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Barro en la mano

jueves 28 de abril de 2022
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Resultaba imposible no verla sobresalir del barro, aquella tarde de tormenta, una mano que parecía implorar perdón al cielo, o acaso se estuviera burlando de todo lo establecido. Esas normas que, en ocasiones, nos juzgan a traición y antes de tiempo. Paseaba desde el mediodía, cuando el cielo comenzó a poblarse de nubes y el sol desapareció ofertando al horizonte un tono grisáceo que me obligó a guarecerme en una pequeña cabaña. Los antiguos pastores la utilizaron como lugar de cobijo y descanso. En ella se preparaban, también, las migas o el almuerzo. No me equivoqué mucho en mi predicción porque al poco comenzó a tronar y aquello, de no haber estado ya escrito, se hubiera convertido en el diluvio universal, salvo su duración, que no pasó de las cuatro o cinco horas, en lugar de los cuarenta días y sus cuarenta noches, creo recordar. Algo que, por prescripción bíblica, requiere un verdadero y único diluvio. La cuestión es que me cobijé en aquel pequeño habitáculo que aún conservaba una mesa y una cama, si bien muy rústico, todo ello, incluyendo una manta raída que utilicé para cubrirme en el intento de echar una cabezadita. Pero, o bien por el sonido imponente de las gotas azuzando el techo y las goteras, o bien porque me encontraba desvelado, volví a dejar la manta en su sitio y me dediqué, o más bien lo intenté, a encender una hoguera con la que calentarme. Tuve tiempo, como comprenderán ustedes, para pensar en esto o en aquello. Si bien, después de batallar conmigo mismo, me recriminé salir a pasear con este tiempo, en una desobediencia torpe ante la certeza de lo que vendría, en esta jornada tan inestable y desapacible. No obstante quise, como en el libro que estaba leyendo de Viktor Frankl, El hombre en busca de sentido, adoptar una actitud positiva. Traté de capear el temporal haciendo balance de mi vida, lo que me condujo, entre otros aspectos, a pensar en mi soltería. En el fracaso continuado dentro del terreno amatorio y en las advertencias vertidas, a menudo, por mi madre. He de admitir, al respecto, que ninguna de las mujeres con las que hasta ahora he convivido han congeniado con ella, con mi madre, quien, estando yo a solas, vertía sobre ellas tal o cual comentario y advertencia premonitoria. De Margaret no le gustó su soberbia; de Adelaida, su inocencia; de Anastasia, su manera de vestir y sus piercings y así hasta llegar a la última, Teresa, de quien afirmó que mi última tarde con ella supondría la peor de todas añadiendo, además, que no excedería nuestra relación de los tres meses, algo que se cumplió. Lo que más me dolía de todo ello era su postrer “ya te lo advertí”, coletilla que, por otra parte, utiliza para cerciorarse de que todos mis fracasos superan, sin duda, mis pequeños logros y mis victorias. He de añadir, sin olvidarme del tema de la mano que parecía brotar del barro, que para gusto de mi madre, la mujer que debió convertirse en mi consorte no era o fue otra que Denisse Lafayette, a quien conocí en séptimo de la E. G. B. y que, en las clases de gimnasia, era capaz de dejarnos a todos atrás en la prueba de los cien metros lisos. Tenía en cierto parecido con Maya Plisétskaya, ejecutando un movimiento de brazos elevados y piernas en ángulo de noventa grados, las manos también, como queriendo sostener el mundo, en El lago de los cisnes.

Lo reconozco, el primer error vino disfrazado por la curiosidad, que es en el fondo como llegan muchos de nuestros avatares.

