Anoche soñé con Federico
Anoche soñé que entre los libros habitaba una manzana. Y también soñé con Federico. Caminábamos por un sendero de tierra y las aguas del río se perdían, como el débil quejido de un animal sorprendido por el fuego. Un hombre se oxidaba, atrapado por el hierro de un cepo dispuesto en su jardín, junto al estanque. La grandeza y la miseria, en el fondo de la noche; el misterio y el desencanto, todo al fondo de un pasillo poco iluminado. Por la vereda caían aguaceros y nubes derrotadas que iban, poco a poco, empapando nuestros cuerpos. Una anciana avivaba el fuego de la hoguera, esperando el regreso de su hijo. Hay contiendas que no distinguen el color del uniforme; contiendas que no saben atarse los cordones de las botas y tropiezan, a cada paso, perdiendo el equilibrio. De ese modo andan, como un funámbulo borracho, todas las contiendas. El hijo de la anciana, mientras tanto, escribe cartas y el combate les sorprende, como siempre, antes de tiempo. Hay misivas que se pierden en el bolsillo de la pelliza y nunca llegan a su destino.
A lo lejos se escuchaba el ladrido extraviado de un único perro insatisfecho. Era la única herida que sangraba en el silencio. Hasta el río callaba en su cauce y su trayecto. Más allá, en la retaguardia, los caballos se arrancaban los herrajes y anunciaban con su voz el abandono de su oficio. Todo un pueblo sospechaba y su sed no era de agua, ni siquiera la del río; su sed cabalgaba caprichosa entre los dedos y la enfermedad de la desgana. Cuando cesó el ladrido extraviado de un único perro insatisfecho, regresó la calma y, de repente, los sonidos se volvieron necesarios.
Federico y yo tramitábamos los pasos con cautela. Él, con las manos a la espalda; yo, tratando de evitar los socavones. Una estrella fugaz atravesó el cielo y se perdió en un horizonte negro e indeciso. Nos guiábamos por las débiles luces que aún tiritaban en el pueblo y que escapaban a través de las ventanas y algunas puertas entreabiertas. Suponían, aquellas luces, nuestro faro y la brújula, que indicaba, no lo supe con certeza, el sur o el norte de nuestra táctica y sus consecuencias. Más tarde, la evidencia mostraría nuestras torpes decisiones y la historia se hartaría de reír ante el asombro de los hombres y mujeres. Porque, como una crónica anunciada, y sin la necesidad de predecir ningún futuro, el mañana llegará descontrolado para atenazar los ideales y las voluntades.
Federico se detuvo y yo casi voy al suelo. Hablaba sin excesos con el rigor de su palabra. Hablaba del río Hudson y de un poeta extraviado en la ciudad de Nueva York. Hablaba, sin quererlo, de una muerte que, intuía, se mostraría ya temprano. Las palabras no mentían en sus ojos. Me dijo que Buñuel y Dalí aguardaban con la cena ya en la mesa. Maltratados por el vino, quisimos dibujar, aquella noche, la evidencia de la espuma. Dibujar las expectativas de una geografía —tal vez de nuestros cuerpos—; la cartografía de nuestras almas atrincheradas en el barro y la necesidad de no perderse en la tragedia. La posada quedaba cerca y yo ignoraba, entonces, que jamás llegaría a conocerlos; a Federico, a Buñuel y a Dalí. Ignoraba por completo que se trataba de otro sueño. Hasta el hambre fue soñada. Y todo; el río, el negro cielo, la cuchilla, la bárbara sensación de haber perdido la memoria. Sólo cuando me desperté y reconocí las hojas de afeitar en la mesilla, supe —o acaso lo intuí— que en aquel sueño, el perro que ladraba, no dejaba de ser andaluz. Y que aquella manzana que habitaba entre las páginas había rodado, golpeándose contra el suelo, muy lejos de los libros.
