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Andrés Sorel: la lucidez de un hombre comprometido

lunes 23 de octubre de 2017
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Andrés Sorel
Sorel no esconde el deseo de denunciar y sí ama la verdad que hay en el lenguaje.

Andrés Sorel tiene una larga carrera como novelista. También ha cultivado el ensayo, pero siempre ha demostrado su compromiso con las ideas progresistas, defendiendo los derechos del ser humano, los valores que tienen que ver con el hombre, su presencia en el mundo, lejos de los engranajes del poder que han mermado nuestra sociedad irreversiblemente.

Sorel nació en Segovia en 1937, estudió Magisterio y Filosofía y Letras. Durante la dictadura militó en el Partido Comunista, pero abandonó el mismo en 1963, por discrepancias ideológicas. Tuvo que sufrir la censura de algunas de sus obras por el ministro de Información y Turismo de entonces, Manuel Fraga Iribarne. No hay que olvidar que dirigió en París Información Española y fue corresponsal de Radio España Independiente entre 1962 y 1971.

El escritor segoviano ha dejado su huella en libros tan comprometidos con la defensa de los valores democráticos, denostados en los largos años de Franco, en títulos tan interesantes como Miguel Hernández, escritor y poeta de la Revolución (1976) o Dolores Ibárruri, Pasionaria: memoria humana (1992), Saramago, una mirada triste y lúcida (2007) y, más recientemente, Miguel Hernández, memoria humana (2010). Pero todos ellos son ensayos, la novela la ha cultivado desde el compromiso con su afán lúcido de desentrañar al ser humano, de desvelar la hipocresía latente en muchos de los seres que ha imaginado o conocido, seres que pululan por el mundo, sembrando la discordia y el rencor. Cito, entre otras, La noche en que fui traicionada (2004) o Jesús, el hombre sin evangelios (2004).

Todo ello me lleva a decir que Sorel no esconde el deseo de denunciar y sí ama la verdad que hay en el lenguaje, lejos de las palabras pervertidas por el poder y por el cinismo de los que nos llaman ciudadanos.

Ahora acaba de publicar Las guerras de Artemisa en la editorial El Olivo Azul, una novela que ahonda en el conflicto de España con Cuba, en la figura del general Valeriano Weyler y en lo que se llamó los campos de reconcentración, donde el tiránico general impuso su poder a sangre y fuego. La novela no olvida la mirada de otros seres, como la de Manuel Ciges Aparicio, un hombre íntegro, un intelectual que sufrió la censura y la condena de los tiranos por denunciar los abusos de Weyler en Cuba.

No hay que olvidar las descripciones que hace Sorel sobre Cuba, maravilloso lugar al que el escritor segoviano, enamorado de sus gentes, de su aroma, de su vida que destila por los poros la autenticidad de un mundo sin caprichos, donde el mayor placer es el trato con los demás, lejos de nuestras pasiones por el consumismo atroz en que nos movemos. En Cuba, la carencia de las cosas no necesarias agudiza la necesidad de enfrentar la verdad al otro, lejos de apariencias y de materialismos.

 

Para Sorel, la locura humana, tan bien reflejada en las obras de Shakespeare, donde anidan el poder y la ambición desmedida, es la simiente que ha horadado el mundo.

La mirada de Valeriano Weyler y de Manuel Ciges Aparicio

La novela de Sorel comienza en la época final de Weyler; en su calle Ferraz, con la vista puesta en el paseo de Rosales, el general tiene pesadillas, se acuerda de Herminia; el olor de la mujer, como un animal en celo está siempre presente, violador de cubanas, ególatra, ser despótico y brutal, parece que ha soñado su pasado, su terrible tiempo de sangre.

El escritor segoviano nos habla de su corta estatura, de su carrera militar, de su odio hacia todo. La brillante prosa de Sorel es magistral:

La ira y violencia con que respondía a cualquier mínimo atisbo de burla o menosprecio se marcaba en las venas que se hinchaban en su frente y que adquirían su violácea tonalidad, y en el movimiento de sus dedos, que se tensaban como si fueran a clavarse en la garganta del adversario (p. 52).