Hasta no hace mucho tiempo, hablo de veinte o treinta años, esta zona del monte donde me encontraba no era demasiado conocida, a pesar de la proximidad de la ciudad. Pero, y aunque esta es otra historia, en estos bosques transcurrió parte de mi infancia, de ahí que conociese esta cabaña de pastores. No volví a pensar en la mano que sobresalía del barro hasta que descampó. Y fue con la ausencia de la lluvia donde comenzó la arquitectura de esta historia; la huida y el miedo, el desconcierto y también, he de reconocerlo, la suerte. Lo que nunca debió acontecer se convirtió en presente cuando la vi, apenas perceptible, antes de refugiarme en la cabaña. No sentí miedo, entonces, ni tampoco la necesidad de acudir o llamar a la policía, ni siquiera a mi madre. Lo reconozco, el primer error vino disfrazado por la curiosidad, que es en el fondo como llegan muchos de nuestros avatares, una curiosidad que me venció y me condujo al resto de esta historia. Regresé sobre mis pasos, y lo que descubrí no fue ya sólo la mano como surgiendo del barro; encontré medio cuerpo desenterrado y pegado a su costado derecho, pude atisbar lo que a todas luces me pareció un maletín oscuro. No quise abrirlo en ese momento para averiguar lo que contenía por precaución, o tal vez porque mi deseo era alejarme lo antes posible de aquel cuerpo embarrado e inútil. Viajé en silencio, camino de la ciudad. La emisora de la radio emitía música blues. Me recordó la banda sonora de la película Corazón rebelde, interpretada por Jeff Bridges y Maggie Gyllenhaal, cuya frase en la carátula dice: Cuanto más dura es la vida, más dulce es la canción.

Lo primero que hice cuando regresé a la ciudad, olvidados la tormenta y el barro, fue aparcar a las afueras y girarme hacia el asiento trasero, donde reposaba el maletín, ensuciándolo todo. Empapado por la curiosidad, además de la lluvia, y con la ayuda de unos destornilladores, conseguí abrirlo haciendo saltar los resortes. Pocas posibilidades cabían, aunque quién sabe, podría tratarse de una broma macabra y de mal gusto. Después de un doble clic que repercutió en mis tímpanos como una avalancha de nieve, descubrí que su interior albergaba billetes de quinientos euros, asidos en montoncitos por una banda de papel de estraza. No pensé en las consecuencias, cuando extraje de uno de los montoncitos uno de los billetes y me acerqué, embarrado como estaba, al estanco más próximo, que vislumbré por su cartel rojo y dorado con un cartel anexo de loterías. El ser humano es ambicioso por naturaleza y no siempre escogemos el camino más lógico, cuando se nos presenta la ocasión o nos sermonea el padre, sea el nuestro o el espiritual. No somos capaces de olvidar ciertos porqués que con el tiempo se quedan atrás, indiferentes, hibernando para siempre en un pasado cuyas certezas anhelamos, como si con ello fuésemos a cambiar algo, a transformar el presente. En ocasiones nos dejamos llevar como las aguas del río sin advertir las consecuencias, como si la vida fuese un juego donde la lógica no participa. Ecuaciones que tardamos en resolver, disparos que no alcanzan la presa, emociones que surgen como del frío. Ya en el estanco pedí un cartón de tabaco y la estanquera, observándome con extrañeza, me dijo no tener cambio de tanta moneda. Así que le compré dieciocho cartones, solventando con ello el problema. En ese momento, yo no me di cuenta, por supuesto, un coche oscuro de alta gama se detuvo en las cercanías y de él salieron dos tipos grandes como armarios (término que se emplea mucho en las películas), uno de ellos con una cicatriz que le atravesaba el pómulo izquierdo. Ostensible como la cicatriz no sospeché que lo sencillo, o al menos lo que parece ser fácil, puede acarrear también problemas, cuchillas afiladas, veneno. Esa doble vida de muchas personas o la vida paralela en la que muchas veces nos vemos absorbidos. Sin sospechar que todo tiene un precio en la vida, me acerqué a las boutiques del centro de la ciudad, donde cogí otros seis o siete billetes con que pagar el traje, la camisa y los zapatos que adquirí. No era cuestión de andar hecho un andrajo. Hay un hecho, una evidencia, ahora que todo ha acontecido, que me resulta curioso. En ningún momento me acordé del muerto, salvo ahora, cuando comprendo que uno no debe mezclarse en partidas ya comenzadas, en juegos de los que no se conoce las normas, en asuntos que no nos conciernen. Mi nombre de pila, que aún no lo he dicho, es Amancio, y me resulta tan ridículo como muchas de mis extravagancias. No me entra en la cabeza que, en este mundo de fisión y tecnologías, de individualismo y sabotaje, nadie dé nada a cambio de nada. Que las tardes se configuran en nuestros hogares al margen de situaciones que no siempre escogimos vivir. No me entra en la cabeza que las personas puedan resultar dañinas, como el pulgón en la cosecha o el martillo de Thor cabreado.

