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El último combate

jueves 4 de agosto de 2022
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A Esteban Maldonado

Comprender el verdadero argumento de la historia resulta tan difícil como mantener el equilibrio sobre una bombilla. Tal vez, ese reverso de la historia, oculta y repleta de conspiraciones, suponga la verdadera biografía de todos los hombres y mujeres que habitaron esta tierra y se empujaron al abismo. Nos obligan a buscar y creer en algo, ya sea en Dios, en la patria o los imperios, cuando en realidad, vivir es otra cosa. Pero no seré yo quien evalúe el sentido de la vida y sus contradicciones; al menos, por ahora. Mi madre está convencida de que soy un maniático y una persona asocial, además de raro. Uno de sus muchos anhelos es que encuentre una mujer (que me quiera), con la que casarme y tener hijos, y así hacerla abuela. Pero soy incapaz de convivir con nadie porque adoro y persigo esa soledad a la que ya me aferro. Tal vez, su esfuerzo —el de mi madre— se base en la pretensión de que comprenda que mi búsqueda de teorías que demuestren la imperfección de los relojes, es una auténtica estupidez.

¿Cómo iba yo a intuir su última ocurrencia? Andaba yo con mi teoría de las horas imperfectas, esbozando fórmulas sobre el arte de vivir en compañía y no alcanzaba —ni lo alcanzaría— el propósito de situar sobre un mapa astral aspectos como el beso temprano de los amantes, el café compartido o el portazo brusco, tras una discusión. En este laberinto me enredaba, cuando me interrumpió mi madre.

“Tengo novedades para ti, hijo. No te van a agradar; de eso estoy convencida, porque nunca aceptas mis buenos consejos”.

“¿En qué lío me has metido esta vez, si puede saberse?”.

Lo último que me apetece es salir de casa para meterme en otro lío.

“No se trata de ninguna malformación —mi madre se expresaba así—, se trata de un acontecimiento cultural que potenciará tu ingenio y te hará olvidar por una temporada tanta gilipollez tuya”.

“Por si no lo sabes, te lo voy a dejar bien claro: lo último que me apetece es salir de casa para meterme en otro lío. Que es lo que siempre sucede cuando me obligas, y digo obligas, a cumplir alguna de tus ocurrencias”.

“Hijo, llevas así más de cinco meses, con esas estúpidas teorías que no sirven para nada. Déjame que te lo explique y lo comprenderás. Ya no recuerdo, pero acabé visitando la Escuela Inglesa que tenemos en el barrio, y me hablaron de unos intercambios muy interesantes”.

“No”.

“Sí”.

“No”.

“Piensa que es un regalo y alegra esa cara, que me recuerdas a la niña del Exorcista. Tienes billete para volar a Los Ángeles ya reservado. Allí te alojarás con un tal Charles Bukowski. Hijo, lo hago por tu bien y, además, podrás perfeccionar tu inglés y hacer amigos”.

“Siempre me haces lo mismo y ya estoy harto. Pero esta vez no, esta vez me niego”.

“Estás en tu derecho, pero respira profundo…”.

“De verdad, mamá; no estoy para tonterías”.

“Tú sí que eres una enorme tontería. Además, tan sólo serán tres meses. Y, en mi opinión, necesitas mejorar ese inglés tuyo tan oxidado. Pronuncias como un boxeador al que le han partido los dientes”.

Así es el mecanismo de toda teoría imperfecta, cuando ciertos hechos acontecen para demostrarme que, también, lo relativo no deja de ser relativo, y que cualquier decisión, si no la toma uno mismo, puede convertirse en avalancha y tragedia. Sabía, por experiencia, que la determinación de mi madre siempre se imponía a mi voluntad. No era la primera vez que me sometía a sus caprichos de septuagenaria y, por alguna razón caprichosa, siempre acababa metido en algún lío. En ocasiones, sospecho que no deja de ser una maquinación donde su finalidad consiste en reírse a costa de mis desgracias con sus amigas. Cuando mi madre se marchó, decidí dar un paseo por el parque.

