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Cholera Dei
(La cólera de Dios)

sábado 12 de marzo de 2022
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En aquel jardín de Tavira estaban prohibidos los pájaros. El último verano se perdió la mejor cosecha de higos que se había conocido en los últimos cincuenta años en la ciudad. Joao no recordaba haber visto los árboles tan cargados como entonces; por eso, aquel día del Carmen por la mañana, el párroco de Santa María se enfadó con él cuando descubrió las ramas de las higueras, hasta el día anterior vencidas por el peso de los frutos, cubiertas de pájaros dándose el gran festín. El pobre sacristán aún recordaba con temor la promesa que le hizo el señor párroco aquel día: Si el año que viene no consigues apartar a los pájaros de mi jardín, volverás a trabajar en los barcos de la ría, aunque el reuma acabe con los pocos huesos sanos que te quedan.

En un principio, el jardín de la iglesia era una pequeña franja de terreno salvaje que había quedado entre los restos de la muralla de la parte alta de la ciudad y la fachada de la Parroquia de Santa María. Eterno objeto de deseo del señor párroco, se lo apropió poco a poco; primero plantó cuatro naranjos y media docena de higueras con la excusa de ofrecer alguna sombra a los turistas que subían hasta el templo a disfrutar de las vistas de la ciudad y después pretextó la ventaja de vender la fruta y aprovechar los ingresos de la venta para reconstruir el ábside de la zona sur de la iglesia, destruido tras el terremoto de Lisboa. Llenó los espacios que quedaron entre los árboles de romero, lavanda y otras plantas olorosas. Incluso plantó un magnolio y una araucaria que uno de los parroquianos trajo del nuevo mundo.

El señor párroco había puesto todo de su parte para evitar que la fauna alada penetrase en este vergel que tanto esfuerzo le había costado conseguir. Lo intentó por las buenas, con amables espantapájaros de saco y sayas de maíz, y por las malas, con trozos puntiagudos de espejos rotos colgando de las ramas de las higueras; pero los gorriones y los estorninos acababan entrando, conscientes de que los frutos de aquel paraíso bien merecían el riesgo de salir heridos o de llevarse una buena pedrada de Joao o del señor cura.

El señor párroco había hecho creer al pobre sacristán que Tavira fue el lugar donde Dios creó el primer árbol: la higuera.

Por eso esta primavera, cuando los brotes tiernos aparecieron y el olor dulzón de la planta empezó a atraer a los pájaros al atardecer, el señor párroco decidió cambiar de estrategia: Desde hoy, todas las tardes cubrirás las higueras con la malla de nylon que he traído del almacén. Este año los árboles están más cargados que nunca y no pienso dejar que los gorriones picoteen mis higos. He prometido al pastelero de Tavira que si me compra la cosecha de higos a mí, en vez de al padre Marcelino, conseguiré que el obispo de Lisboa asista a la boda de su hija. Ha accedido a condición de que no tengan ni una sola picadura.

El señor párroco había hecho creer al pobre sacristán que Tavira fue el lugar donde Dios creó el primer árbol: la higuera. La prueba —intentaba demostrarle el cura— estaba en la forma de las hojas. Bajo los frutos arracimados se abría generosa la hoja como la palma de una mano extendida: la “mano de Dios”, que ofrecía, clemente, al hombre todo lo que éste necesitaba. Su madera para hacer fuego, su copa verde y espesa bajo la que cobijarse y su fruto dulce y carnoso para calmar el hambre y la sed. ¡El árbol sagrado! Desde el día en que el señor párroco contó esta historia al antiguo pescador de la ría, su vida cambió. Entonces, Joao encontró verdadero sentido a su tarea de vigilar y cuidar el jardín de la iglesia y ofrecer su historia a los visitantes que, a cambio de unos escudos, le escuchaban complacientes.

El cura de Santa María odiaba a don Marcelino. Cuando murió el viejo don Damiao y su plaza de párroco de la Misericordia quedó vacante, la solicitó con toda su alma, pero se la arrebataron en sus narices. El padre Marcelino venía de una familia muy influyente en los ámbitos eclesiásticos: era nieto de don Marcelino Franco, prelado del Algarve durante más de cincuenta años. Y para colmo, había estrenado su carrera como rehabilitador de edificios religiosos en el Vaticano, a las órdenes de monseñor Malatesta. En cuanto se enteró del interés del actual obispo de la diócesis en la restauración de los mosaicos de la Iglesia de la Misericordia, no le costó hacer valer sus influencias y sus conocimientos en la materia para obtener la parroquia.

