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Tres sueños de Adolfo Marchena

sábado 10 de junio de 2023
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Anoche soñé con Walt Whitman

Anoche soñé con Walt Whitman y los colchones se fundieron con las hojas y aquellas promesas acuñadas desde el frío. Soñé que remontábamos el Misisipi, su arquitectura de amplias extensiones y nativos despojados de sus tierras. En sus campos el temblor de todas las tormentas y lo hermoso; el horizonte y la manera de contemplar las cosas, pretensiones que me recuerdan tu poblada barba huyendo del barbero y su navaja. Los vagabundos saludaban con su mirada impenetrable y su ferocidad esculpida con los golpes por la espalda. Más tarde, navegamos por el Michigan y el Hurón, susurrándole al viento nuestros planes y el deseo de respirar bajo las aguas. Comprendí que la verdadera guerra se libra únicamente en la retaguardia y los despachos. Los combatientes desangrándose en las trincheras, olvidados en la tierra de nadie. Combatientes resignados que reconocen la geografía de la locura cuando ya es tarde para responder las cartas. Sólo después de la tragedia y la barbarie comprendemos que todo lo que importa carece de valor y el aire cobra su sentido. Qué triste, aquellos que olvidan el origen, la cosecha que nunca se perderá y los dominios de la nada en torno a la certeza. Yo, que pretendía conocerlo todo, comprendí que carecía del arrojo necesario y la paciencia para evitar la torpeza y los abismos que todos los hombres y mujeres coleccionan sin saberlo. Y supe, querido Whitman, de la necesidad del verso para celebrarme y cantarme a mí mismo, como tú lo celebrabas y nadie lo intuía. Antes de que la razón me obligara a desconfiar de aquellos que se proclamaron colegas y camaradas (por encima de todo), recorrimos los suburbios de Washington junto a Peter Doyle, tu gran amigo. Transformamos la filosofía en un entretenido juego donde enumerar los defectos; los nuestros y los de aquellas civilizaciones que se perdieron como se perderá también nuestro mejor momento. Anoche soñé contigo, viejo gurú y aventurero noble. Soñé que nadie nos miraba y cruzábamos las vías provocando el miedo de los trenes. Anoche soñé que todos los pantalones carecen de bolsillos. Cuando la tristeza se disponía a torturar todo lo bueno y los restos de mi bondad, llegaste para decirme que siempre estuve allí, donde nací o me parieron, pero no lo sabía ni lo supe comprender. Entonces nos miramos y comenzamos a reír, ajenos y libres, por debajo de los adoquines y los edificios; reíamos como si nos dominara la demencia y nada nos importase. Distinguimos, entre risas, la tempestad que provoca la desmesura y su agonía. Incumpliendo las leyes de los hombres, destrozamos todos los tejados para perpetuar la intemperie y guardarla, también, en los cajones de las alacenas. Dejamos que nos detuvieran sin complicar las cosas mucho más de lo que estaban y, por un momento, deseamos que aquellas gentes pudieran contemplar las estrellas en el cielo, antes de dormirse. Anoche soñé que Walt Whitman me enseñaba a respirar para no dejar de hacerlo hasta mi muerte.

 

Tú cantabas Hey Joe y luego, me advertiste, cometeríamos un tremendo error si escapábamos a México.