Me imaginé al volante, a la búsqueda de cualquier sitio perdido en la geografía, muy lejos de casa. Me imaginé un hotel pequeño y próximo al mar donde, como un exiliado, pasaría el resto de mis días. Aunque, estoy convencido, mi madre me encontraría, tarde o temprano. Andaba inmerso en mis pesquisas, ya de regreso del paseo, cuando sonó el teléfono. Escuché la voz de Dorleta que, o bien por boca de mi madre o bien por algún extraño presentimiento, deseaba despedirse. Me citó en el bar del Hotel Plaza, sin apenas darme tiempo a tomar mi licor, tras la comida, y saborear mi único purito del día. Me entretuve, a propósito, buscando algún libro que guardar en la maleta. Hemingway y París era una fiesta abrieron las puertas de mi fantasía y, por un momento, me propuse cambiar el billete y su destino. El teléfono me devolvió a la realidad y, al descolgar, escuché los gritos de una Dorleta que no soportaba mi impuntualidad.

El avión aterrizó en Los Ángeles a eso de las seis de la mañana y en la terminal nadie me esperaba. Esperé un buen rato, con un cartel que mostraba mi nombre pegado al pecho. Al cabo de tres horas, y con la vejiga a punto de reventar, desistí y arrojé el cartel a una papelera. Por suerte, llevaba anotada la dirección de Bukowski a quien, en ese momento, le hubiese pegado un puñetazo. Por alguna razón, además del largo vuelo, me sentía débil y desanimado. Ocupé una de las mesas del restaurante y pedí un café doble y unos bollos. El movimiento en el aeropuerto era incesante, como las ideas inestables de un suicida poco convencido. Cómo iba yo a saber, entonces, que ese tal Bukowski se pasaba las noches escribiendo poemas, bebiendo sin parar y escuchando música en la radio; la Heroica de Beethoven, por ejemplo, o alguna pieza de Gustav Mahler o Chaikovski. Los taxis aguardaban frente a la salida de la terminal. Un atento hispano, con el que pude hablar en español, introdujo la maleta en el portaequipaje y me abrió la puerta del copiloto. Del retrovisor colgaba un gran crucifijo de madera y el taxista, que vestía una camisa de flores, me dijo que se llamaba Juan de Dios.

“Aunque todos me llaman Dios”.

“Por los milagros”.

“Esta ciudad no es propensa a esos caprichos. De hecho, sobrevivir en barrios como al que usted se dirige resulta complicado. Hay que estar siempre atento, ya sabe, mantenerse en guardia”.

“No entiendo a qué se refiere cuando habla de lugares complicados”.

“Lo normal es que alguien como usted se aloje en un hotel más turístico. El barrio al que nos dirigimos es más deprimente; un tanto peculiar y, en fin, no pretendo asustarle”.

“Sospecho que me está ocultando algo”.

“Deje el usted para otros personajes y llámeme Dios. Me pregunto, si no es indiscreción, el motivo de su visita”.

“Vengo con la intención de mejorar mi inglés. Aunque, te confieso, no por voluntad propia. Si conocieras la verdad te morirías de la risa”.

“Verdad y risa; a veces hay que impostar para sobrevivir, sin abandonar los principios. Eso es lo difícil. En fin, le aconsejo que se ande con cuidado por estas calles. Sea como fuere, nunca se olvide de Dios. Aquí le dejo mi tarjeta. Guárdela como oro en paño; le auguro que tarde o temprano me necesitará. Tiene un tachón que la afea, pero es que imprimieron mal uno de los números. Ya puede disculparme”.

El barrio me ofertaba edificios de media altura y fachadas viejas; licorerías, tugurios, donde supuse traficaban con alcohol y otras especias.