Es destinado a Cuba en el gobierno de Cánovas para acabar con los disturbios que están ocurriendo en la isla. Allí, Weyler ejercita la profesión que domina, la de matar y la de violar sin cuartel. Las descripciones de Sorel son realmente desgarradoras, contadas a través de uno de los soldados, llamado Piedelobo:

Aprendimos a matar, nos comportábamos peor que las bestias, despreciábamos la vida humana en aquel cuerpo que dictaba sus propias leyes. La mayor parte de la tropa eran negros, carne de presidio, y eso poco tenía que ver, o sí, que yo no entiendo, con el color de su piel (p. 55).

Las escenas de la guerra están presentes, nos parecen las imágenes cinematográficas de aquellas películas donde la guerra se percibe, salpica con su violencia a nuestros ojos impávidos, también el abuso y la violación están presentes:

A orillas del Cauto fueron violadas y asesinadas algunas mujeres, niñas casi, porque se decían que estaban emparentadas con mandos de las tropas enemigas (p. 60).

Weyler, odiando cualquier tipo de dignidad, pide que desnuden a las mujeres que han apresado, que fuesen fustigadas con los látigos.

Para Sorel, la locura humana, tan bien reflejada en las obras de Shakespeare, donde anidan el poder y la ambición desmedida, es la simiente que ha horadado el mundo, creando, desde la antigüedad, el bien y el mal, la capacidad de crear como superación y de destruir como afán contrario al primero.

Las imágenes eróticas del general y de otros de su tropa, violando a las mujeres, nos sobrecogen, tienen la verosimilitud que no tienen, pese a ser tan reales, las que nos muestran en televisión diariamente. Esa falta de reacción sí cala en la novela, porque estamos solos frente a la mirada de Sorel, lúcida y herida por la barbarie humana.

Otra mirada clave es la de Manuel Ciges Aparicio; su integridad, su deseo de denunciar el horror, abren un sendero de luz en las tinieblas en que transita el libro. Sorel lo describe con maestría:

Un hombre delgado, cetrino, como si el sol hubiera caído sobre él a plomo desde que nació oscureciendo su rostro, que tomó el color de las aceitunas ya maduradas, de aspecto triste, apenas alguna sonrisa leve y de escasa duración cortaba aquella sombría expresión que reflejaba un alma atormentada… (p. 67).

Ciges Aparicio sufre con el ser humano, se pone en su lugar, se lamenta del mundo y de su agonía, frente a Weyler, orgulloso de su brutalidad, insensible ante la barbarie que ha gestado.

Para Sorel, Cuba es fundamental; por ello, la novela transita por sus hermosos lugares, los que el escritor segoviano, enamorado de la belleza del paisaje, ha recorrido en sus largos viajes a la isla.

Hay otros personajes fundamentales como Tula, una de las seguidoras del líder revolucionario Maceo en el deseo de independencia de Cuba. Sus encuentros sexuales con Juan Vives demuestran la enorme sensualidad de la mujer cubana, hecha del aroma que impregna la isla en cada uno de sus poros, donde corre el sudor del deseo y del placer.

No hay que olvidar Artemisa, nombre de la mitología, hija de Zeus y Leto, hermana de Apolo, era una diosa de la caza. Aquí es el lugar donde se encuentra la trocha Mariel Majana, capital militar de Pinar del Río. Allí estaba el general Arolas, uno de los mejores amigos de Weyler.

Para Sorel, Cuba es fundamental; por ello, la novela transita por sus hermosos lugares, los que el escritor segoviano, enamorado de la belleza del paisaje, ha recorrido en sus largos viajes a la isla. La documentación es otro de los méritos de la novela, arduo trabajo de investigación que, sin duda, ha sabido llevar a cabo el escritor segoviano:

En Pinar del Río abunda una planta olorosa, de flores de color amarillento y blanco o verde que responde a ese nombre, que ya distinguía con él por otra parte a uno de los primeros cafetales establecidos en el territorio (p. 124).

