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Dos cartas sobre las calles de Lima

martes 24 de enero de 2023
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Primera

A mis acompañantes de caminos literarios:

Espero que todos estén pasando por un momento agradable. No sé si alguna vez les conté del misterio y la curiosidad que despertaban en mí los nombres de las calles de Lima durante mis años universitarios. Fueron muchas las oportunidades en que caminé por esas vías tratando de adivinar los motivos por los que llevaban esos nombres: Trapitos, Borriqueras, Melchor Malo, Mantas, La Rectora, del Gato, del Huevo o Huérfanos. Ahora hay buenas fuentes donde se exponen esas razones.

Hace poco encontré un video hecho por un periodista que estaba realizando un estudio sociológico en la esquina de Abancay y la Colmena, en el Parque Universitario, cerca de El Hueco, que es la calle de Sagastegui, que sigue a la calle de Santa María y que precede a la calle Pileta de Santa Teresa, frente al Parque Universitario. En esa calle vivió en el siglo XVIII un abogado, el doctor Mateo de Sagastegui, de origen vasco, quien se vestía como Diderot, Marat y Salieri, con un sombrero tricorne y un traje verde que llevaba una columna de innumerables botones dorados, y que andaba en una calesa tirada por un caballo blanco sobre un terreno lodoso. Allí también funcionó en una época una generosa casa para mujeres desamparadas. Y me pregunto qué habría dicho el abogado Sagastegui si hubiese sabido que en dicha arteria un edificio sería demolido siglos después con tanto odio que dejaría como resultado una tremenda excavación que abarcaría la manzana entera. En los tiempos de mi niñez esta calle de Sagastegui permanecía ahondada en su totalidad y tenía en el muro delimitante una alambrada con vidrios rotos.

En el otro lado de esa calle de la avenida Abancay, Odría construyó un edificio para que el Ministerio de Educación tuviese una sede y que hoy es albergue para muchos juzgados y para incontables caras largas. El lado este estuvo desenterrado sin saberse la causa y en ella nadie edificaba nada. Este lugar lo vi excavado como si hubiese sido el sitio del impacto de un meteorito desorientado, cuando era un niño de trancaboliche e íbamos a tomar el tranvía para ir a la playa y cuando asistía a las clases de San Marcos donde los catedráticos, como Luis Alberto Sánchez, escribían en una pizarra negra de los tiempos de Martín Adán oraciones como esta: “El continente americano es una gran novela sin novelistas”. En esa calle nadie edificaba nada, como si toda construcción hubiese sido prohibida. Recuerdo que era un hueco descomunal y hasta ahora no puedo concebir quién tuvo la paciencia de hacerlo, sacando la tierra poco a poco, carretillada tras carretillada.

De ahí el nombre de esa área comercial, como todos saben, el mercado El Hueco. Esa esquina tiene que cruzarse con mucho cuidado porque al que se descuida se lo lleva de encuentro un taxista desesperado que no ha dormido por tres noches por conseguir el miserable diario que le da a cada una de sus tres mujeres, que lo andan amenazando con dejarlo si no mejora el sustento, y que el chofer la cruza con luz roja y con los ojos cerrados, por ir a recoger a un cliente desgreñado que le hace señas desde la siguiente cuadra.

El Hueco hoy en día se ha convertido en el caos más grande del continente, donde la piratería, la venta de productos del contrabando y del robo se ha convertido en una actividad diaria. Si en esa cuadra hubiesen hecho tan enorme excavación durante el siglo XVIII, estoy seguro de que los limeños de esa época la habrían bautizado con el nombre de la calle del Hueco o calle Contrabandos y no como de Sagastegui.

Manuel Lasso

 

En la carta sólo quise explicar que, si en una cuadra vivía un juez o un capitán de arcabuceros, los vecinos la eternizaban con el nombre de la calle del Oidor o la calle Zárate.

Segunda

A mis acompañantes de caminos literarios:

La carta de la calle del Hueco ha conmovido a gran cantidad de los lectores que la recibieron. Nunca calculé que el tema de las calles de Lima podría conmover a nuestras almas con esa intensidad. Tal parece que las Tres Veces Coronada Villa posee un sorprendente e inesperado encantamiento sobre nuestras almas. Lima nos hechiza. Pero, ¿por qué sucedió esto?

En la carta sólo quise explicar que, si en una cuadra vivía un juez o un capitán de arcabuceros, los vecinos la eternizaban con el nombre de la calle del Oidor o la calle Zárate. Si en otra arteria existía una iglesia regida por monjas mercedarias, el pueblo la llamaba la calle de las Mercedarias. Cuando en otra arteria nacía un polluelo con tres cabezas que habían roto el cascarón con tres picotones a la vez y salía caminando con dos patas, entonces la conocían como la calle del Huevo. Si por algún pasaje, con la complicidad de la noche, un virrey travieso escalaba paredes para visitar a una mujer casada y se caía dándose tremendo golpe en el lodo, entonces, con mentalidad picaresca, a ese lugar los limeños de esos tiempos la designaban como la calle de los Trapitos.

Si en otra vía caminaba por su empedrado un personaje de carácter violento, que llevaba bigotazos, sombrero emplumado, capa corta y botas tragaleguas, quien era además enemigo del arzobispo de Lima y un diestro en el manejo de la espada y la daga con las que por celos había tumbado a varios hijos-de-algo, entonces a esa cuadra la bautizaban como la calle de Matasiete.

Si en otra esquina existía una casona que amparaba a las mujeres que habían sido abandonadas por sus maridos y las cuidaban para que no cayeran en los deleites de la vida alegre, a esa arteria los residentes la nombraban como la calle Divorciadas.

Y en nuestra época, cuando yo escuchaba el comercial radial: “Venga a ver al rey de las telas baratas, Santo Tomás 224”, se me neblineaba el alma con una nostalgia dulce porque me hacía recordar a los queridos familiares de mi infancia.

Quizás ahí se encuentra la explicación. El pensar en esas avenidas nos trae recuerdos de nuestras experiencias personales y por eso nos torna felices durante esos momentos.

Manuel Lasso
Manuel Lasso
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