La ciudad de Los Ángeles se mostraba desconocida y hostil. El barrio me ofertaba edificios de media altura y fachadas viejas; licorerías, tugurios, donde supuse traficaban con alcohol y otras especias; un andamio abandonado, pasadizos, cubos de basura, alambres, colillas. Una imagen de desolación a la que no estaba acostumbrado. Memoricé las palabras de Juan de Dios, o Dios, como él prefería que le llamase. Doblé la tarjeta y la guardé en mi cartera. Arrastraba la maleta por las aceras de aquel barrio que destilaba cansancio y desobediencia. Me crucé con unos cuantos mendigos que siguieron a lo suyo, sin prestarme atención. No me fue difícil encontrar la pensión donde se alojaba Bukowski. Al entrar, un hombre muy desagradable me cortó el paso. Cuando le desvelé el número de la habitación a la que iba, me informó que el escritor —un sucio borracho sin futuro— que la ocupaba escribía por las noches y no se levantaba hasta el mediodía. Golpeé su puerta pero nadie contestó. El pasillo olía a sudor y orines y, por un momento, sentí náuseas. Rescaté de la memoria a la actriz Bette Davis, con su rostro repleto de arrugas, como luego descubriría en la geografía de la cara de Bukowski. El casero se quedó al cuidado de mi maleta cuando me decidí a explorar los alrededores. Me perdí en divagaciones innecesarias, como todo lo que resulta imposible. Encontré una licorería donde el dependiente dijo conocer a Bukowski. Me habló de su fuerte carácter y sus juergas y dejó caer que le debía algún dinero. Me aconsejó que le llevase un par de botellas de vino y unas latas de cerveza. Pagué todo lo que se debía, incluida la deuda contraída por Bukowski. Golpeé la puerta, de nuevo, y me abrió un tipo corpulento que vestía únicamente calzoncillos y camiseta blanca de manga corta, amarillenta y repleta de manchas rojizas. Aquel hombre se arrastraba al caminar y hablaba muy despacio, como si masticara las palabras. Presentí que me leía el pensamiento a través de la mirada y, de repente, se echó a reír. Balbuceó algo que no entendí y me sentí incómodo. La escena me resultó muy cinematográfica. El encuentro entre dos hombres que, en realidad, desean estar solos y fingen que la amistad es un truco de naipes donde las cartas siempre están marcadas. Cuando abandonó la risa, Bukowski me confesó que todo este tinglado se debía a una apuesta con Maxi el Gordo, pero que jamás imaginó que la Escuela Inglesa le pudiera tomar en serio.

“Tenemos dos opciones. Y seguramente ambas resulten desastrosas. Pero ya que estás aquí, procuraré hacer de ti otro hombre. Aunque, eso sí, en esta habitación siempre sobrará uno de los dos y nunca seré yo” —y se carcajeó, de nuevo, quitándome una de las botellas de vino que llevaba en la mano. Me propuso una solución que yo, evidentemente, acepté, a falta de otras alternativas. La habitación contigua se encontraba libre. Nuestra primera conversación concluyó con algunas exigencias por su parte, como dejarle en paz a no ser que él quisiera un buen conflicto.

La desconfianza del casero se evaporó cuando le pagué el mes del alquiler, además de zanjar la deuda de Bukowski. Es lo que tienen las transacciones económicas; siempre gana la banca o, en su defecto, te acaban robando. No podía imaginar entonces que este hombre formaría, para siempre, parte de mi vida. No dejó de mandarme por correo los libros que publicaba acompañados por una nota en las que siempre decía: Si regresas, trae un buen vino español y nunca olvides el infierno. Pocos días antes de mi llegada, Bukowski rechazó su empleo como cartero para convertirse en escritor. Llevaba el pelo peinado hacia atrás y una barba que me recordó a la de Walt Whitman. El primer consejo que me dio fue que cambiara mi indumentaria. Con el único fin de pasar desapercibido en ese barrio de vividores, prostitutas, vagabundos y perdedores.

