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El verbo más devastador

martes 14 de marzo de 2023
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En un momento de nuestras vidas lo que uno decía era detestado y atacado por el otro con gran ferocidad y resentimiento. La mera mención ​del buen tiempo nos podía empeñar en una discusión que podía durar días. Con cada desacuerdo, mi adorada esposa y yo aprendimos a decirnos palabras más hirientes. Confieso y me avergüenzo ahora por haber usado mi verbo devastador para atacar sus principios más vulnerables con toda mi furia e inmisericordia.

Ella hacía lo mismo, pero yo había adquirido una habilidad especial para herirla con mi verbo más despiadado. Después de los pleitos ella se quedaba malherida y desconsolada por varios días. Esta mórbida relación empeoró al punto que nuestras discusiones terminaban en lamentos y sollozos que parecían no tener alivio. Nos dejábamos de comunicar por cierto tiempo, pero luego de ese lapso nos volvíamos a echar de menos. Nos buscábamos arrepentidos y regresábamos a abrazarnos y a expresar nuestros sentimientos de amor perpetuo. Entre lágrimas y caricias tratábamos de encontrar la razón por la que caíamos en esos conflictos y discusiones dañinas.

Me dediqué a buscar alivio en el vino, pero esto empeoró nuestras relaciones. Con la botella de etiqueta plateada en una mano me fui de casa varias veces dando portazos con la intención de abandonarla para siempre. Luego que mi reloj marcaba el paso de las horas, mi espíritu belicoso se aplacaba y era poseído por una gran apacibilidad y por un deseo irreprimible de verla con gran premura. Retornaba con el remordimiento de haberla ofendido del modo más vituperable. Fue durante esa época que empecé a culpar a mi lengua maldita por no saber cohibirse en los instantes de mayor indignación. Ah, si sólo hubiese podido arrancármela en ese momento.

Primero un acceso de irascibilidad, luego una discusión sin fundamento. Una crisis y un ataque violento.

Pero lo mismo sucedía incesablemente. Primero un acceso de irascibilidad, luego una discusión sin fundamento. Una crisis y un ataque violento. Un dolor, un lloriqueo. Después, un alejamiento que mitigaba el alma. Posteriormente, una reconciliación pasajera.

Fue en uno de esos episodios en que, agitado por el alcohol y poseído por una furia irreprimible, de la que me arrepiento ahora con mucho desasosiego, volví a pronunciar una de esas palabras que más la agraviaban. En su abatimiento y rabia, sintiéndose incapaz de seguir tolerando la malignidad de mi verbo y de continuar compartiendo una vida tan dolorosa, ella decidió poner fin a su existencia. Buscó con la mirada el cuchillo de la cocina, lo aferró con despecho y sin ninguna conmiseración trató de hundírselo en el vientre. Se apuñaló varias veces, cada vez con más fuerza, pero el grosor de su vestido no le permitió herirse. Estupefacto y atemorizado a la vez por su acción traté de darle una lección. Con esfuerzos logré arrancarle el rutilante cuchillo de las manos, luego tiré de mi lengua y de un feroz movimiento la cercené. Al bajar el arma me di cuenta de que todavía estaba unida al fondo de mi boca y con otro raudo corte la separé por completo.

Con ojos enloquecidos me miré en el enorme espejo de marco dorado que había en la pared. Observé mi boca a oscuras que se cerraba y se abría, la sangre que humedecía mis labios y mis barbas negras. Mi mujer perturbada lanzaba gritos de espanto mirando al espejo y abrazando a mi hija que acababa de llegar atraída por los gritos y los forcejeos. Las dos observaban espeluznadas mi rostro y luego se estrechaban lloriqueando. Escuchando las nítidas campanadas del reloj de pie de la sala, permanecí inmóvil por un instante, pero con el gesto arrogante, empuñando con una mano el arma blanca y con la otra, mi lengüezuela. Puedo asegurar que no sentí ninguna aflicción ni molestia durante esos instantes, absolutamente ningún dolor.