Debí caerle bien a Frida Kahlo, recepcionista y mujer que me resultó un tanto excéntrica, con una belleza extraña, fuera de lo común.

Ya había caído la noche cuando, gracias a una intuición, no regresé a casa, sino que me alojé en un hotel céntrico pero económico. Reconozco que en esta escena la suerte jugó a mi favor, pues la recepcionista, que dijo llamarse Frida Kahlo, me dijo que podíamos tramitar la ficha a la mañana siguiente, de modo que ni mi nombre ni mis datos quedaron sujetos a la memoria del ordenador.

“Trae usted la cara llena de barro. Me gusta, porque pinto sueños y todo lo que se sale de la norma, configura un elemento nuevo, vital, para mi obra”.

“He estado paseando por el monte y me ha sorprendido la lluvia —me avine a decirle— y sólo me ha dado tiempo a cambiarme de traje”.

“Una ducha le vendrá bien. Sabe que practico boxeo, me relaja el alma, los músculos y la conciencia”.

“Algo así tendría que hacer yo”.

“Mi sentimiento de soledad tiene que ver, también, con ello. Debería conocer la fiesta popular del Día de los Muertos”.

“¿De qué país es usted?”.

“Eso no tiene importancia. Sólo le digo que debería celebrarse, ante tanto apogeo de la tristeza. Resulta más bravo sonreír ante la muerte”.

“Puedo pagar en efectivo”.

“Claro que sí. Y no olvide quitarse el barro de las uñas, no conjunta con el traje tan moderno que lleva”.

Extraje, sin descaro, otro par de billetes del maletín, y los dejé sobre el mostrador. Le di las vueltas como propina y cogí el ascensor para subir a la habitación cuatrocientos catorce. Suele acontecer más tarde, cuando nos percatamos y constatamos que un hecho tan ridículo como no encontrar la cartera para entregar el correspondiente carnet de identidad, nos puede salvar la vida. Además, debí caerle bien a Frida Kahlo, recepcionista y mujer que me resultó un tanto excéntrica, con una belleza extraña, fuera de lo común. Detalles en la vida, al margen de la Fiesta de los Muertos, tan simples como un carnet o el hilo con que se cose un botón; un descuido o una intuición, quién sabe, la desidia o esa chamba que me acompañaba, sin yo saberlo. Detalles insignificantes que luego agradeces ante la exigencia de un guion donde el protagonista no la cuenta. Porque uno está perdido cuando no camina sus propios pasos, cuando no exige sus derechos o se cree libre de conspiraciones. Porque en todo momento existe un individuo que te mira sin que adviertas sus intenciones, o esa huella dactilar que te compromete. No adelantaré acontecimientos, más que nada porque todo tiene un final y además, sin duda alguna, destrozaría esta historia que podemos considerar repleta de ambición y estupidez. Esa ambición y estupidez que también surgen del barro, como la canallesca, lo invertebrado del pensamiento o la congoja.