La primera noche apenas conseguí conciliar el sueño, acostumbrado como estaba al colchón de mi cama. Escuchaba los golpes secos de las teclas de la máquina de escribir, al otro lado del tabique, y la música clásica que emitía la radio. Me acostumbré a dormirme de puro agotamiento, mientras en mi cabeza se perpetuaban los golpes de las teclas contra el rodillo y la música de Mozart o Chaikovsky. Pasábamos largas horas sin hacer nada, sin dirigirnos apenas la palabra, acodados en la barra del Barfly. Bukowski me hablaba —cuando le venía en gana— sobre la vida de los escritores, la creación, las borracheras y las peleas en los callejones; me hablaba del hipódromo y las apuestas. Aunque siempre acababa disertando sobre las mujeres; él, que no sabía amar, o amaba en exceso. Casi todas las noches se repetía la misma escena. Alguna mujer se acercaba y, casi siempre, Bukowski se marchaba con ella. Cuando me dejaba solo —la mayoría de las noches— echaba en falta los silencios y sus frases cortantes como cuchillas. Las veladas terminaban, casi siempre, con alguna pelea. Se resolvían en el callejón, a puñetazo limpio, patadas y cabezazos; incluso mordiscos. No existían normas ni reglamento alguno, a diferencia del boxeo. Durante el combate, los parroquianos rodeábamos a los contendientes y las apuestas corrían y el griterío. Recuerdo aquella noche cuando una desconocida me desnudó desde la distancia con la mirada. Bukowski —que se percató de todo— me dejó solo, y la mujer aprovechó para acercarse y ocupar el taburete abandonado por mi amigo. Vestía con elegancia y ropa cara y apuesto a que el perfume también lo era.

“Has visto la película Johnny Guitar”.

“Sí”.

“Pues dime que me quieres”.

“Pero…”.

“No seas idiota y dime que me quieres”.

“Te quiero”.

“No resultas convincente. Vuelve a intentarlo”.

El apartamento estaba amueblado con gusto. Distinguí un Andy Warhol en una de las paredes del salón.

Me lo hizo repetir una y otra vez; aquel te quiero forzado y con él la tentación y el enigma de la creación. No lo conseguí hasta que recordé al personaje de Vienna, interpretada por Joan Crawford. Cuando aprobó mi último te quiero y aquel extraño juego, me invitó a un whisky, que tomamos en silencio. Me propuso ir a su apartamento y acepté. Vivía en un edificio tan elegante como su ropa y, al vernos llegar, el portero nos facilitó la entrada. Cargaba yo con una bolsa de papel de estraza que contenía en su interior una botella de whisky y seis cervezas. El apartamento estaba amueblado con gusto. Distinguí un Andy Warhol en una de las paredes del salón. El tiempo se nos escapó entre el tabaco, el alcohol y las palabras. Comenzaba a clarear cuando nos fuimos a la cama, y ella logró reanimarme con el único fin de que no me durmiera. Después de un buen polvo, me abracé a su cuerpo y me abandoné en la idea de encontrarme en ninguna parte. Me abandoné porque no deseaba que el tiempo se esfumara y me cobrara algún peaje. Los Ángeles, por un momento, se mostró tan extraña como el cuerpo de Dios en una hostia consagrada. Nos despertamos cuando el sol atravesaba el horizonte. Condujo hasta la pensión y se despidió de mí como quien abandona una baratija. No volvió —como yo esperaba— a pisar el Barfly, aunque me pareció reconocerla en una de las cabinas del hipódromo, una tarde que Bukowski me llevó a las carreras. Desde aquella noche, ninguna mujer ha vuelto a mencionar a Johnny Guitar.

A menudo sueño en mi habitación que estoy desnudo y fluyo río abajo. Que nadie me socorre y las aguas me desplazan a su antojo. Algunas noches me despierto con el sudor frío y la quinta sinfonía de Beethoven en do menor, al otro lado del tabique. Sin darme cuenta, me acostumbré al ruido incesante, a las peleas, al humo de los cigarrillos, al sudor y a esos golpes por la espalda que te dejan inconsciente en cualquier callejón donde el peligro siempre acecha.

Aquella noche fuimos a un local donde Tom Waits concluía su concierto con “Tom Traubert’s Blues”. La voz cavernosa prodigaba todos los deseos de los hombres solos. La voz y su conjura en medio de una ventisca de arena. La voz y sus grúas metálicas, amarradas al hierro del porvenir. Sonaba un violín y un piano melancólico. Hubo aplausos y Tom se unió a nosotros. Utilizó una expresión en inglés que no entendí y se alejó con Bukowski, botella en mano, a una de las mesas del piso superior, mientras yo me reunía con Paco de Lucía para conversar de nuevo, en español, sobre las cositas buenas. La noche, como todas las cosas que resultan necesarias, se alejaba camino del amanecer cuando pagué las últimas copas. Entonces fui consciente de mi situación porque aquel era el último dólar que me quedaba. De regreso a la pensión, borrachos, se lo comenté a Bukowski y me contestó que no importaba, y que esa misma mañana buscaríamos trabajo. Nos deseamos buenas noches y al encender la luz de mi habitación leí, pintadas de rojo en la pared, dos palabras: ERES TÚ. Con un temblor desconocido, llamé a la puerta de Bukowski, quien no le dio importancia.