Tan pronto como pude hacerlo busqué ayuda en un sanatorio local donde, en medio de un olor a alcohol y a desinfectantes, me curaron la herida mirándome con gran recelo y suspicacia como si fuese yo un loco en su crisis más grave. Luego, con el espíritu cansado, pensando que ya no habría más discordias, me fui a caminar por un terreno descampado, pateando las piedrecillas del camino con la punta de mis botines de charol negro. Al encontrar el lugar adecuado enterré mi detestable apéndice y planté encima un letrero que decía: “Aquí yace la lengua maldita que causaba dolor cuando discutía con la mujer amada”.

Tengo las barbas negras bien recortadas y la nariz aguileña; mis ojos hermosos, brunos y vivísimos por momentos, lanzan destelladas de tristeza. Desciendo de duques y marqueses. Exhalo levemente la fragancia del más fino perfume de oriente. Soy más pequeño que grande y tengo un cuerpo algo desmirriado y endeble, pero poseo un conocimiento de técnicas amatorias, descritas en el Kama Sutra, que pueden hacer delirar de placer a cualquier mujer. Desdichadamente muy rara vez me encuentro con alguien que pueda darse cuenta de esto. Hay algo, en mi rostro de irreprochable caballero y en mis gestos de respetable noble, que encubre y no permite que se vea mi apasionamiento libidinoso y feroz.

Es innecesario decir que este horrible incidente cambió mi vida para siempre. Al no poder hablar, mi estado de vigilancia y mi concentración se intensificaron. Luego de introducirla con violencia en el tintero, mi pluma corrió con agilidad en el papel, rasgueando ruidosamente. Mi palabra escrita desarrolló una gran fuerza lírica y adquirió un mejor estilo. Al mantenerme callado pude expresar mis ideas con más exactitud y rigurosidad. Fue un balance nuevo entre la palabra oral y la escrita. Cuando una feneció, la otra se envigorizó. A la vez encontré tiempo para complacerme observando las enternecedoras escenas de Renoir y las deslumbrantes imágenes de Goya, que exhibo en mi despacho.

Acudí a las ciencias ocultas y al arte necromántico de prestigiosos galenos buscando un alivio para lo que había causado mi locura. Pensé que me darían linimentos como los que se dan para tratar las heridas después de las batallas. En otros momentos creí que me proveerían con bálsamos como los que Avicena preparaba, después de calcular con un astrolabio la posición de los planetas. Aparentemente mis ilusiones desbordaban los linderos de la realidad porque estos practicantes de las artes de la curación, más por falta de conocimientos que por mala voluntad, no me pudieron dar ningún alivio.

Me examinaron numerosos físicos e hidrópatas entrenados en las mejores universidades de Europa. Con gesto indolente observaron dentro de mi boca penumbrosa y vacía; algunos con el rostro arrugado y la barba entrecana; otros con las mejillas rubicundas recién afeitadas, mirando a través de sus brillantes espejuelos de marco metálico y dorado.

Con el mismo rostro cínico e insensible, me ordenó sonreír, levantar mis pobladas cejas negras y arrugar mi frente pálida.

Introdujeron en mi boca unos dedos que olían a desinfectante y me palparon el movedizo y escurridizo muñón que había quedado dentro. Pellizcaron y tiraron del remanente repetidas veces tratando de alargarlo. Uno de ellos, inmisericordemente, me lo sacudió con violencia hasta provocarme un agudo dolor. Luego, con el mismo rostro cínico e insensible, me ordenó sonreír, levantar mis pobladas cejas negras y arrugar mi frente pálida. Tuve que seguir con la mirada los movimientos cabalísticos que trazó en el aire con sus dedos. Todo fue en vano. Nadie pudo demostrar una maniobra que fuese capaz de devolverme lo perdido. Más bien todos fueron pródigos en enunciar excusas. Uno explicó que unos nervios desconocidos e infinitos habían sido dañados para siempre por el impiadoso filo de la navaja. Otro muy acongojado habló de la regeneración imposible de las fibras musculares. Aun otro, muy molesto, me distinguió como el único imbécil y absoluto culpable de todo lo que me había sucedido. Furibundo me gritó: “¡Quién le mandó a usted a cortársela! ¿Para qué hace estupideces?”. Y recogiendo su negro maletín de médico se marchó de la habitación indignado y caminando casi con violencia. En ocasiones la ignorancia tiene la virtud de enmascararse con frases de mucho ingenio y de cubrirse con mantos de dignidad genuina.

