo”.

“La misma. Y es accesible”.                      

“¿Accesible?”.

“Quiero decir que no sólo es bella y sabe interpretar, para mi gusto, y si no vete a ver Casablanca, donde actúa junto a Humphrey Bogart. Acaban de estrenarla y se aloja en el Excelsior. Me refiero a Ingrid. Se marcha mañana, o pasado, no lo sé con certeza, pero a petición de Charles Quint ha accedido a venir al club esta tarde”.

Fue una suerte, supuse, llegar a tiempo para conocer a Ingrid, pero no encontré en ella ese misterio que me dejó, como en un pozo, muy hondo, la presencia de Virginia. Allí es donde me sentía suspendido en mi interior como en el aire el polvo, la ceniza o una ráfaga de humo. Comparar dos mujeres, o dos hombres, resultaría por mi parte y, tal vez, la de cualquiera, completamente reprochable, además de absurdo. Ambas, sin embargo, atesoraban una belleza que consideré complementaria. Las noches en Talland House resultaron armoniosas durante mi breve estancia, donde, desde la ventana, contemplaba el faro por las noches, con su luz de feria envolviendo el horizonte. Hasta donde recuerdo, la noche en el club con Ingrid supuso un baile a quince bandas, donde yo acabé completamente borracho, como un adolescente el día de su graduación. Recuerdo cierta frivolidad en la actitud de Ingrid, al comienzo de la noche, como una situación vivida después de cualquier obra de teatro o una película de éxito, y Casablanca lo fue. Pero lo que no podía imaginar, o eso creí, es que fuese la propia Ingrid quien pagase el taxi que nos condujo a mi casa, dirección que, luego supe, había anotado en una servilleta Charles Quint. Y lo más tremendo, había pasado la noche en mi cuarto de huéspedes.

“Nunca me han gustado los hoteles, por muy elegantes que éstos sean. Resultan impersonales, frívolos y fríos, con esa sobreactuación de los botones o el director o cualquiera de sus camareros; así que me tomé la libertad de ocupar el que, supongo, es tu espacio reservado a las visitas”.

No supe qué contestarle, y la resaca no ayudaba. Al contrario, mi pensamiento se convirtió en zozobra. En una incertidumbre que me impedía siquiera preparar un café de puchero, lo cual logré mientras Ingrid curioseaba entre mis papeles, en el escritorio. No le di importancia pero, de algún modo, encontró entre mis artículos literarios las notas que comencé a esbozar sobre Virginia y me preguntó por ella, justo cuando el cartero llamaba, depositando en mi mano, tras abrir la puerta, unos cuantos sobres que dejé sobre la mesa. No hubiese sido de buen gusto, desde luego, ignorar a Ingrid y su curiosidad, después de haberla servido un café. Y le hablé de ella, de Virginia, de mis suposiciones y mi ignorancia, de las piedras y sus novelas. Antes de marcharse y después de acicalarse en el baño, Ingrid me dijo:

“Vaya usted a visitarla y sepa que, a pesar de su cogorza, se comportó usted como un caballero. Por cierto, salude de mi parte a Germán Gabriel. Tienen ustedes, como dicen por aquí, una suerte de chófer”.

Y así como se marchó Ingrid de casa, dejándome entre la niebla, me percaté de que uno de los sobres abandonados en la mesa venía firmado por la cálida y lúcida tinta de la pluma de Virginia Woolf. La breve nota que contenía sólo decía: Yo que usted no me enamoraría, sería contraproducente, teniendo en cuenta, además, mi situación como mujer felizmente casada. Y de no estarlo, tampoco sería conveniente, yo soy muchas cosas, como Proteo, y usted apenas percibe la superficie, los cantos rodados que me habitan. No obstante, le estaría agradecida si continuara visitándome. De alguna manera, sé también agradecer a aquellos que saben escucharme.

Entonces sentí la niebla —una vez más— en mis aposentos, sólo en la casa, y el mobiliario se fue alejando, perdiendo, como si la visión y la vista hubiesen tropezado contra una farola. Todas las mujeres de mi vida se habían evaporado, también, de golpe, y no quedó nada, ni sus rostros, ni su perfume o sus palabras. Se hizo la oscuridad, una oscuridad grisácea, como esas fotografías de Brassaï. Y cuando todo hubo desaparecido, quedé yo, solo, colgado de una nada tan irreal como la búsqueda de un cadáver inexistente y arrojado a las aguas de un río. Los armarios formaban persianas en mis ojos, el sofá me colgaba de los tobillos, en una quietud que me paralizaba el cuerpo, amarrado aún a la niebla que, poco a poco, se fue disipando.

La primera impresión que obtuve sobre Virginia Woolf es que se aferraba del mismo modo ante la vida y ante la muerte.