A la mañana siguiente, el casero pintó la pared. Resacoso como me encontraba, tomé café en un bar cercano. Intenté contactar con mi madre o con Dorleta, pero no lo conseguí, como tampoco pude despertar a Bukowski. Ese día sólo comimos una chocolatina aunque nos las arreglamos para beber cerveza en el Barfly, mientras leíamos los anuncios del periódico. Mi mirada se paseó por las paredes y la decoración del bar y, por un momento, percibí, en su desorden, la religión de las paredes. No importaba la creencia que uno tuviera, sólo contaban las paredes; las paredes de los bares, las sucursales bancarias o las habitaciones compartidas en pensiones sucias. Ante la necesidad de encontrar un trabajo sentí, por primera vez en mi vida, la debilidad que provocan en el cuerpo la incertidumbre y el desasosiego. Un anuncio llamó nuestra atención y el almacén nos pillaba cerca. Una empresa requería mano de obra para empaquetar hombreras. Pero el alcohol ya habitaba nuestros cuerpos y decidimos dejarlo para el día siguiente. No hubo pelea en el callejón aquella noche, ni mujeres que me invitasen a tomar cerveza o whisky. Nos acercamos hasta la licorería y el dueño nos fio un pack de seis cervezas y una garrafa de vino. En sus ojos descubrí la mirada ausente de los perdedores. En ese momento, yo también sentí que lo perdía todo: el amor, la madre, la casa, el colchón y, lo más importante, el dinero; aunque resulte triste admitirlo.

“No sé vivir sin dinero en los bolsillos. He pensado pedir ayuda en mi embajada”.

“Sólo necesitas enloquecer para sentir que, si estás perdiendo el alma y lo sabes, entonces, tienes otra alma para perder”.

Bukowski me desvió hacia otros terrenos. Comenzó hablando de literatura y luego llegaron las mujeres, el trabajo, la amistad, el hipódromo. Tras la última cerveza, le confesé que no era tan grave tener los bolsillos vacíos, siempre y cuando tuviésemos alguna meta. Porque es la única manera de avanzar, y también de morir. Bukowski estuvo de acuerdo conmigo. Se sentó frente a la máquina de escribir y opté por retirarme y dejarle tranquilo. Al abrir la puerta de mi habitación, retrocedí sobre mis pasos para comunicarle que, de nuevo, alguien había escrito en rojo sobre la pared: ERES TÚ EL ÚLTIMO. Bukowski le restó importancia y me convenció para que regresara a mi habitación. A la mañana siguiente, el casero repitió la acción del día anterior.

“La última vez. Si vuelve a suceder lo arregláis vosotros”.

Entramos en un bar para tomar unas cervezas. De alguna manera, conseguimos que nos invitaran.

Recorrimos a pie varias manzanas y encontramos la fábrica, donde unos conductores descargaban cajas de hombreras. Entramos en un bar para tomar unas cervezas. De alguna manera, conseguimos que nos invitaran. Dos horas más tarde nos encaminamos hacia la fábrica y buscamos al encargado. Nos condujo a su despacho, desde el que vigilaba a los hombres y mujeres que empaquetaban hombreras sobre los troqueles. Nos obligó a rellenar unos impresos antes de comenzar la jornada. Pagaban poco y exigían demasiado. La tarea no era difícil pero sí aburrida y monótona. Tampoco se podía hablar con el compañero, porque perdías la cuenta de las cincuenta hombreras que luego debíamos empaquetar. Sonó el timbre del descanso y el encargado nos reclamó para que fuéramos a su despacho.