La habitación mostraba el arquetipo de todas las habitaciones de los hoteles y a ella se accedía con una tarjeta cuya banda marrón leía el código de entrada. El mobiliario de siempre; la cama, la televisión, las láminas enmarcadas, el baño y un pequeño mueble bar. Me serví una cola con ron, que fui tomando a pequeños sorbos, a medida que me desvestía con la intención de darme una ducha. Me costó, sobre todo, quitarme el barro incrustado entre las uñas, pero finalmente lo conseguí, con la ayuda de un alfiler. En una actitud que dicen, de divo, volví a ponerme el traje para comprobar frente al espejo cómo me sentaba y he de reconocer que, acostumbrado como estoy a vestir vaqueros, aparentaba ser, desde luego, lo que no era; un ejecutivo o un banquero. Me sentí satisfecho y pensé en salir a la calle para disfrutar de un coctel en alguno de los bares colindantes y caros de la ciudad. En ello estaba, cuando sonó el teléfono, lo cual me inquietó un poco.

“Soy Frida, de recepción. Le llamo como favor”.

“Dígame”.

“Verá, dos hombres de mal talante acaban de preguntarme por la procedencia de los billetes. No tenían aspecto de policías, más bien de sicarios. Hágame caso, márchese cuanto antes. Todo se arreglará”.

“Muchas gracias, Frida”.

Comprendí que el maletín no era el origen del problema.

Problemas, pensé, al tiempo que cometían un error, se tratase de quien se tratase pues, mientras el ascensor subía, yo me di a la fuga bajando las escaleras, rápido como una gacela. No había nadie en la puerta ni en recepción cuando salí a la calle y me mezclé con el resto de la humanidad. Deambulando por las calles del centro de la ciudad con el maletín, sopesé la situación y me percaté de que todo estaba relacionado. No era momento para ello, pero recordé unas palabras de Francisco Rico, cuando dice: Hay Quijotes porque la vida del hombre es ponerse metas que no logrará. Me senté en un banco, alejado del hotel y de Frida y de todas las circunstancias y los enseres del mundo. Pensé en ella, en Frida, porque pretendía bajar de la habitación e invitarla, cuando concluyese su jornada, a un combinado; un daiquirí, un mojito o una piña colada. Con la pretensión de seguir escuchándola, esa voz mexicana de texturas pictóricas, de colorido ropaje y recuerdos precolombinos. La gente pasaba a mi lado con su toxicidad y su prisa, con la mentira que todos esconden en los bolsillos al filo de las horas que ya no son las adecuadas. Durante mucho tiempo pensé en ello y comprendí que el maletín no era el origen del problema. Por el contrario, cuando separaba alguno de los billetes se producía, lo que no pude prever desde el principio, una persecución, no en mi búsqueda, sino en la de un muerto. O eso supuse. Regresé al hotel y me situé a una distancia prudente, amparándome bajo la luz y mi nuevo traje, y disimulé en el tránsito de las personas la ceguera de otros hombres y de otras mujeres. Vi salir a dos hombres altos y fornidos. Se subieron a un coche de alta gama y desaparecieron, calle arriba, supongo que insatisfechos. Distinguí la figura de Frida y sentí alivio pero lo más sensato era alejarme de allí. A punto estuve de abandonar el maletín, arrojándolo a un contenedor de basura, pero la estupidez y la cabezonería me doblegaron de nuevo, sin sopesar el motivo, sin saber que tarde o temprano tendría que tomar una decisión. Fuese o no la correcta, sólo dependía de mí.