Anoche soñé con Jimi Hendrix

Anoche soñé con Jimi Hendrix y las cuerdas de su guitarra en rebeldía liberaban a los hombres y mujeres, acusados y encerrados por desacato en sombríos manicomios repletos de candados. La lluvia acechaba y nos rondaba, en su extensión de charcos ocupando las aceras y los cielos grises. La tierra y su abandono (o el olvido de apagar los fuegos), convertida en barro; en ese momento en que me acerqué al escenario y todos los hombres y mujeres viajaban con billete de ida, sin retorno. Tú cantabas Hey Joe y luego, me advertiste, cometeríamos un tremendo error si escapábamos a México. Porque una vez, me confesaste, te detuvieron por conducir un coche robado y un juez te dejó escoger entre la cárcel o enrolarte en el ejército. En tus ojos la púrpura de aquellas tardes que nunca sucedieron y tampoco se abandonan. La niebla ofertaba su discurso y nos invitaba a deshacernos de la ropa y quedarnos quietos en la desnudez del momento. Era el último día de aquel festival en el que sólo creyeron unos pocos. Pero aquello no tardó en llenarse y un gobernador que odiaba a los hippies declaró el sitio como zona de desastre. Nadie temía, entonces, morir por inanición ni sed o hambre, y muchos se desmayaron ante el cansancio y el ácido y la yerba proyectando nuestra libertad a medias. Observé a través del estruendo y distinguí a Hunter S. Thompson, que caminaba tranquilo, más allá de los oficios y todas las rutinas casi siempre innecesarias. En nuestro alocado viaje llegamos a Bethel, donde un granjero llamado Max Yasgur alquiló sus terrenos para celebrar aquel evento. A pocos kilómetros quedaba Woodstock. Así se recuerda; aquellos días de paz y música, cuando ahora se amordazan las ideas y vivir se nos complica demasiado. Fue un largo viaje a través de la noche y las carreteras secundarias. Hunter y yo intentamos adivinar qué nos encontraríamos, pero no acertamos ni nos importaba. Nos detuvimos para repostar gasolina y la cinta se enganchó en el viejo radiocasete. Quisimos saberlo, pero nadie nos advirtió de la indiferencia ante la dignidad y las buenas costumbres. Conducía, mientras tú tratabas de reparar el viejo aparato y la cinta en el suelo descalabrada. Te diste por vencido y sacaste de la guantera unas pastillas azules. Llegamos a tiempo, aunque tuvimos que esperar a que Richie Havens subiera al escenario y tocara Freedom. Yo también intenté largarme, alejarme de toda la basura que nos arrojaron por anhelar la verdadera libertad que ellos mismos retenían en sus mansiones y despachos. Qué hermoso fue sentir la oscuridad y el desamparo. Aquella madrugada, Jimi Hendrix nos sorprendió tocando el himno nacional, donde imitó el fuego de las armas y el lanzamiento de las bombas. Era impensable que nadie pudiera conseguir eso con una guitarra; su Fender Stratocaster blanca. Cuando apenas quedaba nadie y un pequeño grupo de hombres y mujeres recogían la basura, divisé una figura, no muy lejos. Pensé que se trataba de Hunter, que regresaría conmigo a Nueva York. Pero Hunter ya se había largado y aquella silueta me convocó al encuentro. Al aproximarme me percaté de que se trataba de Jimi Hendrix. Hey, Joe —me dijo. Supongo que vienes a despedirte. Guardé silencio y le invité a viajar conmigo. ¿Sabes?, es muy probable que no nos volvamos a ver —me anunció. No supe captar el mensaje y el designio y la fragilidad de aquel momento. De regreso a la ciudad, fatigado y sin pretensiones, recordé sus últimas palabras y decidí continuar hasta alcanzar el horizonte y lo imposible. Recordé una frase de Jimi: La locura es como el cielo. Anoche soñé con Jimi Hendrix y su guitarra tañía como las campanas, y más allá de la carretera, se extendía un hermoso campo donde no crecía nada.

 

Pobres los hombres que bendicen la mesa sin alimentos y vigilan al prójimo con los cuchillos en sus platos.

Anoche soñé con César Vallejo

Anoche soñé con César Vallejo y París me sorprendió con aguacero. No sé, no pude atestiguar si fuiste tú quien destrozó las alambradas y las verjas que alimentaban mi inquietud y la locura; o la culpable fue la noche en su acecho de nostalgias graves, cuando las pastillas son placebo y todos los temores regresan y su desafío a olvidarlo todo y no volver a frecuentar las mismas calles. Pobres los hombres que bendicen la mesa sin alimentos y vigilan al prójimo con los cuchillos en sus platos. Hombres y mujeres que no saben distinguir la traición de lo pactado, porque el hambre esconde sus propias intenciones y no importa si la carne es recién parida o ya no sabe. En ese tránsito feroz del hambre, donde la memoria borrará todo lo bello y sólo quedarán las distancias que dejan los bocados, en ese tránsito lo comprenderé todo. Presiento el manotazo que me empuja contra el muro para condenarnos a la intención de la palabra. Nuestro gesto en un mural pintado con saliva y aguardiente. Yo no sé! Qué fue lo primero que olvidamos; nuestro nombre, la dignidad o el deseo de alcanzar la gloria en el descrédito de las batallas. Yo no sé! Cuando ya todo nos dolía: el gesto, las vértebras, la consecuencia, adiviné mi final y supe que mi muerte llegará contigo y será jueves. Intenté quedarme junto a ti, pero luego la intemperie nos empujó a seguir buscando otras ciudades, alejadas de este París y sus bistrós. Yo no sé! Si la voracidad se alejará algún día para no perpetuarse y convertir al hombre o la mujer en algún monstruo que se liberó de la imaginación de Mary Shelley una noche de tormenta. Un despropósito todo; por Dios, tú lo sabías. ¿Qué hacer, cuando la nada atraviesa nuestra piel y llega adentro? Anoche soñé con César Vallejo y París escondía rincones prohibidos donde aprender de los cartones desplegados, cerca de los contenedores. Yo no sé! Me pediste que me quitase los zapatos, muy cerca de Nôtre Dame y el Sena. Vivir, después de todo, es una continua despedida, hasta saberse solo. Anoche soñé con César Vallejo y, de repente, las aceras se poblaron de polillas. En aquel lugar donde un día, como a ti, me pegarán fuerte y sin motivo. Yo no sé! Si tanto esfuerzo mereció la pena. Pobre el hombre, que ignora lo preciso: el perdón después de la barbarie. O esa quietud, cuando uno regresa, agotado, y se recuesta contra un muro repleto de metralla. Anoche soñé con César Vallejo y, al despertar, sobre mi cama, yacían los heraldos negros, los golpes todos de la vida.

Adolfo Marchena
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