“Han faltado en cinco ocasiones de su puesto de trabajo. Es algo que no voy a tolerar. No sería un buen ejemplo para el resto de los trabajadores”.

“Teníamos que mear”.

“Quince minutos de reloj por cinco veces hacen un total de una hora y cuarto, que les descontaré de la paga. Pasen por la secretaría para recoger el cheque. Y no se les ocurra volver por aquí”.

Aquel fue mi primer y último trabajo en Los Ángeles, pero me sentí liberado cuando nos despidieron. Me desagradó mucho el comportamiento del encargado. No llegué al insulto, como Bukowski, pero me quedé con las ganas y, de alguna manera, aprendí otra lección sobre la vida y los hombres. Es cierto que le dimos a la bebida y al tabaco en los servicios. Pero aquella manera de tratarnos y su despotismo potenciaron en Bukowski —y también en mí— una rebeldía que no recordaba desde las huelgas estudiantiles, cuando estudiaba el bachillerato. Pensé en aquellos hombres y mujeres que aceptan la injusticia sin rechistar y se abandonan luego a la rutina y mueren. Bukowski me hizo comprender muchísimas cosas y, aunque yo regresaría a una vida donde me lo daban todo, ya nunca volvería a ser lo mismo. Recuerdo el rostro feliz con que me miró aquella mujer mexicana que llevaba anudado un pañuelo azul en la cabeza, cada vez que íbamos al servicio. Estoy convencido de que aquella mujer se hubiera unido a nosotros, y quién sabe si el resto de los trabajadores. Pero no aconteció nada de eso. Aquella mujer, intuyo, no abandonó su puesto porque no se lo pedí con la mirada, y estoy convencido de que, si hubiera sido sincero, ahora caminaríamos de la mano por estas calles o las suyas. Como Arturo Bandini, el personaje de una novela de Fante, que también se enamora de una camarera mexicana.

Cobramos los cheques y nos alcanzó para comer y bebernos una botella de vino. Cogimos la propina que alguien había dejado en un plato y con un dinero —luego lo supe— que Bukowski recibía de su editor, pasamos la tarde dándole fuerte a la bebida, hasta que acudimos a una velada de boxeo, donde los pesos pesados resultaron ser dos troncos. Dentro del peso ligero, los púgiles estuvieron a su altura pero el combate estaba amañado. Bukowski apostó, en el último combate, por el boxeador con menos posibilidades. Pero nos sorprendió a todos, ya que se levantó de la lona después de caer tres o cuatro veces y noqueó a su adversario con un gancho brutal. Nos detuvimos en la licorería y pedimos fiado algo con que emborracharnos. La noche se mostraba animada y dos prostitutas nos propusieron subir a su cuarto compartido. Me acordé de la mujer mexicana y de mis miedos y escuché a Bukowski blasfemar. Después de compartir un puro y una botella de vino me despedí de Bukowski. Al entrar en mi cuarto me alarmé al comprobar que, de nuevo, habían pintado en rojo: ERES TÚ EL ÚLTIMO COMBATE. Esa noche tampoco pude conciliar el sueño. Incluso Bukowski se lo tomó en serio y le buscó algún sentido. Le confesé, entre sorbo y sorbo, la decisión de regresar a mi país. Supongo que ya se lo esperaba. Y, en cierto modo, lo deseaba, para recobrar sus hábitos y su vida. No me costó demasiado meter mis pertenencias en la maleta. La arrastré por el pasillo y me despedí de Bukowski, dándonos la mano con fuerza. Me alejaba y su mirada me perseguía. Me detuve y, desde la distancia, lo vi por última vez, dialogando con el casero.