En casa, paulatinamente, me acostumbré a mi silencio. Deambulé de una habitación a la otra, callado como una sombra. Al mismo tiempo, aprendí a sentarme quedamente en mi sillón de cuero, con pluma y papel en mano, mientras escuchaba las vivificantes melodías de la Cabalgata de las Valquirias de Wagner. Las discordias con mi cónyuge dieron paso a la tranquilidad y a la paz. De esos días sólo recuerdo de ella su rostro límpido y hermoso y el collar de un solo diamante que colgaba sobre su pecho. No se volvieron a escuchar más las incivilizadas discusiones. Mi mujer y mi hija, ya recuperadas de la tragedia, dejaron de prestar atención a mi triste condición y conversaban como si yo no existiese. Hablaban de los hermosos vestidos de seda verde esmeralda que lucirían en la primavera y trataban de cerciorarse si los rubíes de Ceylán eran los mejores que existían para hacer collares dignos de una dama de linaje; sobre todo discernieron con ahínco y excitación si la guapura y la gallardía del novio que le convenía a mi hija eran más importantes que la renta y los títulos que poseía. Platicaban y se reían entre ellas como las dos buenas amigas que siempre habían sido. Hablar conmigo se había convertido en algo innecesario.

Todos los domingos después de misa yo daba una caminata apaciguante y solitaria. Sin que nadie lo supiera llevaba flores frescas al lugar donde se encontraba enterrada mi lengua. Un día encontré el paraje profanado. Me quedé bastante sorprendido. El cartel que yo había plantado estaba destrozado y se había arrojado basurilla por todos lados. Con una lucidez que me espantó momentáneamente concluí que alguien más conocía mi secreto.

Lamenté no poder cantar la Recóndita armonía de Puccini como solía hacerlo antes. Desde mi juventud había entonado con voz de tenor toda clase de canciones, pero ésta era la que mejor modulaba con una impostación tan poderosa que la sonoridad emitida estremecía mi pecho de tal modo que mi cuerpo entero parecía estar a punto de derrumbarse.

Lo que me devastó enormemente fue el no poder ver más a la magnífica amante con quien sostenía relaciones desde hacía cierto tiempo. Confieso y me arrepiento aquí de este aspecto morboso de mi personalidad. Era ella una refinada soprano de senos espléndidos y de carácter jovial, con quien en incontables ocasiones hicimos el amor, lasciva y lujuriosamente, cantando a dos voces, entre gemidos de placer y espasmos de pasión incontenible, arias como la Habanera de Carmen.

