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Noches de luna

martes 11 de enero de 2022
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Se voltea, y la arena de un reloj invade, poco a poco, el espacio de cristal que lo sustenta y ejerce de base. Sobre las líneas de la vida se entrecruza una existencia de razón y sueños. El reloj anuncia una hora imprecisa, acunada por el viento como las ramas del árbol y esas hojas que parecen no perseguir ningún efecto. Afuera, sobre una mesa negra, el café se enfría y la ciudad avanza, monótona y predecible. La poeta se acompaña por un carro de la compra repleto de libros y manifiestos. Una mañana donde lo preciso reside en la rutina de las cosas y el movimiento calculado de los transeúntes. Los edificios ocultan entre sus muros las huellas dactilares que provoca el tiempo; las goteras o las grietas. Los escaparates, los semáforos o los transportes colectivos dibujan la geometría de la ciudad. La poeta fuma y me observa porque, de alguna manera, intuye que yo también la vigilo. Las sillas forman un laberinto con el carro de la compra, que permanece, como todo lo inmóvil, a su lado. Devuelve la taza de café a su platillo y se guarda los azucarillos en el bolsillo. Se levanta y se aleja, perdiéndose entre las personas obsesionadas con su trayecto de manicura y compras de ocasión. Me aproximo a la mesa negra, donde la poeta ha dejado, sujeta bajo el cenicero negro, una nota, un papel, un poema; no sé, una confidencia. Curiosidad, siento curiosidad porque he visto que escribía y he interpretado que el mensaje se dirigía a mí. Leo:

“Un hombre que se transforma en escritor (si es que el escritor se convierte), como reencarnándose, cuando la luna se muestra llena, en su plenitud. No en otras circunstancias. Jamás. Luna llena en cielos cubiertos o despejados, en veranos de terrazas y copas, en inviernos de hielo, en primaveras agotadas. Entre tanto, en ese trance de luna llena, vivirá las historias que se asemejan a los compromisos de un mendigo, o de aquel que extrae las historias haciéndolas (si es que se hacen) suyas. Como un cronista, en una amistad que se forja para abrirle los ojos, tanto tiempo encerrado ante la impostura y una literatura moderna que naufraga. Una apertura de fronteras, un derribo de muros, un cortocircuito en la fórmula de Marconi. El mendigo es judío. Lo único que recuerda es que su abuelo llevó una estrella amarilla cosida en la manga de la chaqueta”.

Es cuanto ha dejado escrito la poeta, a quien no podría describir porque he olvidado ya su rostro, su boca, el gesto de su mano y los dedos retorciendo el cigarrillo contra el cenicero. Podría tratarse de Lenore Kandel, cuyo primer libro fue acusado de obscenidad, de tal manera que lo confiscaron de las librerías. Podría tratarse de ella, hablando por teléfono con Jack Kerouac, quien opina sobre ella que es inteligente, que ha leído mucho y escribe poesía; que es estudiante de Zen y lo sabe todo… Eran otros tiempos, pienso. Son otros tiempos y es hora de despertar los sentidos para comprender algunas cosas y rectificar a tiempo. Respiro —es necesario—, bebo café, trasnocho mientras elaboro un manifiesto sobre la estulticia. Siempre solo. No me aproximo a los otros escritores, a las otras escritoras. El planeta es demasiado extenso y, sin embargo, vivimos demasiado apretados.

Desdoblo la hoja arrugada. Su caligrafía es hermosa en su trayectoria de tesón y vida a la intemperie.

Avanzo y me encuentro con un mendigo que arrastra un carro de la compra. La curiosidad hace que me plantee cuál será su contenido, cuya bolsa de plástico verde lo protege de la lluvia. Imagino en su interior un infiernillo, un chubasquero, cubiertos metálicos, algunas latas de alubias, un periódico atrasado. El porvenir, como una cápsula o una pastilla que provoca alucinaciones, te tienta a rebuscar en lo oculto y lo prohibido. En la mano sostiene un libro de poemas escrito por Allen Ginsberg, el aullido de una generación que pudo enloquecer. Aquellos hombres y mujeres adoptaron la rebeldía como única herramienta y la historia los describe como locos, drogadictos o idealistas. Es la propia norma contra la que luchas la que te somete. Hay cierta oscuridad en la búsqueda de lo nuevo, en lo que se anhela, en las despedidas impuestas y los besos a escondidas. Tal vez a nadie le interese la bondad de las personas. Tal vez no interese nada y las ideas nuevas adquieran el rango de pecado.