Telefoneé a mi madre desde el aeropuerto, pero continuaba sin dar señales de vida; al igual que Dorleta. No tuve problemas en llegar a la ciudad y, cuando pisé las calles de mi barrio, los vecinos me miraron con desconfianza. Supongo que mi aspecto llamó su atención y también mi deterioro físico. Ya en casa, deshice la maleta y descubrí el relato mecanografiado que Bukowski escondió entre mi ropa y los enseres. Me corté la barba y me afeité. Al abrocharme los botones de la camisa, sentí otra agilidad en los dedos y recordé una frase de Bukowski: Si quieres saber dónde está Dios, pregúntale a un borracho. Dorleta me llamó y quedamos en el bar del Hotel Plaza. Por primera vez, llegué puntual. Dorleta se mostró asombrada y manifestó encontrarme muy desmejorado. Nos sentamos en un sofá de cuero y Dorleta pidió champán para celebrar mi retorno. Le narré lo sucedido durante mi estancia en Los Ángeles, aunque omití algunos hechos que, intuía, ni ella ni nadie comprenderían.

“Una historia maravillosa. Cuéntame, cómo es ese Bukowski”.

“Todo un personaje. Un hombre único y contradictorio. Pero qué genio no lo es”.

“Me gustaría conocerlo. Por cierto, te has preguntado quién pudo pintar eso en la pared de tu habitación”.

“No lo sé, por más vueltas que le he dado. Prefiero olvidarlo. Sabes que Bukowski, no sé de qué manera, escondió uno de sus relatos en mi maleta”.

“¿Cómo se titula?”.                                  

Pensaba ya en acudir al Consulado cuando me acordé de Juan de Dios. Busqué su tarjeta y, por suerte, no la había perdido.

El último combate. Aún no lo he leído”.

“Hay una cosa que me intriga, sin dinero y sin contactos; cómo conseguiste regresar”.

“Todo resultó muy extraño. Vagaba sin rumbo por las calles de Los Ángeles pensando en la manera de regresar a casa. Me fue imposible contactar con nadie de aquí; ni contigo, ni con mi madre, ni con los amigos. Pensaba ya en acudir al Consulado cuando me acordé de Juan de Dios. Busqué su tarjeta y, por suerte, no la había perdido. Me quedaba una moneda en los bolsillos. Le llamé y no tardó en venir en mi auxilio”.

“¿Y qué más?”.

“Me dijo que un hombre no puede vivir en otro lugar que no sea su propio mundo y que mi viaje escondía, desde el principio, un laberinto donde acabaría perdiéndome. Añadió que tenía la certeza de que, tarde o temprano, acudiría a él, a Dios, porque muchas veces confundimos la casualidad con la evidencia”.

“Todo lo que me cuentas parece surrealista. Y las palabras de Dios, o como se llame, me recuerdan a un conocido de mis padres. Un tipo muy chalado”.

“Chalado no. Juan de Dios puede resultar excéntrico y parecer un visionario, pero no es un loco ni un chalado. El caso es que del bolsillo de su camisa floreada extrajo un billete de avión, gracias al cual estoy aquí. Y no me pidió nada a cambio; absolutamente nada”.

“Sigo pensando que todo es muy raro. Lo del billete de avión; cómo sabía el destino, a no ser que tú se lo hubieras dicho”.

“Si bien recuerdo, no tenía por qué saberlo. Lo último que me dijo es que no trasciende el lugar donde te encuentres porque las horas transcurren con el mismo sigilo, con la misma cadencia, con la misma perpetuidad de abandono y vida y que volveremos a encontrarnos algún día”.

“Ya sé que me repito, pero es que todo resulta muy confuso. Por cierto, tu madre se marchó a Australia. Me pidió que te lo comunicara”.

“Ya no importa, aunque espero que no acuda a una velada de boxeo donde nunca anunciarán el último combate y, como Sísifo, se quede allí, eternamente, apostando siempre al mismo caballo perdedor”.

Regresé a casa y me miré en el espejo. Necesitaba un buen corte de pelo. Decidí deshacerme de la pizarra repleta de fórmulas escritas con tiza, porque me percaté de que la teoría de las horas imperfectas suponía una pérdida de tiempo. Desempolvé la vieja máquina de escribir y cambié la cinta. Antes de comenzar con la escritura, me senté en el sofá del salón y me dispuse a leer el relato de Bukowski, acompañado por un purito y un vino cuyo primer trago me recordó a la trabajadora mexicana que, estoy convencido, me hubiera contestado: Sí, me marcho contigo, pero no sólo al servicio a beber y a fumar; me marcho contigo.

Adolfo Marchena
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