L’amour est un oi-seau re-bel-le…

Preocupada al no saber nada de mí por varias semanas, me buscó persistentemente. Al principio me negué a verla. ¿Cómo darle un beso apasionado si la anhelada lengüeta yacía lejos, debajo de la tierra? ¿Cómo susurrarle al oído en los momentos más extasiantes cuando el órgano formador de fonemas ya no existía? Sin embargo, con el tiempo mi vicio inveterado por sus caricias poco a poco hizo desvanecer mis resistencias y convirtió mis escrúpulos en inexistentes. Un buen día me encontré buscándola por las calles por donde solíamos pasear, con la conocida melodía de la Habanera resonando obstinadamente dentro de mi cabeza, introduciéndome con forcejeos en los camarines de los teatros de ópera donde ella cantaba y asomando la cabeza en los cafetines donde se reunían los artistas. Hasta que un día la encontré. Al descubrir que yo estaba cerca de la entrada, ella con el rostro maquillado y con el disfraz de Aída dejó la copa de absinthé cerca de la botella. Mirándome fijamente abandonó su mesa y corrió hacia mí. Su mirada tenía una mezcla de admiración y tristeza. Avanzó hacia mí a toda velocidad hasta que colisionamos y nos abrazamos casi con violencia. Nos besamos con nostalgia en medio de la ruidosa muchedumbre. Se emocionó mucho. Sollozando me contó que no había dejado de pensar en mí en todo ese tiempo, que me recordaba constantemente y que mi imagen era como una fuerza que no la dejaba pensar en otra cosa que no fuese yo. Que deleite le inundaba el alma cuando pensaba en mí. Con mucha ternura acarició mis labios con sus dedos enguantados y me besó repetidas veces. Fuimos a su casa y volvimos a hacer el amor y nos bienquisimos con mayor pasión, pero esta vez la gente que pasó frente a su casa, persignándose, sólo escuchó su voz de soprano entonando las arias de trasanteayer. Yo la amé en silencio y recorrí a besos todo su cuerpo.

Cuando comprendí que a pesar de mi tragedia mi vida volvía a los carriles de antes y pasaba el día sentado en mi sillón preferido, rememorando con rostro sonriente los placeres que me proporcionaba mi amante, sucedió algo inesperado. Una madrugada, al final del invierno, mientras dormía, sentí un calor inusitado en una mejilla. La placidez del sueño me impidió despertar inmediatamente. Como la intensidad del calor se tornó irritante abrí los ojos y descubrí que la habitación se encontraba en llamas. Empezó a escucharse muy suavemente la voz de una soprano entonando el comienzo de HabaneraL’amour est un oi-seau re-bel-le que nul ne peut ap-pri-voi-ser… Me erguí casi con violencia. Mi esposa dormía en la otra cama cerca de la puerta, pero seguía descansando plácidamente. La quise despertar y traté de gritar, pero no pude emitir ningún sonido. La voz de la soprano incrementó su intensidad… Et c’est bien en vain qu’on l’ap-pel-le, S’il lui con-vient de re-fu-ser… Creí estar soñando, empero la música era real y se intensificaba mientras que el incendio arreciaba más.

Impotente, temiendo que algo grave le sucediese a mi esposa, traté de gritar con todas mis fuerzas; sin embargo, nada se produjo…

Me embargó la exasperación cuando repentinamente una descomunal llamarada se interpuso entre nosotros. Impotente, temiendo que algo grave le sucediese a mi esposa, traté de gritar con todas mis fuerzas; sin embargo, nada se produjo… Rien n’y fait, menace ou pri-e-re, L’un par-le bien, l’autre se tait… Lo volví a intentar, pero sin ningún resultado. La melodía de Habanera se escuchó con gran intensidad… L’a-mour!, l’a-mour!, l’a-mour!…

Impulsado por la gran desesperación de ver a mi amada esposa en peligro lo volví a intentar con un supremo esfuerzo. Esta vez un grito de tenor exclamando su nombre se escuchó por toda la alcoba en llamas. En medio de la humareda ella despertó aterrada. Se levantó llorando con las mejillas encendidas tosiendo con el humo. Me gritó: “¡Amor!” y se me quedó mirando con pánico mientras que yo le hacía señas para que se fuese… Et cest l’au-tre que je pre-fe-re, Il n’a rien dit;_mais il me plait… No le pude escuchar más porque la melodía del aria se volvió casi ensordecedora. Entonces abrí los brazos en cruz y me dejé caer lentamente sobre la candela… L’a-mour!, l’a-mour!, l’a-mour!…

Mi amada esposa no pudo escapar de las llamas a pesar de mis gritos y mis esfuerzos. Fue enterrada dos días después por mi acongojada hija tras un velatorio muy breve. Yo sufrí terribles quemaduras. Al principio todos hicieron uso de sus conocimientos para salvarme. Al concluirse que mi existencia no se podría prolongar, más llamaron a un piadoso sacerdote, quien me aplicó los santos óleos sobre la frente sudorosa y rezó unas oraciones en latín que no pude entender bien, mientras que se escuchaban las campanadas largas de una iglesia lejana.