Vivió allí una hermosa joven, Artemisa Pedrea. Por ello, el lugar es misterioso, hermoso, y la presencia de los soldados españoles una especie de castigo para su belleza.

No pretendo desentrañar muchos momentos de la novela; por ello, y con el afán de quedarme con uno de los más intensos, paso a describir el miedo de aquel al que se priva de libertad, como es el caso de Ciges Aparicio cuando se descubre la denuncia que ha llevado a cabo sobre el genocidio de Weyler, la tristemente famosa reconcentración:

Es acariciante el susurro del viento sobre las hojas, el silencio, mas para un preso sólo existe la angustia de su situación, el miedo a lo que pueda acontecerle en cualquier momento. Escucha los sonidos de la trocha, esa alerta que va alejándose, acercándose. Los mosquitos sobrevuelan el espacio exterior. Tiemblan las ramas de los árboles (p. 248).

La vida pende de un hilo cuando otros deben tomar una decisión que sólo sería asunto de uno, vivir o morir; pero en la celda el tiempo es lento y está lleno de sombras, como las que asolaban a Macbeth tras el asesinato cometido o a Hamlet tras la voz de su padre muerto.

La suerte de Ciges Aparicio no terminará allí, sino mucho después, al comienzo de la Guerra Civil española, cuando será fusilado por los verdugos de la República.

Estoy seguro de que la mirada de Sorel es la de Ciges Aparicio, plena y honda, en pos de una verdad que se esconde sobre cientos de cadáveres que aún pasan a nuestro lado, sin darnos cuenta.

Weyler abandonará Cuba cuando comience el turno de gobierno de Sagasta, al conocer los abusos que se han cometido, pero el general seguirá siendo el hombre implacable que desprecie al mismo Franco y será modelo para hombres tan sanguinarios como el general Millán Astray, aquel que dijo en la Universidad de Salamanca “Viva la muerte” frente a Unamuno, ya desgastado y doliente ante los acontecimientos trágicos de nuestro país.

Estamos ante una novela esclarecedora, porque nos enfrenta a nosotros mismos y a nuestra capacidad para el bien y para el mal.

Sorel estructura la novela; si primero nos habla de las perspectivas de los diferentes protagonistas (interesante también la figura del capitán Martínez Calonge), después nos habla de Artemisa, de la belleza de Tula, para hablar luego de la guerra, el genocidio que, decidido a denunciar lo que otros, contemporáneos a los hechos, no supieron o no quisieron ver, cubrió de horror las bellas tierras cubanas.

Si en el capítulo inicial la figura del tirano cobra toda nuestra atención, al final es Ciges Aparicio, su tremenda humanidad, la que nos desarma, enfrentándonos a su destino adverso, un sino que ya venía trazado desde sus tiempos de sargento en Cuba y que fue fraguando, a través del compromiso ético con los seres inocentes, con la necesidad de denuncia, tema esencial en la novela del escritor segoviano.

La pericia narrativa de Sorel es diversa, ya que no se había tratado con suficiente atención este tema oscuro de la historia de España, pero tampoco hay demasiadas novelas donde las víctimas y los verdugos aparezcan con tantas oportunidades de protagonismo, la fe de Sorel en denunciar la verdad no elude la barbarie, esa que nuestro progreso, sin darnos cuenta, ha propiciado.

Estamos ante una novela esclarecedora, porque nos enfrenta a nosotros mismos y a nuestra capacidad para el bien y para el mal, al igual que Conrad supo ver en su inolvidable El corazón de las tinieblas. Ese paseo por el infierno es también el que nos brinda, con tristeza y con extrema lucidez, Andrés Sorel en su última novela.

Pedro García Cueto
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