No amo a esta ciudad. No la amo simplemente desde el día en que dejó de sorprenderme. Así que decidí largarme de allí. Conduje toda la noche por la interestatal 45, una larga extensión que me aproximaba a la frontera. Consciente de que estaba huyendo de algo, o más bien de alguien, supuse que tarde o temprano descubrirían que el hombre del maletín, realmente, estaba muerto, y que el hombre nuevo, es decir, yo, tenía otra identidad y otro rostro. Y empleando esa tecnología para rastrear las cosas, supuse —no pretendía engañarme—, me costaría mucho deshacerme de ellos. Me detuve en un bar de carretera, junto a una gasolinera, para tomar un café y comer algo. Apenas lo ocupaban un par de personas más, dos camioneros, tan entregados a sus platos que no levantaron siquiera la cabeza cuando entré. Me senté y contemplé el menú como si se tratase de un cuadro de Andrew Wyeth, con su atmósfera natural. Cuando la desganada camarera me preguntó si ya me había decidido asentí pidiéndole una hamburguesa doble con patatas y una cerveza. Pensaba en la música, en los tejados, en las emisoras locales, en los amores frustrados; mientras comía, pensaba en las estaciones hibernales, en la literatura, en las serpientes de cascabel, hasta que me sorprendió el chico con los periódicos del día. Ninguna de las noticias me impresionó ni me aportó nada nuevo, de modo que hice con él una bola y lo arrojé a la papelera. Próximo el amanecer, recliné el asiento del coche y me dejé vencer por un humilde sueño. La brújula del tiempo no se detiene y los escarceos y los fogonazos de los cañones de los galeones tiñen de anaranjado la niebla vespertina. Me desperté inquieto y continué rumbo a la ciudad ferroviaria de Norfort. Un grupo de moteros me adelantó, poco antes de llegar a la ciudad, y luego distinguí sus motocicletas alineadas en un bar con la fachada de madera, cuyos neones ya se encontraban apagados. Un joven tatuado sostenía una gran jarra de cerveza mientras otro, también tatuado, se liaba un cigarrillo y le hablaba, gesticulando, apretando bien el tabaco en su mano izquierda. Conocía la ciudad de Norfort, de mi etapa como periodista, y había escuchado una canción de Tom Waits sobre un prostíbulo abierto durante las veinticuatro horas, el Oasis, de cuya existencia sabía, y decidí conocerlo conduciendo por el laberinto de las calles. Dejé el coche en el aparcamiento que, a pesar de la hora temprana, se encontraba casi completo. Entré, bajo la mirada atenta de un segurata, y me encontré con un gran recinto, con tres barras y un par de pistas de baile y con un pasillo a modo de cueva que conducía a las habitaciones privadas. Lujo, mucho lujo. Contaba con mujeres y hombres de compañía que elegían cuándo y con quién irse. Distinguí, apoyados en la barra, a Tom Waits y a los músicos Charlie Rich, Shelly Manne y Bette Midler, bebiendo bourbon y conversando. Les conocía por mi trabajo como periodista, tiempo atrás, en los que cubría la sección de cultura y espectáculos del periódico donde trabajaba como columnista y donde, en ocasiones, cubría alguna entrevista. En alguna ocasión les había entrevistado por lo que, cuando me aproximé a ellos, Tom me reconoció.

“El incorruptible Amancio vestido como un sepulturero”.

“Y con el traje arrugado. Llevo conduciendo toda la noche y se me ocurrió detenerme en este palacete”.

“No nos vengas con fantochadas”.

“Sabía del Oasis pero nunca había entrado”.

“Pues ya lo vas conociendo. Pídete algo, chaval y, por cierto, has traído la grabadora, Charlie y Shelly están muy habladores, jugosos con las sentencias”.

“Hace tiempo que abandoné el oficio”.

“¿Y a qué te dedicas ahora?”.

“Supongo que a especular con la palabra, que no es otra cosa que perder el tiempo”.

“Pues perderlo aquí cuesta una pasta”.

Algún día te convertirás en un viejo y mirarás hacia atrás con otros ojos, con otra perspectiva.