En el instante en que, casi delirante y haciendo esfuerzos por respirar, me consolaba pensando que por lo menos partiría llevándome el recuerdo de mi esposa adorada con su rostro límpido y hermoso, apareció mi hija vestida de luto. Fue muy reconfortante verla. Se aproximó a mi cama y con voz calmada y la mirada tierna me dijo, mientras jugueteaba con el borde de mi camisón de enfermo:

“Cuando te quedaste sin habla, papá, me alegré mucho. Pensé que ya no le cantarías más arias a tu amante. ¿Te acuerdas? Pero no te enmendaste… no. Qué te ibas a enmendar. Yo te seguía cuando ibas a su casa. ¿Nunca te diste cuenta? Me sentaba en las gradas de la entrada y con mucho pesar los escuchaba cantar a dúo. ¡Qué hermosas voces!… Recuerdo el día en que ella te cantó el Mon coeur s’ouvre a toi del Sansón y Dalila y tú le respondiste con el E lucevan le stelle de Tosca. Otras veces le cantabas La donna e mobile. Qué tal manera de amar y tú le decías a mi madre que sólo la amabas a ella. ¿Te acuerdas? Sólo a ella… Últimamente solo oía cantar a tu querida, pero sabía que tú estabas dentro… amándola… Por eso profané tu lugar secreto y pateé tu lengua, papá… Lo pisoteé. Y el otro día yo provoqué el incendio… ¿Me escuchas?… Yo le prendí fuego a las cortinas de tu alcoba… ¡Escucha, papá! ¡Abre los ojos! ¡No los cierres!… Yo puse la música en el tocadiscos… Habanera… ¿Comprendes?… No sabía que mamá estaba allí. Pensaba que había ido a visitar a tía Lucrecia. Por todo esto te pido perdón, papá… Todo tu perdón… En fin… Siento mucho lo que hice, pero por lo menos ahora estoy convencida de que mi madre ya no tendrá rivales… Debo irme… Todavía tengo que hacer algo. Debo terminar con esta tragedia. Que descanses, papá… Buenas noches, adorado papá… Buenas noches”.

Me besó la frente y se apartó forzando una leve sonrisa. Dio media vuelta y se fue. Sin hacerse anunciar, la melodía de Habanera irrumpió en mi mente. L’amour est un oi-seau re-bel-le que nul ne peut ap-pri-voi-ser… Yo me quedé furibundo, con el rostro quemado y grasoso, ahogándome y respirando con desesperación, lleno de ampollas, invadido por una creciente rabia que alcanzaba el predio del odio. A pesar de la terrible calentura y de la debilidad, seguí a mi hija con mis ojos desorbitados y enloquecidos; vi que le hacía una venia a la monja que se encontraba cerca de la puerta. Caí en un sopor inesperado. Pero instantes después, al abrir los ojos, vi al capellán que estaba agachado con su cabeza muy cerca de mi oído y me estaba explicando con el gesto más dulce del que podía echar mano que mi hija se había arrojado al barranco y que estaban recuperando su cuerpo en esos momentos. Más horrorizado aún por la noticia, como si no pudiese comprender bien lo que estaba sucediendo, con mi boca muy abierta y vacía, respirando con gran dificultad, me pregunté:

“¿Quién en realidad tiene aquí el verbo más devastador?”.

Mientras tanto el aria prosiguió resonando con su tono más sublime. L’a-mour!, l’a-mour!, l’a-mour!…

(del libro de cuentos El danzarín de las fiestas del Tayta Shanti, 2014).

Manuel Lasso
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