Encargué a Germán Gabriel que recogiese mi correspondencia y que me trasladase, de vuelta, a Talland House, sin exponerle, por supuesto, nada acerca de mis pretensiones a mi madre. Desconocía el tiempo que iba a permanecer en la casa de Virginia, por lo que también le rogué a Germán Gabriel que contactara conmigo de inmediato en el caso de que surgiese algún problema o contratiempo que requiriese de mi presencia. Así pues, emprendimos el viaje un lluvioso día de febrero de 1941 y, durante el trayecto, le pregunté por la situación en su país y sus propósitos al respecto.

“España es un país de contrastes, donde nunca dejarán de existir los dos bandos, aunque, reciente, haya concluido la guerra. Muchos me preguntan si regresaré algún día, si volveré, y siempre contesto lo mismo: ¿sabe usted si permanecerá por siempre en esta tierra la lluvia, tan molesta?”.

“¿Y qué opinión le merece la democracia?”.                                      

“Oh, ese concepto tan griego. Verá, la democracia es como una goma elástica y, como en todo, hay quien la estira más y quien la estira con menor fuerza. De lo que se trata es de no romper la goma, únicamente”.

Nunca llegaré a saber si estoy en lo cierto, pero la primera impresión que obtuve sobre Virginia Woolf es que se aferraba del mismo modo ante la vida y ante la muerte. Poco a poco fui valorando sus silencios, así como sus palabras, frases que retuve en mi subconsciente y que, tal vez, ahora, comprenda un poco mejor. Si bien es cierto que extraer agua de un pozo tan profundo no deja de ser una profesión o un hábito que requiere de la paciencia del herrero o la de un sanador de relojes que siempre exige la perfección del mecanismo.

Recuerdo que me dijo que las piedras, en ocasiones, las seleccionaba, las escogía e imaginaba que eran pequeños planetas que un día crecerían para ocupar toda la galaxia, y que acabarían transformando al ser humano en figuras de cera, en un inmenso cementerio de huesos mezclados y lápidas sin nombre. Resultaba difícil encontrarme con ella por las mañanas, aunque se la escuchaba trajinar sobre el papel y luego llegaba el silencio y de nuevo el trazado preciso de su pluma al escribir, rasgando la hoja, ocupándola, compartiendo con ello la vida y la muerte, sin aferrarse a ninguna de las dos, sin alejarse, o alejándose, al mismo tiempo.

Una tarde, poco antes de mi regreso, a mediados de marzo, me confesó que había hablado con Darwin, y cuando le pregunté sobre qué habían hablado, guardó un silencio que, he de admitir, me asustó un poco, pero al cabo de unos minutos que se me hicieron eternos, cambió el semblante y añadió que únicamente habían discutido sobre la evolución de las piedras. Y añadió que lo más probable es que nadie entendiese las cosas, algunas actitudes, y se reprochase su propio desconocimiento, porque esa es la vía de la aprobación. La cuestión, sentenció, es que, antes de emprender cualquier asunto, es necesario comenzar, primero, por conocer el origen de todas las cosas.

Y en mi torpeza, sin atisbar un ápice o no de cualquier origen, de esa sabiduría callada y calculada de Virginia y de las piedras, comencé a trabajar como columnista en un periódico. Algo que a Virginia le hizo gracia cuando se lo trasladé y regresé, con la idea de volver a verla, a esa casa que mi madre, supe más tarde, pensaba vender o cambiar por un ático en el centro de Londres. Fue precisamente un artículo sobre ella, sobre Virginia, en el que hablaba de la irrealidad como presagio, de los bosques y el faro que tan cercano me parecía, todavía, el último de los pocos artículos que elaboré para el periódico, en una sección que denominé La bondad de las piedras y fue, como digo, el último artículo que redacté para ninguna publicación, después de que me comunicaran que, a los pocos días de marcharme, Virginia se puso el abrigo, se llenó el bolsillo de piedras y se lanzó al río Ouse, donde se ahogó.

La gata, Cáscara, aparece con los bigotes sucios, mientras yo me preparo para acudir al Arpegio y pasar otra tarde con los miembros del Club de la Esfera. La niebla no ha regresado a las estancias de mi casa, cuando el teléfono suena y sé, o tal vez intuyo, que será mi madre para pedirme algún favor, para recordarme que vivo de prestado y que, tal vez, otra amiga suya, más o menos íntima, requiera de esta casa que, a buen seguro me recordará, nunca será mía, mientras las piedras se amontonan en mi memoria y los recuerdos y Germán Gabriel, con su acento cada vez menos español, me aguarda con alguna de sus sentencias, lo cual agradezco, en esta indefinición, en este saberse partícipe de las aguas de todos los ríos, de las mareas y de una gata que se ha vuelto cada vez más caprichosa. O, en todo caso, más vieja y sabia, al contrario que yo, que persigo las mismas quimeras, una y otra vez, tropezando, eso sí, en distintas piedras, cuando lo único que pretendo es avanzar, no sé muy bien hacia dónde, pero avanzar a través de la maleza, las señales, los postes telegráficos y el olvido de lo que, supongo, son y serán todos los obstáculos que una y otra vez me planteará la vida.

Adolfo Marchena
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