“Busco una mochila que sustituya este viejo carro de la compra”, me dice el vagabundo. Y me habla de los vagones de mercancía que van del este hacia el oeste, atravesando el país como una aguja el botón atrapado en la camisa. Las carreteras son eternidades de asfalto tan necesarias como el pulso o el latido de un corazón. Él, el vagabundo, no tiene el ánimo dispuesto para contestar tantas preguntas como pretendo. Añade, no sé el motivo, que en los vagones de mercancía se puede dormir y descansar, escribir, plantearse otro aullido como el de Ginsberg o redactar un artículo que enviar a la revista Esquire, como el de John Clellon Holmes sobre la generación beat. Si en el vagón viajan otros mendigos —me confiesa—, enseguida descubre de qué pie cojean y entonces disimula y se hace el loco y les recita el poema “Pelo” de Gregory Corso. El mendigo avanza con rapidez, como si quisiera perderme de vista, y arroja un pedazo de papel arrugado sobre la acera. Intuye (y acierta) que yo me agacharé para recogerlo, dándole con ello tiempo a desaparecer entre la multitud y su destino. Y así resulta, cuando me incorporo de nuevo, y no queda rastro de él entre el gentío. Decido entonces entrar en un bar, el primero que encuentro, y me acodo en la barra, donde pido una cerveza y desdoblo la hoja arrugada. Su caligrafía es hermosa en su trayectoria de tesón y vida a la intemperie. Leo:

“Es el momento de concentrarse en todo aquello que no nos enseñaron, lo que nos ocultaron. El hombre que se transforma con la luna llena me muestra sus escritos repletos de faltas ortográficas. Pero eso no le hace (si es que se hacen) menos escritor. Conjura sus miedos y sus deseos en un poema que alienta a la revolución. Es necesario transitar el camino una y otra vez, desandarlo en ocasiones, para no extraviarse. Y aunque el mundo está repleto de encrucijadas y bifurcaciones, no existe mayor agravio que el arrepentimiento. Así como las cabinas de teléfono serán sustituidas un día, las guerras no cambiarán, sólo sus nombres, los nombres de las armas, el escenario. Ya sólo necesito una mochila para no continuar empujando este carro de la compra. No son edades para perderlo en cualquier vagón, una vez lo haya alzado a su cubierta de madera, y éste se me escape y se me venga encima”.

Pudiera ser que el tiempo madure como las manzanas o los higos. Pudiera tratarse de un hijo adoptivo que busca el reencuentro con sus padres o pudieran ser los niños de la guerra surgiendo de las aguas después de un bombardeo. Tantas cosas que fueron precisas e innecesarias, como la Inquisición o la búsqueda de esas civilizaciones que ya duermen y son ruinas. Ahora comprendo los resortes del día, sus dispendios, los amaneceres sin sangre, la derrama del viento. La belleza de la mañana como una salpicadura, en esa ausencia de angustia y compromiso. El olor a humedad, reciente la desinfección de la ciudad. El olor del pan que surge de los obradores y evoca otros momentos. Todo representado en lo diminuto, lo que parece no contar, o en ese instante que, sin embargo, se torna tan extenso como los últimos tres minutos, antes de que el tren se detenga en la estación, en la película Solo ante el peligro, y el malo se reúna con sus secuaces para vengarse de un Gary Cooper que les espera, sudoroso. La belleza que perpetúa el resto de las mañanas con su derroche de luz, a primera hora de la mañana. “La acumulación de conocimiento no es conocimiento”, afirmó Séneca. Y en esa mañana, el conocimiento viaja en los carros de la compra, carros vacíos que las mujeres y los hombres empujan, arrastrándolos por el embaldosado defectuoso de las calles. Carros de la compra que llenarán con paquetes de galletas, latas de aceitunas, aceite o macarrones. Carros que empujarán, de regreso a casa, sin percatarse de que hay animales que se arrastran por necesidad y también por capricho, como el conocimiento.

No sé si todos tememos a la muerte, en mayor o menor grado, lo que nos motiva o nos detiene a la hora de buscar otras metas.