El viejo párroco de Santa María tuvo que reconocer, con pesar, que los dos años de trabajo en el interior de la iglesia habían dado un resultado admirable, pero eso no calmaba el fuego que le quemaba por dentro. Llevaba tiempo intentando arrebatarle al padre Marcelino la exclusividad de la venta de los higos de su huerta al pastelero de Tavira y, por fin, lo había conseguido. Si la idea de la malla funcionaba, ningún maldito gorrión echaría a perder sus planes. Con el dinero de los higos, mandaría restaurar el órgano barroco de Santa María. El viejo sacerdote suspiró. La sola posibilidad de privar al padre Marcelino de la venta de la fruta convertía la mañana gris en una fiesta.

Joao había cumplido al pie de la letra las órdenes del señor párroco: todas las tardes cubría las higueras con la malla que el sacerdote compró en el viejo almacén del pueblo. Veía con pena cómo los gorriones huían asustados colocándose expectantes sobre el tendido eléctrico y las ramas de los naranjos. Al llegar la noche, la luna, como una hoz de plata, se clavaba sobre la geometría cerrada de los higos y el aire zarandeaba las hojas, liberando su aroma y excitando el deseo de los pájaros, conscientes de la pérdida, noche tras noche. Pero a pesar de todo, el humor del párroco iba de mal en peor. El sacristán se devanaba los sesos intentando descubrir el motivo. No podía ser por el asunto de los higos. El sistema de las mallas funcionaba bien y los frutos engordaban lustrosos e intactos. Descubrió que la causa era que el obispo del Algarve había autorizado a don Marcelino a que celebrase la reinauguración de los mosaicos de su parroquia con un concierto de música clásica a la que asistirían personalidades de la política y los prelados de Lisboa y de Oporto. ¡Y no sólo eso! El muy ladino había conseguido permiso de sus superiores para interrumpir las misas de los viernes durante todo el verano y ofrecer conciertos en su lugar. Con el dinero recaudado, el párroco de La Misericordia había prometido al obispo que arreglaría el campanario sin recurrir a las arcas eclesiásticas.

El señor párroco hervía de envidia. Se le revolvían las tripas sólo de imaginarse a don Marcelino pavoneándose delante de sus feligreses durante las homilías de los domingos y en el bar de Tonino a la hora del café. Mandaría hacer las campanas al alfarero del Monasterio de Los Jerónimos y encargaría el reloj al joyero italiano que restauró el de la catedral de Batalha. Y todo ante la admiración de las altas jerarquías de la iglesia de Portugal…

Los preparativos para el concierto comenzaron el primer lunes del mes de julio. Las feligresas más cumplidoras de don Marcelino se turnaban para limpiar la iglesia y raspar los restos de pintura de los mosaicos que, en azul y blanco, relataban las obras de Misericordia; trabajaban orgullosas, sabedoras de la importancia de su trabajo y conscientes de que era la única iglesia del mundo consagrada a este fin. El día previo a la reinauguración, el templo se llenó de flores y guirnaldas de hiedra. El vicario de Olhao envió dulces de yema y el obispo de Lisboa cincuenta botellas de vino de Oporto. Los concertistas llegaron por la tarde, para estudiar las condiciones de la iglesia y su acústica.

La iglesia de La Misericordia, construida en 1554, se levantaba sobre ruinas árabes que el padre Marcelino pretendía hacer visitables en cuanto los conciertos saneasen su economía.

Ante la sorpresa de Joao, el día del evento no quedaba ni rastro del enfado del señor párroco. Parecía haber recuperado su buen humor. Se levantó temprano e hizo lo de todos los días: celebrar la misa de las ocho ayudado por el sacristán, llevar la comunión a los feligreses enfermos, repartir algún dinero de la colecta semanal entre las familias más necesitadas y marchar con la camioneta al pueblo para volver cargado de bultos. Por la tarde, revisar a fondo el huerto y asegurarse de que Joao extendiese las mallas sobre las higueras. ¡Eso sí era lo que un hombre de Dios debía hacer, y no celebrar conciertos y anular las misas de los viernes!