Anoche soñé con Fitzgerald
Anoche soñé con Fitzgerald y su deseo de no devaluar la oscuridad como moneda de un país enfermo y perturbado. Pero siempre te perdías en el bar del Ritz con un martini seco, para perseguir después, tambaleante, a Gertrude Stein por todos los cafés de Montparnasse. Y en la puerta, Zelda gritándole a la luna que no recordarás nada, cuando amanezca, y llorarás la pérdida de la memoria. Me encontraba allí sentado, junto a la mesa de la cocina, ordenando los granos de café, antes de molerlos. Recordaba todos los lugares donde una vez creí amar las cosas bellas e imperfectas, aquellas en las que nadie se fija ni se detiene a contemplar, por mucho que le obliguen. Alguien golpeó la puerta y, cuando abrí, ya no encontré a nadie. El polvo mantenía el equilibrio sobre la barandilla y una araña correteaba arriba y abajo. Los escalones de madera se esforzaban contra el deterioro que provocan las pisadas y las piedras incrustadas en las suelas de los zapatos. Bajé al rellano en mi curiosa tentativa de descifrar algún enigma; como si fuera tan sencillo mostrarte un héroe para que tú escribieses una tragedia. El gran Gatsby asustado, huyendo de su propia vanidad y cobardía. Las últimas hojas del otoño se empeñaron en cercar el territorio donde guardabas los sobres y el principio de un único relato. En el club del paseo marítimo sonaba un saxo y un contrabajo le acompañaba. La música se colaba por debajo de las puertas para transformarse en susurro. En el exterior y las aceras los charcos bailaban agarrados. Un fotógrafo capturaba el momento de las luces y las sombras mientras un hombre vomitaba con los ojos abrasados ante el esfuerzo. Atravesé la calle en su opulencia de matices grises. Un coche se aproximaba con los faros apagados. Cuando llegué hasta el club, reconocí a Fitzgerald hablando con Hemingway. Zelda bailaba, en la pequeña pista con una copa en la mano. París traficaba con toda una generación perdida. Anoche soñé que tus manos también eran una fiesta y nadie pretendía marcharse. Llegó un momento en que el alcohol afectó la dicción y las costumbres buenas. Anoche soñé con Fitzgerald y lo último que me dijo es que no existe noche más suave que aquella en la que concluye todo. Anoche soñé y Fitzgerald lloraba la locura que, intuía, tarde o temprano llegaría.
Anoche soñé con Ernest Hemingway
Anoche soñé con Ernest Hemingway y un viejo y el mar nos contemplaban. Relamíamos el escorzo de la madrugada, despiertos todavía, con un daiquiri en nuestras manos. En el Floridita ya no quedaban marineros ni turistas, ni agentes del FBI tras nuestra pista. Recorrimos las calles de La Habana, antes de que un chófer nos condujese a Finca Vigía. Nos dormimos durante el trayecto. Anoche soñé con Hemingway y los gatos se acercaban a lamerme. Yo dormí aquella mañana y cuando desperté Hemingway trabajaba una novela. Más tarde supe por quién se desdoblan las campanas. Apenas comíamos fruta, arroz y algún pescado. No hacíamos otra cosa que hablar, beber, dormir. El ron se concentraba todo en las calles habaneras. Aquella noche fuimos a La Bodeguita del Medio. Todo era fiesta, como París, hace ya tiempo. Entonces recordamos a la vieja Gertrude. Joder —exclamaste—, qué genio tenía aquella dama y qué sabiduría. Hablamos también de Fitzgerald; lo mal que soportaba los alcoholes. Ahí perdió todo su brío literario —sentenciaste. Y te preguntaste qué sucedió, luego. Zelda acabó en un manicomio y todos, uno a uno, abandonamos aquella ciudad perdida. En nuestras borracheras soportamos el peso de todas las resacas y el tránsito voraz de lo nocturno. Nos volvemos nostálgicos y dibujamos pretensiones cuando recordamos las cositas bellas. Las verdes praderas, las extensas llanuras, el páramo; todo se diluye en esta isla de superstición y santería. Y, sin embargo, no existen amaneceres ni atardeceres más hermosos. Caminamos por las calles del barrio de San Francisco de Paula y sorteamos los cuerpos tirados de algunos borrachos que dormitaban. Una mujer morena, con la mirada de fuego, se detiene y te grita no sé bien qué gesto. Todo parece de fuego en esta acogedora isla que también te juzga y te somete. Uno queda, para siempre, clavado a esta tierra; a este mar y su cielo, su malecón y sus ruinas. Anoche soñé con Ernest Hemingway en el hambre y la fiesta de un París donde todos nos convertimos en aspirantes a escritores. Sabíamos demasiado y, al mismo tiempo, lo ignorábamos todo. Anoche soñé con Hemingway y luchábamos por sacar del agua un gran pez espada. La tensión en nuestros brazos. El sedal soportando aquel envite. La soledad dispuesta a testificar contra el olvido y la derrota. El gran pez ya no era nada. Se lo habían disputado los tiburones. Anoche soñé con Hemingway y el último cartucho ocupaba el cañón de una vieja escopeta que colgaba de la pared, como esperando.
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