No tardaron más de dos horas mis perseguidores en hacer entrada en el local. Eran otros, distintos a los del hotel, pero con el mismo lustre, la misma pose, la misma actitud de soldados de infantería. Para entonces, me había dedicado a entregar billetes de quinientos a prostitutas y prostitutos, al camarero, al recepcionista, a todo Dios, como dicen, exceptuando a Tom, Charlie, Shelly y Bette, que me conocían y podían dar pie a conjeturas, hacer una descripción que para nada me convenía. Durante ese tiempo bebí bourbon, me besuquearon, bailé un agarrado y, sobre todo, estuve hablando con Tom y los demás músicos. Me despedí de ellos con una excusa tan tonta como infantil y deslizándome entre el personal sorteé a los dos sicarios, cuidándome mucho de no llevar ninguno de los billetes encima. Así fue como me despedí del Oasis, decidido a abandonar mi coche en el parking del aeropuerto, deshaciéndome así de todo cuanto pudiera delatarme. Hago un alto en el camino, cuando pienso en el motivo, por qué seguir adelante, como un perro que no suelta a su presa, como un perro que ha sido adiestrado para ello, para morder y no soltar nada, ni siquiera la tragedia. Esa obstinación con que perseguimos una quimera, esa lucha diaria que mantenemos contra esos molinos que, sabemos, nos rechazarán una y otra vez. De algún modo, tenía que acontecer así para reconocer que la derrota puede resultar una virtud, cuando aprendes que lo heredado no es siempre lo preciso. Llegué hasta las vías y no me costó mucho encontrar un tren que arrancaba hacia el norte, colándome en uno de los vagones. Cuando la luz se hizo a mí o yo a la espesura, pude vislumbrar la figura de un mendigo.

“Vaya individuo se nos ha colado, con traje y maletín, como un oficinista de los ferrocarriles despedido, despojado de su real despacho”.

“¿Quién es usted?”.

“Me llaman el rey de la frontera”.

“¿Por qué?”.

“Quién sabe, un día me dio por escribir sobre el tema y sabes, chaval, algún día te convertirás en un viejo y mirarás hacia atrás con otros ojos, con otra perspectiva, como yo lo hago”.

“Supongo, del mismo modo que siempre que nos surge un problema pensamos en la frontera”.

“Y en los caballos y en aquello que fue nuestro y en lo que pudo ser nuestro pero nunca tuvimos. Si no te lo han dicho te lo diré yo, no te pega nada el traje y ese maletín que soportas me huele a complicaciones. Y sobre las complicaciones he escrito más que nadie”.

“Me recuerda a Cormac McCarthy, el escritor”.

“O su espíritu, él hace tiempo que murió. O lo sospechan porque mientras exista la frontera existiré yo y otros como yo y mientras existan hombres como tú existirá la frontera. Hazme caso, chaval, deshazte del maletín, cuanto antes y no lo dudes, aléjate para siempre”.

Abandoné el vagón, haciéndole caso, convencido, pero mi obstinación necesitaba de una última prueba. Fue en Central Park que vi un dálmata despistado y bonachón. No sólo se dejó acariciar sino que me permitió también atarle uno de los billetes a la cola, más bien disponerlo con cinta adhesiva. Me senté con el periódico y aguardé acontecimientos. No tardaron mucho en aparecer dos hombres, supongo que los mismos del Oasis, quienes no repararon en mí y sí en el perro, al que persiguieron, no sé con qué intención, hasta perderse en la espesura del parque. Fue entonces cuando tomé la decisión. Me fui hasta las orillas del Hudson y fui tirando, uno a uno, los billetes al agua, observando cómo la corriente los arrastraba. Cuando no hubo quedado ninguno arrojé también el maletín y me alejé contrario a la orilla, pensando en el poema de García Lorca, la Oda a Walt Whitman, cuando dice: Este es el mundo, amigo, agonía, agonía. Recuperé mi coche y deshice el camino andado de regreso a mi ciudad, que podía estar muerta o no sorprenderme, pero al fin y al cabo, representaba todo cuanto un día quise y un día perdí, lo que podía ganar, lo que todavía se encontraba escondido y oculto. Y por qué no, lo que podría descubrir si no pretendía nada más allá de lo preciso, en otra ciudad de cieno, alambre y muerte (que escribiese Lorca), en otra ciudad que, pese a todas las ciudades, guardaba un nombre distinto y distintas fauces. O esos finales que, a pesar de ser previsibles, nos obligan a realizar un gran esfuerzo, deshacernos del traje para volver a ser nosotros mismos.

Adolfo Marchena
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