La iglesia de La Misericordia, construida en 1554, se levantaba sobre ruinas árabes que el padre Marcelino pretendía hacer visitables en cuanto los conciertos saneasen su economía. Mientras tanto, sólo los sacerdotes del Algarve tenían permitido transitar por sus galerías de piedra en ocasiones especiales. Sobre ellas descansaba el suelo de La Misericordia, una tarima de dorado roble italiano recién pulida y barnizada. Reflejándose sobre la madera, como si de un lago de miel se tratara, la silueta negra del piano de cola.

El evento empezó a la hora prevista. En las primeras filas, un gran número de personalidades de la política y la Iglesia portuguesas; detrás, los afortunados feligreses que habían conseguido entrar. En los asientos de piedra en un lateral del templo, el párroco de Santa María y el sacristán.

El concierto se inició con el estallido del Canon de Pachelbel, seguido de adagios, andantes y allegros. El público, enardecido, alcanzó el clímax cuando el solo de violín pareció inundar el templo de nieve con el Invierno de Vivaldi. El joven músico arrancaba el llanto al violín con la misma destreza con que llenaba de lágrimas los rostros de los asistentes. Las mujeres, entre vaharadas de placer, inclinaban la cabeza hacia atrás mientras el ejecutante, en el colmo del éxtasis, balanceaba su frágil figura de un lado a otro.

Joao miró de reojo al señor párroco sin entender muy bien lo que pasaba. Esta música no es de Dios, Joao. No es de Dios, susurró el religioso con aparente enfado, mientras una mueca de placer contradecía lo que sus palabras acababan de decir. Desde que llegó, no había dejado de admirar la iglesia. Leyó una por una todas las leyendas que rezaban en la parte inferior de los hermosos azulejos de las paredes: “…alimentar al hambriento, dar de beber al sediento, enseñar al que no sabe…”. Examinó con detenimiento el retablo del altar mayor y los dos de los laterales, dedicados al Evangelio y a la Concepción. La aparición de un dolor ya antiguo le recordó por qué estaba allí. La envidia se clavaba en su alma como las pezuñas de un jabalí sobre la tierra húmeda en busca de la codiciada trufa. Pero a pesar de todo, una débil sonrisa seguía dibujada en sus labios.

Envuelto en la euforia del momento y fuera de sí, era imposible que el público percibiera la aparición de unos hilillos de humo que emergían tímidamente por entre los tablones de madera del suelo. Ascendiendo poco a poco y cada vez más gruesos, fueron rodeando las patas del piano, el soporte de las partituras, y abrazando con su nube gris al violinista. Cuando el músico sintió el calor en la planta de sus pies, las llamas lamían ya su pantalón de lana fría y la base de las columnas salomónicas del púlpito.

Los gritos violaron la placidez del templo, en el que sonaban las últimas notas del adagio para cuerda de Samuel Barber. Todos huyeron de la iglesia a la vez que Joao. Todos menos el párroco de Santa María que se quedó inmóvil en el banco de piedra viendo cómo las mujeres salían a empujones entre un remolino de faldas negras y los religiosos izaban las sotanas para huir a zancadas del templo, olvidando modales y decoros. La iglesia se sumió en una tempestad de sombras, en la que sólo se distinguía el grito tembloroso del párroco de Santa María: ¡Cholera Dei, Cholera Dei! (La cólera de Dos, la cólera de Dios)

Para cuando llegaron los bomberos, el destrozo era descomunal. El humo había convertido en planchas de carbón las níveas paredes de La Misericordia y el púlpito renacentista de madera policromada recordaba los restos de un barco fantasma. El calor había hecho estallar muchos de los mosaicos y en algunos apenas podía leerse la obra de Misericordia que mostraba. Sólo una permanecía intacta: visitar a los enfermos. ¡Dios existe!, el párroco de Santa María se vio doblemente recompensado ante lo que para él resultaba una prueba divina. Se acercó a don Marcelino y, observando su tez lívida, reflexionó durante unos segundos sobre lo extraña que era la vida: un acontecimiento podía hacer sufrir a una persona con la misma intensidad con la que provocaba placer en otra. Dio un golpecito amistoso en el hombro del párroco de La Misericordia y se despidió de él. Empezó a subir con paso decidido la cuesta hasta su iglesia, dando gracias a Dios de que sus dominios estaban intactos.