Compongo la cama, en ese monótono gesto que es el despertar, y dejo las sábanas bien estiradas. Salgo a la calle con la disposición de perseguir, no a la persona, sino el carro de la compra. Me centro en la señora de pelo blanco y corto, que avanza inclinada sobre su espalda con la lentitud de las mareas, que se detiene después del paso de cebra y mira en el interior del carro que supongo vacío, como si con ese gesto hiciese inventario de lo que necesita adquirir. La visualizo sola en su casa e imagino, ignoro el motivo, que a mediodía la visitarán su hija y el esposo, con los dos niños pequeños. La mujer se desplaza a lomos de un caballo que en otro tiempo cabalgó brioso, como en un cuadro o en una alegoría de un cuadro de Estibi. Transcurren quince minutos desde ese punto hasta que llega al supermercado. Mientras tanto, aprovecho para fumarme un cigarrillo y soy yo quien le abre la puerta de cristal, amablemente, cuando entra en el supermercado. Me siento en deuda con aquellos que trazaron el camino, aquellos que caminaron por delante exponiéndose al fracaso y cada vez, como dice Giorgio Agamben, más y más observado por las cámaras que nos rodean, convirtiéndonos en criminales virtuales. En esa libertad de acción que me permiten, me comprometo a seguir a esa señora de pelo blanco, de estante en estante, en una actitud furtiva, también (sospecho), para el guarda de seguridad. ¿Cómo explicar a los creyentes, a los insurgentes, a los pasivos, a aquellos que pretenden el progreso sin otro objetivo que la estafa, decirles que se trata de una necesidad vital? Un experimento (pudiera ser) para atestiguar que las casualidades no siempre son fortuitas. Pocos, o tal vez nadie, lo iba a comprender. Me aproximo a una de las cajas con un paquete de galletas en la mano y me sitúo detrás de la señora de pelo blanco, como buscando un paradigma entre el suceso y la propuesta. Salimos y sus pasos me van guiando hasta el portal y cuando pienso que va a traspasar el umbral se gira y me habla.

“Muchacho, he sentido que me seguías prácticamente desde el comienzo de la avenida. Enseguida he sabido que no se trataba de un simple ladronzuelo, si acaso, un idealista en busca de otras perspectivas; ¿me equivoco?”.

Me siento idiota con el paquete de galletas en una mano y pienso que si fuese un ladronzuelo, estaría ya detenido. Pero ella, con su talante amable y confiado, me habla de perseguir ideas. No sé si todos tememos a la muerte, en mayor o menor grado, lo que nos motiva o nos detiene a la hora de buscar otras metas. Explorar el lenguaje escrito en servilletas que las poetas dejan bajo los ceniceros. Explorar en el interior de los carros de la compra, como si las virtudes y los defectos se concentrasen allí. La vida misma; su armonía o sus enigmas. La señora, ante mi sorpresa, me invita a tomar café en su casa, en un salón que descubro espacioso, repleto de figuras de porcelana, libros y algún cuadro pintado al óleo.

“Me llamo Ruth Weiss. Mi ascendencia es judía y nací en Alemania poco antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial. Pero tuve la suerte de tomar el último tren que salía de Austria y recorrí diversos países hasta acabar en este. Con el fin de distanciarme de mi lengua materna dejé de utilizar las mayúsculas, como observarás en mis poemas y en mis escritos”.

“De modo que es usted escritora”.

“Más bien una empedernida viajera, o eso fui. Ahora apenas me lo permite el cuerpo. Y trátame de tú, el usted ridiculiza a los iguales, no crees”.

No supe qué contestarle pero cambié el protocolo mientras me mostraba fotografías de sus viajes, fotografías con Jack Kerouac y otros miembros de la generación beat.

“A día de hoy, sigo creyendo en la oralidad de la poesía, donde me siento profundamente hermanada con el jazz”.

Supe también que, a pesar de la edad, continuaba ofreciendo recitales improvisados a ritmo, precisamente, de jazz. Antes de marcharme, a pesar de sus reticencias, me entregó una hoja suelta que guardé en el bolsillo de la chaqueta. Ya en la calle, me detuve frente a una floristería. Leo:

“es preciso olvidarse de todo, desecharlo. la luna llena que transforma al ser humano, las balas, los cuadernos cuadriculados, las tragedias, los bailes de salón, la impudicia, el alboroto, es preciso amamantar de nuevo a la loba, para el resurgimiento de una nueva roma sin emperadores. desechar las virtudes y el vicio. es necesario desechar el olvido, las constantes vitales, las ciudades pobladas. sólo los carros de la compra almacenan el alma y los viajes suponen pequeños paseos por nuestro interior, en busca de una humanidad menos deteriorada”.

La primera vez que le vi esbozaba sobre el lienzo, frente a la puerta de un supermercado. Cuando no pintaba, leía poemas de T. S. Elliot. La gente le entregaba comida y algunos le echábamos monedas en una caja metálica. En un proceso voluntario, como suele tratarse en estos casos, aunque el mendigo no pidiese explícitamente ni se comunicara, apenas para dar las gracias. No ostentaba cartel alguno magnificando su pobreza que, alguna vez supuse, era fingida. A su vera, apoyado en el banco, un carro de la compra y una pequeña mochila. Cuántos interrogantes levantó en mí aquel mendigo. En cierta ocasión, ya le había hablado de ello a mi amigo Estibi, paseábamos los dos y coincidimos con él, quien en ese momento comenzaba a darle color a un paisaje. Estibi me sacó de dudas, confirmándome que poseía conocimientos de pintura. Estibi continuó hablándome sobre aspectos como la luz y la perspectiva.