Con su maleta de cartón en una mano y el bastón en la otra, Joao echó una última mirada al huerto. De lejos, reconoció el trote inusitadamente alegre del señor párroco subiendo la pendiente. Se escondió hasta que el cura entró en el huerto y bajó la cuesta despacio. Volvería a la ría. Prefería el dolor del reuma a las mentiras del cura. Siempre había confiado en él aunque a veces no entendiese sus palabras. Pero decir que la cólera de Dios había hecho arder La Misericordia… Mientras descendía a trompicones por la calle, Joao recordó los acontecimientos de aquella mañana. El sacerdote se había levantado demasiado contento en comparación con su malhumor de los días anteriores. Su actitud, unida a sus idas y venidas al pueblo con la camioneta, despertaron la curiosidad del sacristán, que lo vigiló estrechamente todo el día. Después de comer, en vez de descansar, como era su costumbre, el señor párroco salió con disimulo de su casa y se dirigió a La Misericordia, entrando por la puerta de las ruinas árabes. Mientras le seguía sigiloso, llamó la atención del sacristán de una manera especial la dificultad con la que parecía andar el sacerdote, como si llevase algo pesado escondido bajo la sotana.

Un grito que el sacristán sabía con toda certeza que no iba solo. Iba acompañado de un profundo dolor, rabia, cólera…

El señor párroco entró en su huerto animado por el trino de aquellas pobres criaturas aladas a quienes él había prohibido la entrada en el jardín. Aún no había caído la noche del todo cuando el olor dulzón de la higuera extendía su manto invisible sobre las plantas. Lo que vio le dejó paralizado.

Joao se paró en seco. Casi divisaba la ría cuando escuchó un grito desgarrador, doliente, punzante, como el quejido de un bastón al romperse. Un grito que el sacristán sabía con toda certeza que no iba solo. Iba acompañado de un profundo dolor, rabia, cólera… ¡La cólera de Dios! La densa niebla que unas horas antes atormentase el alma de Joao fue disolviéndose. Si la cólera de Dios no era la que llenó de llamas la iglesia de La Misericordia, entonces las higueras tampoco serían las “manos de Dios”, y en el caso de que lo fueran, nunca deberían satisfacer los bajos instintos del religioso. Como rezaba una de las obras de Misericordia, había que “dar de comer al hambriento”. Las “manos de Dios” abrirían su palma generosa para dar de comer a los pajarillos del huerto.

Cuando el cura entró en el jardín, aunque la tarde tendía sus últimas luces sobre los muros de la fortaleza, encima de las higueras el cielo aparecía negro, cubierto por una oscura bóveda de plumas de pájaros. Los árboles, sin la protección de las mallas, estaban destrozados, docenas de pajarillos picoteaban sus frutos dibujando un espectáculo sanguinolento sobre el verde de las hojas. Los higos reventados derramaban su interior carmín sobre las ramas y el suelo. Un estrépito ensordecedor emergía de la garganta de las aves que, presas de una desesperación extraña, empezaron a trinar al sentir la presencia del párroco, para terminar gritando igual que los cerdos en el matadero, como recriminando al religioso que hubiese utilizado los frutos que le dio “la mano de Dios” para satisfacer su ambición y su deseo de venganza. Abandonando las ramas de las higueras, volaron alrededor del sacerdote, mostrando sus pequeñas gargantas, rojas de la pulpa de los frutos, cual diminutos coágulos de sangre.

Antes de que el señor párroco de la iglesia de Santa María cayera en la locura definitiva que le alejaría de por vida de su ministerio, tuvo un momento de lucidez en el que consiguió vislumbrar, apoyada en el granado silvestre que crecía en el muro sur de la muralla, la malla que el mismo Joao destrozó al descubrir la traición del cura. Sobre ella, dos latas vacías de gasolina. Las mismas que el sacristán sacó de las ruinas árabes, bajo el entarimado de madera rubia de La Misericordia.

(Este relato ganó en 2013 el Concurso de Cuentos Villa de Mazarrón-Antonio Segado del Olmo, que convocan el Ayuntamiento de Mazarrón y la Universidad Popular de Mazarrón).

Emilia Luna Martín
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