Pensé en la literatura, que parecía ocultarse en todos los carros de la compra, en esas noches de luna llena donde siempre acontecía algo.

El interrogante nos brota, en ocasiones, cuando deseamos otra vida, cuando buscamos ser otro, diferente, o cuando observamos desde su punto más bajo la cima de una montaña que sabemos inalcanzable. La teoría de los polos opuestos, cuando dejamos de amar una cosa, un objeto, a otra persona. Ese interrogante que brota cuando descubrimos la mentira, la envidia, la falacia o el desencanto. Descubrir que Fulanito dice aquello sobre ti y no se corresponde con la realidad. Y lo que dice te convierte, a pesar de todo, en el ser que no eres; un borracho, un mal amigo, cualquier cosa; un vago o un perdedor. El circo de la vida viaja en una larga caravana que se detiene, únicamente, para permitir que el público acceda durante un par de horas a un silogismo, al ilusionismo, al esperpento, incluso. Con el único fin de que el público aplauda, aunque resulte del contagio, ante la tristeza de los payasos y los domadores de fieras que se esfuerzan con el látigo, frente a los leones y los tigres sin voluntad ya ni hambre. Un interrogante que siempre me surgía, cada vez que paseaba por allí y observaba al mendigo; el de la distancia y su relatividad. Poco a poco pasé a formar parte de su paisaje urbano. ¿Qué hacía con los cuadros, una vez abandonaba la última pincelada? ¿Qué guardaba en el carro de la compra? ¿Dónde dormía? Aquel mediodía que me acerqué a la tienda de prensa, observé que comía, muy tranquilo, dando sorbos a una lata de cerveza. Todo servía para que yo forjase un argumento, tal vez incorrecto (seguramente). Un enigma, otro más que sumar a la historia de una humanidad que perpetúa sus anhelos. Mientras los pequeños detalles se pierden, como la mirada que habitó al mendigo por un instante, cuando alzó la barbilla y comprendí que se estaba despidiendo.

Una de esas mañanas en la que el mendigo no se encontraba en su banco de costumbre, me llamó la atención una postal con la imagen de un paisaje desértico. En su reverso habían escrito, Human Be-In, Festival en San Francisco; enero 1967. Y decidí acudir, aunque me encontrase a cientos de kilómetros de allí. Por un momento pensé en la fama de buen conductor de Neal Cassady, el Dean Moriarty en la novela En el camino, de Jack Kerouac. Pensé en su trágica muerte y también recordé que para Burroughs la auténtica revolución no es de índole social, sino mental. Pensé en la literatura, que parecía ocultarse en todos los carros de la compra, en esas noches de luna llena donde siempre acontecía algo; donde los hombres y mujeres escribían o abandonaban la creación; donde los mendigos relataban historias, como esta que les narro. Deduje que las teorías literarias no representan otra cosa que dormir de un lado u otro de la cama o del asfalto; o boca arriba, sencillamente. Todo estriba en acomodarse y perpetuar la noche hasta que nos sorprenda la madrugada. Me surgen otras teorías que considero imprescindibles en la literatura. En ello estoy, pensando en la brevedad, cuando hago entrada en San Francisco, después de horas de aceleración y rodaje. Esa noche, lo he sabido por el noticiario de la radio, será noche de luna llena. En ocasiones, la vida nos tuerce o se nos tuerce, se muestra terca a la par que esquiva. Entonces buscamos, obcecados, lo que no encontramos o perdimos y resulta necesario desplegar los planos de la vida y la memoria; los planos de las noches de luna llena.

Estamos en el año 1967, año de mi nacimiento. Desde los barrotes de la cuna metálica contemplo el mítico Human Be-In Festival, donde en el escenario leen Allen Ginsberg, Timothy Leary, Michael McClure y también Lenore Kandel, la única mujer. Alrededor de la cuna los carritos de la compra me rodean y mi innata curiosidad anhela descubrir qué esconden en su interior, además de la poesía; qué más objetos, vivencias, sentimientos, recuerdos o deseos. Mis padres miran atentamente la figura que en ese momento declama en el escenario. La gente que se besa y fuma porros y llevan flores en el pelo. El mendigo, que tantas veces vi pintando y leyendo frente al supermercado, se les aproxima a mis padres y les pide fuego, deseándoles salud y paz. Desde mi perspectiva contemplo el cielo y el mundo y observo el talante del ser humano y percibo que algo quedará en el aire, aparte del humo, y que creceré para leer que un día de exaltación de 1967 se celebró en San Francisco el Human Be-In Festival, donde las mujeres y los hombres eran de barro, y también de hierro, en una noche de luna, repleta de carritos de la compra e ideales que pretendían quebrar lo recalcitrante de una sociedad dormida.

Adolfo Marchena
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